La anécdota abre varias líneas de reflexión, tanto en lo que refiere a la relación entre historia y memoria –incluido el ambiguo y controvertido papel del testigo– como en lo que refiere a los discutidos temas del anacronismo histórico, a la relación entre comprender y juzgar, y a las formas de transmisión de la memoria, cuestiones todas que, bien o mal formuladas, han estado presentes en el debate académico de los últimos 30 o 40 años. Nos habla también de una cierta sensibilidad político-moral, ejemplificada en el comentario de la jovencita: los derechos humanos como criterio para juzgar las experiencias históricas del pasado y como brújula de la inteligibilidad de la historia.
La anécdota también podría expresar una cuestión política de mayor alcance. Me refiero al lenguaje de los derechos humanos como el mejor o el único recurso para codificar demandas, intereses, anhelos y reivindicaciones del presente, así como para construir imágenes de futuro. Es decir, los derechos humanos como criterio no sólo para revisar y juzgar el pasado, sino también para actuar políticamente en el presente y auspiciar futuros compartidos. Los derechos humanos como la nueva y –hasta ahora– última utopía.
Desde la elección del título de su libro, Samuel Moyn construye de este modo el tema de los derechos humanos: una “utopía global”, nacida de la crisis de proyectos utópicos previos. Podemos arriesgarnos a sostener que, al hablar de los derechos humanos como utopía, Moyn se está refiriendo, en términos generales, a un discurso movilizador, a un proyecto político impulsado a partir de los 70, comparable a otras alternativas que fueron en algún momento inspiradoras de transformaciones sociales.
Para un historiador intelectual del derecho, construir de este modo el tema de los derechos humanos significa no abordarlo sólo como una cuestión de técnica jurídico-política especializada, tema de debate del ámbito académico, ni como componente omnipresente en las distintas tradiciones políticas, sino también como el elemento principal de un activismo global organizado por medio de movimientos de base amplia y ONG globales (grassroots movements). El referente de Moyn es sobre todo Amnistía Internacional, y cierto activismo global, estadounidense y europeo, en la forma de “progresismo internacional” (más influido por la disidencia del bloque soviético, por la derrota de Vietnam y por la conclusión formal de los procesos de descolonización que por las terribles violaciones a los derechos humanos en las dictaduras latinoamericanas), una utopía que, al menos en sus inicios, proponía algo más que controles y monitoreos internacionales o adecuaciones legales, y que no era todavía un lenguaje para expresar toda reivindicación sectorial, local o identitaria. Se trataba de un movimiento que expresaba la aspiración a lograr un mundo diferente. No obstante, en esa promesa también radican sus límites para traducirse en políticas internacionales y nacionales de alcance transformador. Recordando a Karl Marx, la conclusión de Moyn podría ser algo así como que los derechos humanos cambiaron mucho la interpretación del mundo, pero incidieron poco en su transformación.
En el pasado había otras alternativas en el terreno ideológico-político, otras utopías y otros proyectos políticos; en su fracaso deben buscarse las razones del insólito triunfo de los derechos humanos como la utopía convocante en los 70. Otras utopías –también universalistas–, que prometían otros futuros, movilizaban otras nociones de justicia y, sobre todo, detectaban críticamente otros problemas para articularlos más claramente como proyectos. En la reconstrucción de Moyn, el atractivo y la vertiginosa difusión –para ese activismo global, para diferentes actores de la escena internacional y para las fuerzas políticas en conflicto– radicaron en la promesa de un mundo totalmente guiado por la moral, en el que fuera posible encontrar una brújula normativa por encima de los peligros potenciales de la política.
Además del recurso a los derechos humanos en invocaciones políticas de signo diferente, otros ejemplos muestran la rápida transformación de esa utopía antipolítica y movilizadora inicial en programas para diversas áreas de problemas globales. Así, por ejemplo, la crítica moral externa se transformó en los 80 –luego de la experiencia sudafricana con más fuerza– en el problema de “la justicia transicional”, que llegó a ser concebida como un conjunto de políticas públicas recetadas globalmente para transiciones caracterizadas de manera diversa: del autoritarismo a la democracia, de la guerra y el conflicto a la paz, del régimen prosoviético al régimen democrático. En este campo, efectivamente, reapareció aquella visión de superación del conflicto político por medio de la apelación a la legislación y a la expertise internacionales –la transformación de una parte de ese activismo internacional en expertise internacional es tematizada como “la transformación del carisma en burocracia”–.
Sin embargo, el caso de los llamados derechos sociales fue más revelador de las dificultades para transformar esa trascendencia moral –y estatal– en agenda política. Moyn señala la necesidad de pensar la circunstancia histórica de la simultaneidad de la canonización de los derechos humanos y el declive de los derechos sociales y económicos en los 70.
¿De qué manera pensar una situación, como la mexicana, en la que la vigencia de los derechos humanos, en su versión minimalista –derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad– es impugnada cotidianamente por los asesinatos y las desapariciones, y en la que, al mismo tiempo, una palabra soez considerada discriminatoria, el incumplimiento de un contrato inmobiliario en Acapulco, la calificación obtenida por un alumno o una reforma laboral son tipificados como “violación a los derechos humanos”?
Nora Rabotnikof Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México
* Una versión más extensa de este artículo apareció en la revista Sociológica, en enero-abril de 2016.