La noticia se escurre como agua en el colador: en el Día Nacional de Prevención del Suicidio se anuncia la escalofriante cifra de 20,4 casos cada 100.000 habitantes; 709 uruguayos decidieron quitarse la vida el año pasado. En otras palabras, aumentaron los casos, pasamos a ocupar el primer puesto de suicidios en América Latina. Más allá de las cifras, que incluso pueden ser más elevadas, cada 12 horas un compatriota se quita la vida. El suicidio triplica a los homicidios, supera a las muertes por siniestros de tránsito, y se constituye y consolida como la principal causa de muerte externa en las últimas décadas.

Las autoridades atónitas, los ciudadanos mirando sin poder ver, los políticos en silencio y la sociedad esquivando la mirada (tal vez todos ellos preocupados por Venezuela, ANCAP o los últimos pases del fútbol local e internacional) hicieron del hecho otro día más. En poco más de un minuto, un par de voces se animan a contrarrestar, quitando el manto de silencio, y recurren a diversas interpretaciones, acertadas o desacertadas, pero válidas en el esfuerzo de no silenciar más y evitar la resepultura del suicida.

Algunas madres, padres o familiares, ante la desgracia, recobran fuerzas para reagruparse en las débiles e incipientes organizaciones de víctimas del suicidio sin las cuales el tema sería aun más desconsolador. Otras, como Martina, comenzaron a buscar explicaciones con valentía y compañerismo, o, simplemente, a conversar con los suyos sobre qué hicimos o no hicimos para evitar este sordo dolor colectivo que nos abraza ante la pérdida de un compañero de trabajo. Todos los esfuerzos son más que válidos.

Hay que escribirlo claro: este hecho social también tiene un sinfín de víctimas. Las primeras, aquellas que sin voz, sin palabras, sin esperanza, nos dejan sin explicaciones. Son los suicidas, que en su última y débil esperanza de ser escuchados, cometen el acto. Las segundas, sus familiares y amigos cercanos, que en la mayoría de los casos no encuentran explicaciones ni palabras que les permitan comprender lo sucedido. Y los terceros, todos nosotros, que estigmatizamos en casilleros de “locura y depresión” el propio acto, culpabilizamos al suicida y su entorno, poniéndoles una gran y pesada mochila de estigmas culturales y sociales, y así silenciar, callar y olvidar.

En los días que restan para el 17 de julio de 2018 será muy difícil –y nos será muy difícil– encontrar las palabras, los medios para adecuar las explicaciones y escribir las interpretaciones de aquellos que deciden terminar sus vidas por mano propia. Están, estamos, en soledad buscando soluciones biográficas ante hechos sistémicos, buscando solos soluciones que deberían ser comunitarias, sociales, de todos.

El suicidio fue, es y será un fenómeno de escala mundial que afecta directa e indirectamente a más personas que los siniestros de tránsito, los homicidios y el propio sida; sin embargo, esta realidad es amordazada, silenciada, ocultada por todos. Desde hace 30 años los suicidios siguen en franco aumento y comulgamos bajo las teorías del silencio, del contagio, convirtiéndolo en tabú, en tema a “no tocarse”, y ocultándolo tras un muro de silencio. Tímidamente, nos preguntamos: ¿no será momento de comenzar a hablar, a encauzar el tema, a informar en su justa medida, o a contar con campañas de prevención efectivas y eficientes?

El suicidio es un tema incómodo y que incomoda, dado que nos devuelve una cruda realidad que, más allá de individual, es social y cultural. Hace estallar el espejo de una sociedad fragmentada, desilusionada, desesperanzada, con pérdidas y soledades; en definitiva, todo aquello que no queremos ser, que evitamos ser, pero en parte somos.

La realidad del suicidio, o la cruda realidad de este tema, impone una consideración más compleja, social, cultural, económica, sanitaria, política y, por qué no, religiosa, para comenzar a situarnos ante la comprensión del fenómeno y trascenderlo a los planos de muerte, la dignidad de la vida y el respeto por uno mismo, incluso en la autodeterminación de la muerte.

Para finalizar, estas cifras de hace pocos días deberían encauzarnos en una reflexión y cuestionamiento colectivo más allá de clases, grupos y credos, y deberíamos reflexionar sobre la vida, una vida digna, que valga la pena vivir.

Víctor González, Pablo Hein

Víctor González (licenciado en Sociología, magíster en Psicología Social) y Pablo Hein (magíster en Sociología) son docentes del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.