Asociar izquierda con derechos humanos es casi un tópico cristalizado. Se afirma acríticamente, generalizando, asumiendo la univocidad de sentido de los componentes de la asociación, pero se administra caso a caso cuando se exige proteger los derechos en unos y desconocerlos en otros. Me interesa ilustrar un par de contradicciones, incompatibilidades o tensiones (según la indulgencia de quien las observe) en la relación entre izquierda y derechos humanos. Una refiere a la incompatibilidad entre la dogmática (doctrinas jurídicas) implícita en el discurso de izquierda sobre los derechos y las concepciones tradicionales que defienden la participación en los asuntos colectivos. La otra refiere a la justificación de la cárcel y la violencia institucional y, por tanto, la justificación del sufrimiento, según la simpatía ideológica con la causa, que parece entrar en tensión con considerar a todas las personas merecedoras de igual respeto y consideración.

La identidad aprobada

El Frente Amplio (FA) ha declarado que reformar la Constitución y actualizar la ideología son dos de sus preocupaciones presentes. Ambas tareas están conceptualmente imbricadas, en tanto de documentos aprobados se desprende claramente que en la mentada actualización ideológica los derechos humanos son fundamentales. La extensa lista de “principios y valores compartidos del FA” incluye, entre otras afirmaciones: “todos los derechos humanos [...] son derechos indivisibles, interrelacionados e interdependientes…” y “la observancia del derecho internacional va de la mano de la promoción y protección de los derechos humanos en todo el mundo”.

Una interrogante posible es si quienes aprobaron ese texto comparten una misma concepción de la igualdad, del derecho a la educación, de la libertad de expresión, de la libertad religiosa, del derecho a la salud y, en definitiva, de “todos los derechos humanos”, o si la estrategia retórica escogida incluye negar el carácter polémico de esos conceptos que, por otra parte, las prácticas han exhibido. Podríamos preguntarnos, en consecuencia, si la atribución de carácter ideológico a los derechos humanos se vincula con una comprensión que los califica como formas ilusorias independientes de la praxis, que valen como medios, y no como fines. O si es más adecuado a la intención de los redactores que las afirmaciones citadas, junto con la vocación reformista de la Constitución, se comprendan como expresión de adhesión a alguna versión de neoconstitucionalismo ideológico, que en definitiva niega la incidencia del desacuerdo político entre concepciones (de la igualdad, de los derechos, de la justicia) en la interpretación de la Constitución y afirma que puede ser aplicada por un tercero imparcial. Voy a preferir esta última interpretación, asumiendo que la mención entre los valores compartidos al compromiso con “los acuerdos jurídicos establecidos en el pleno ejercicio de la democracia y el estado de derecho” y a “la observancia del derecho internacional” permiten descartar la primera.

La identidad en las prácticas

La ampliación del reconocimiento de derechos en los ordenamientos jurídicos contemporáneos ha operado mediante diferentes técnicas. En algunos casos, por medio de la constitucionalización expresa de instrumentos internacionales de derechos humanos o del establecimiento de una densa carta de derechos en el texto constitucional. En otros, la constitucionalización ha sido implícita y, por tanto, dependiente de la consolidación de la recepción de la doctrina del bloque de constitucionalidad por los tribunales. En otros, mediante el activismo judicial.

Para reforzar la fuerza normativa de la Constitución de modo de permitir justificar decisiones en la existencia de prescripciones, la dogmática neoconstitucionalista se ha articulado con algunos enfoques anfibios, que ponen el énfasis en el potencial emancipatorio del derecho, pero que se tornan instrumentales si no se toman en serio las características de la cultura legal en la que se pretende la eficacia de los cambios normativos. Precisamente, una de las notas del neoconstitucionalismo es la defensa de la protección judicial fuerte de aquella densa carta de derechos. Ello tiende necesariamente a la judicialización de los reclamos y a un avance de la jurisdicción sobre asuntos que son retirados por el discurso dogmático del terreno de la política. La noción de “esfera de lo indecidible”, propuesta por Luigi Ferrajoli e integrada a la justificación de la decisión de la Suprema Corte de Justicia en 2009 acerca de la inconstitucionalidad de la ley de impunidad, ilustra esa incompatibilidad. La idea, expresada en términos algo crudos, es que del significado de los derechos se ocupan los jueces y que, en consecuencia, ese es un tema vedado a la participación democrática. Traducido a consigna: “Los derechos humanos no se plebiscitan”.

Por otro lado, el número de personas privadas de libertad no ha dejado de aumentar. Recurrir al sistema penal como primera respuesta del Estado parece ser algo que no presenta discrepancias partidarias, desde que se ha electoralizado la política criminal. La sanción de leyes como la 19.055 –alevosamente contraria a la Convención sobre los Derechos del Niño–, promovida por el gobierno de José Mujica, y la necesidad de ley penal para darle seriedad al “mensaje” –como fue el caso en la argumentación escogida en ocasión de aprobar en el Senado la tipificación del femicidio, propuesta por el gobierno de Tabaré Vázquez– ponen en evidencia tanto la selectividad como una concepción instrumental de los derechos. Traducido a cliché: “el aumento de penas no disminuye los delitos, pero es necesario mandar un mensaje”.

Las omisiones de la instrumentalización

La comprensión instrumental de las instituciones y, por ende, del derecho y los derechos pone en duda la virtualidad de unos principios compartidos, porque las reformas normativas no permiten obtener resultados independientemente del contexto, y porque la discusión sincera acerca de las bases ideológicas de la izquierda no debería sustituirse por retórica dogmática.

Una de las tareas pendientes es explorar con qué arreglos institucionales y por medio de qué cambios en la cultura legal podríamos reconciliar la protección judicial de los derechos con el fortalecimiento de los mecanismos de participación política en cualquier asunto de interés colectivo. Para ello, una cuestión previa es ser capaces de reflexionar críticamente sobre las propias prácticas y el propio discurso de la izquierda partidaria, la izquierda intelectual, y los movimientos y las organizaciones sociales que han articulado sus reclamos por medio del discurso de los derechos y apelando a estrategias jurídicas para vehiculizar esos reclamos.

¿Cuál es, entonces, el piso de entendimiento sobre el que se discute? ¿Cuáles son los acuerdos que no se ponen en duda cuando se introduce la cuestión de los derechos humanos en oportunidad de discutir casos o temas que se asumen como preocupaciones “de izquierda”? ¿Cuál es ese suelo común sobre el cual se construyen relatos, perspectivas, interpretaciones? En definitiva, ¿qué sentido político adquiere hoy referirse a los derechos humanos como componentes de los valores y los principios compartidos? Si en ese suelo se encuentran tratar a todas las personas como merecedoras de igual respeto y consideración y la importancia de la participación democrática en los asuntos de la comunidad política, tenemos que hablar.

Los cambios en la cultura jurídica toman tiempo y a la teorización sobre las prácticas no conviene sustituirla por asunciones dogmáticas, aunque sean asunciones dogmáticas con otros énfasis. Parece más enriquecedor enfrentar las dificultades de articular una concepción de los derechos que pueda convivir con el ideal del autogobierno colectivo que recurrir a una retórica dogmática que insiste en ocultar la dimensión política de los derechos y el hecho inevitable del desacuerdo acerca de su alcance.

La profundización de las contradicciones acerca de la “agenda de derechos” que presenciamos en estos días ilustra el modo en que transcurre una disputa ideológica que no reconoce su naturaleza partisana.

Profesora de Teoría General y Filosofía del Derecho, en la Universidad de la República, e integrante de Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay