No hay actividad humana que pueda realizarse sin energía, tanto en el plano de la producción como en el de la reproducción social. En el primer plano resulta más obvio al sentido común y hay múltiples señales y reflexiones referidas al rol jugado por la energía en el incremento de la productividad de las economías. En el segundo plano resulta más opaca la constatación. El uso de la energía se ha incrustado de tal manera en nuestras vidas cotidianas que hemos perdido percepción con respecto al rol que juega como condición necesaria de los logros en materia de bienestar y ampliación de las opciones que se despliegan a las personas cuando acceden a la energía en la cantidad y calidad suficientes.

En realidad, no es la energía por sí misma lo que interesa a los seres humanos, sino los servicios energéticos que proveen las distintas fuentes, a saber: acondicionamiento térmico de la vivienda, calentamiento de agua, refrigeración de alimentos, iluminación, fuerza motriz.

A lo largo de la historia de la humanidad se han utilizado diferentes fuentes para proveer aquellos servicios energéticos que, en definitiva, satisfacen necesidades humanas. Los desarrollos tecnológicos y los niveles de ingreso han condicionado el tipo de fuentes a que tienen acceso las personas. Teniendo en cuenta la cantidad de servicios energéticos que puede brindar y los menores efectos nocivos que tiene su uso, la energía eléctrica aparece como la energía moderna por excelencia.

No obstante, en el mundo sigue existiendo casi 20% de la población sin acceso a la electricidad, alrededor de 1.300 millones de personas (de las cuales 30 millones viven en América Latina y el Caribe). Un número muy importante de hogares tienen acceso a la energía eléctrica, pero no pueden cubrir sus requerimientos energéticos por el costo del suministro, y esto afecta incluso a países de ingresos altos. Finalmente, se ha identificado una tercera situación. Corresponde a aquellas familias que acceden a la energía eléctrica de manera insegura y/o irregular, lo que genera riesgo para la vida, absolutamente evitable.

En Uruguay se han alcanzado niveles de cobertura muy altos en materia de suministro de energía eléctrica; según la Dirección Nacional de Energía, 99,7% de las viviendas, incluyendo las áreas rurales, tienen acceso a la electricidad. Este nivel de cobertura tiene larga data en el ámbito urbano, ya que en 1996, 98% de las viviendas urbanas gozaban de conexión.

Pero, ¿pueden los hogares uruguayos satisfacer sus requerimientos energéticos? ¿En qué medida y en qué condiciones? Algunas estimaciones realizadas en el contexto de un proyecto del Fondo Sectorial de Energía de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) señalan que las familias que constituyen el 10% de menores ingresos en Uruguay deben dedicar aproximadamente 12% de sus ingresos para pagar la electricidad que consumen. Si a ello agregamos los otros energéticos utilizados, el costo se eleva hasta 17%.

Ese mismo trabajo –que utiliza información de la Encuesta Continua de Hogares– pudo constatar que en aquel segmento de las familias uruguayas casi un tercio no utiliza ningún medio para calefaccionar los ambientes de la vivienda.

A esta información habría que agregar los problemas asociados a las conexiones irregulares o en condiciones precarias que todos los inviernos proveen de titulares a la prensa por accidentes domésticos originados en el uso de la energía.

En el documento “Política energética 2005-2030”, elaborado por el Poder Ejecutivo y refrendado por el acuerdo multipartidario en 2010, se plantea como objetivo del “eje social”: “Promover el acceso adecuado a la energía para todos los sectores sociales, de forma segura y a un costo accesible”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó el 25 de setiembre de 2015 los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El objetivo número 7 compromete para 2030 “Garantizar el acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna para todos”. Si entendemos la pobreza como un fenómeno multidimensional y, en la perspectiva del desarrollo humano, como la manifestación de ciertas privaciones, en Uruguay estamos ante un problema de pobreza energética.

En un contexto en que el extraordinario desarrollo de la energía eólica para generación eléctrica ha llevado a contar con un exceso de energía y el país está buscando a quién vender ese excedente en la región, quizá haya llegado el momento de pensar si garantizar la satisfacción de las necesidades energéticas de las familias no constituye un imperativo ético. Al fin y al cabo, no sería sino cumplir con los objetivos de la política energética consensuados y con los Objetivos de Desarrollo Sostenible que el país ha hecho propios como agenda de desarrollo para 2030.

Dr. Reto Bertoni