Los partidos o movimientos de izquierda en Uruguay han tenido una base para sus definiciones ideológicas de fuerte impronta marxista. Como consecuencia, los acentos en sus definiciones se han centrado en las formas de reparto de los acumulados económicos que diferencian a las clases sociales.

Los fermentales debates de los años 60, que marcaron a una generación y que hasta hoy pesan notoriamente en la construcción del relato social y político, tuvieron como centro las distintas formas de acceso al poder y los distintos encares sobre las formas de acumulación de voluntades para una construcción social más justa. Sin embargo, y aunque los temas que se discutían tenían como fondo siempre el concepto variado sobre la democracia, los derechos ciudadanos no estuvieron presentes en los grupos militantes que finalmente dieron lugar a la creación de un frente policlasista que optó por la vía eleccionaria para ese proceso de acumulación popular.

Las izquierdas europeas, en general del norte, plantearon sus reflexiones de cambio incorporando la perspectiva de la igualdad en la ciudadanía y en los derechos de las personas, cuestionando las discriminaciones que las elites blancas y masculinas ejercían desde los escaños en el poder. Pero las reflexiones y el pensamiento de los académicos del primer mundo no llegaron a nuestras costas porque ni siquiera la academia uruguaya insistió en estos temas con un peso propio como para impactar con nuevos elementos en la concepción de una democracia plena en igualdad.

El concepto de igualdad es un núcleo duro de la formación de los uruguayos, forjada a principios del siglo XX y desarrollada como elemento central de la identidad oriental. A esta resistencia ideológica que empapó a todo el Estado uruguayo y a sus tres poderes en normas, legislación, rutinas de actuación y definiciones administrativas, la irrupción de la dictadura la congeló por más de una década, en una época en la que en el mundo se procesaban interesantes discusiones sobre el concepto de los derechos humanos y su significación social, política, económica y cultural.

Los efectos de la dictadura

Este aislamiento de información y llegada de las discusiones mundiales sobre la profundización de los derechos en base a la concepción del respeto a la dignidad humana determinó que el proceso de recuperación democrática que se inició a mediados de los 80 reinstaurase lógicas y paradigmas construidos por los sectores de izquierda en las décadas del 50 y el 60, ya que los líderes políticos, sindicales y académicos salieron de años de cárcel, exilio y aislamiento de reflexión conceptual.

Esta restauración de los liderazgos de peso en las decisiones que se fueron procesando en ese período desconocieron a un sector de la población que desarrolló otras prácticas y otros intercambios de experiencias en contacto con los nuevos movimientos sociales que surgieron en respuesta a los problemas de subsistencia y participación que existieron en la década dictatorial en el país. Estos colectivos, que tanto aportaron para mantener el espíritu democrático en nuestra población, resistiendo los últimos embates dictatoriales, no pesaron demasiado en las definiciones que las elites líderes fueron definiendo para la etapa democrática que comenzaba.

Fue en estos años que se abrieron los primeros debates sobre la pobreza de paradigmas que la izquierda presentaba en sus definiciones en relación con el concepto de igualdad. Fueron las mujeres las primeras en marcar el desconocimiento de las estructuras sociales, económicas y políticas que se venían consolidando con idéntica reproducción de la antigua sociedad uruguaya y que desconocían las situaciones de injusticia de la mitad de la población: la femenina.

Una de las características interesantes del movimiento de las mujeres uruguayas, que lo ha hecho diferenciarse de las experiencias del resto de América Latina, es que las luchas por la recuperación democrática las encontraron organizándose en conjunto con las trabajadoras, con las académicas feministas, que se habían mantenido al tanto de los debates internacionales sobre los derechos de las mujeres, con las que venían de estos nuevos movimientos sociales y con las militantes políticas de todos los partidos. Esta conjunción virtuosa dio como resultado un diagnóstico de la situación de las uruguayas a la salida de la dictadura y un programa de propuestas para el partido político que ganara la primera elección.

Por primera vez las mujeres de izquierda se cuestionaban el concepto de igualdad tradicional universal del país y el concepto de justicia en relación con las desigualdades que tenían consecuencias importantes en lo económico, social y cultural para esa mitad de la población. La discusión más fuerte para las mujeres de izquierda estuvo, y diría que aún se mantiene, en patentar que la superación de la lucha de clases no eliminaría las desigualdades que la cultura imprimía en el ejercicio del poder entre los dos sexos.

El primer 8 de marzo que se celebró en el Uruguay posdictadura encontró a las mujeres de izquierda yendo con sus carteles –“Democracia en el país y democracia en el hogar”– de la plaza a la Cárcel Central, donde todavía estaban las presas políticas.

La izquierda y el gobierno

De ahí en adelante, hasta hoy, en que la izquierda ha ejercido varios gobiernos departamentales y tres períodos de gobierno nacional, la lucha por incluir una perspectiva desde la evaluación de la dignidad de las personas en igualdad de condiciones de acuerdo con las desigualdades que se han consolidado culturalmente según el sexo, la edad, la raza o etnia, la identidad sexual y las discapacidades o enfermedades no ha cesado.

Los viejos paradigmas sobre la igualdad universal, que se expresan en un sujeto masculino blanco, en una familia nuclear como base de la sociedad, en un padre de familia que imparte una autoridad justa, la posibilidad de superarse por el propio esfuerzo, una moral diferenciada para los ciudadanos, son tan fuertes en el imaginario colectivo de Uruguay que dificultan una reflexión conceptual a los dirigentes políticos, a los líderes de opinión, a los académicos, que dificultan la modificación de las currículas de formación y establecer igualdad en las formas de acceso a los lugares de decisión.

El concepto de desarrollo pleno, para no endilgarle el gastado adjetivo de sustentable, en el que la perspectiva de género es indispensable, recién se incorpora en la reflexión del planeamiento de los gobiernos de izquierda en el actual período. Sospecho que, más que porque haya pesado la insistencia de militantes y académicas, por la presión internacional de Naciones Unidas frente al sinsentido de que un país donde las mujeres tienen un nivel educativo y laboral tan alto tenga, sin embargo, una escasez asombrosa de mujeres en los ámbitos de decisión políticos, sindicales, empresariales y académicos.

Gracias a esta lucha que han liderado las mujeres organizadas de izquierda, que han puesto los temas de debate y las propuestas de acción permanentemente en los programas de sus sectores y en el programa común del Frente Amplio, otros colectivos discriminados tradicionalmente en Uruguay han ido luchando por su espacio, su organización, su visibilización y demandando políticas afirmativas para nivelar las desigualdades de inicio.

Las mismas mujeres, en la lucha por eliminar la impunidad de los delitos de lesa humanidad cometidos durante el período del terrorismo de Estado, han sido las últimas en asumir las denuncias del horror de sus torturas y vejaciones, lo que habla de las dificultades con que una formación que matrizaba ideológicamente la igualdad entre hombres y mujeres militantes obstaculizó esta toma de conciencia.

Las dificultades para cambiar los estereotipos ha resultado un problema para una izquierda en el gobierno con la responsabilidad de reconocer a los nuevos sujetos de derecho (mujeres, niños, niñas y adolescentes, personas mayores, con discapacidad, la numerosa colectividad afrouruguaya, las distintas etnias que hoy florecen con los migrantes, etcétera) por medio de políticas públicas que integran la perspectiva de sus derechos integralmente y que, por lo tanto, obligan a que las instituciones del Estado actúen coordinadamente y con conocimiento de las formas de incluir a estas personas tradicionalmente discriminadas.

Se requiere una verdadera reforma para promover un Estado que garantice el ejercicio de los derechos; se requiere personal calificado, interdisciplinariedad y, por supuesto, recursos. Pero las rutinas de funcionamiento se resisten a cambiar: la complejidad no ha sido precisamente la tradición del enfoque de la gestión de este viejo Estado uruguayo y los nuevos desafíos que implica aplicar la legislación que garantiza derechos se topa con la vieja formación académica de los profesionales del derecho, la medicina, el derecho administrativo, con el secretismo sobre la información que se posee y con las dificultades para incluir nuevos datos imprescindibles para saber cómo enfocar las acciones.

Si los gobiernos de izquierda en Uruguay han avanzado en materia de garantía de los derechos humanos, es gracias a que ha habido y hay militantes tanto en cargos ejecutivos como legislativos que se han puesto al hombro estas políticas de cambio profundo.

Las elites de izquierda políticas y sindicales aún se resisten, en su mayoría y con raras excepciones, a encarar esta perspectiva integral de garantía para los nuevos sujetos de derecho. Se siguen priorizando viejas concepciones tutelares: tratar la enfermedad en vez de prevenirla; priorizar el trabajo tradicional remunerado y no valorar las horas de trabajo no remunerado que brindan las familias (y dentro de ellas, las mujeres); resistirse a implementar con fuerza la formación docente en temas relativos a la construcción de la identidad de varones y mujeres desde la infancia, para evitar las actitudes violentas de ejercicio de dominación masculina; resistirse a cortar la división sexual del trabajo, que dificulta la inclusión exitosa de las mujeres en el mercado laboral mejor remunerado; resistirse a la inclusión de las identidades sexuales no heterosexuales; no respetar a las personas en crecimiento, es decir, los niños y los adolescentes; no dar apoyo explícito al desarrollo de la población afrouruguaya, etcétera.

Los sectores políticos de izquierda tienen las mismas restricciones en relación con la inclusión paritaria de las mujeres en los ámbitos de decisión, porque la corresponsabilidad en los cuidados y aceptar cambios en las formas de hacer política desarrolladas tradicionalmente aún no se han incluido como herramientas imprescindibles para la igualdad. Todavía escuchamos voces que entienden que los derechos que se han ido garantizando y los que quedan por garantizar son agendas internacionales de derecha. Resulta gracioso que se unan al coro más conservador, al que no le interesan estos cambios, que, justamente, dificultan la acumulación en pocas manos de los bienes que todos producimos.

Por ser una alternativa positiva en el proceso de humanización, son estos los cambios que deberían marcar el pasaje de la izquierda por las responsabilidades que le da el manejar algunas de las herramientas de poder que facilita ser gobierno. Con ello acortamos los caminos para efectivizar la justicia social, que siempre fue la base de las definiciones de la izquierda. Pero esto requiere saber cuantificar lo que ahorraríamos en el desarrollo de la inclusión si invirtiéramos en prevenir los gastos de la exclusión. Así como señalamos que la izquierda debe transformar su concepto sobre el trabajo, también debe hacerlo con su concepto sobre la planificación estratégica de los recursos, incorporando, dentro de lo posible, todas las variables de que la garantía del ejercicio de los derechos significa un ahorro y una austera satisfacción social que tiene el deber de inducir.

Margarita Percovich Ex senadora del Frente Amplio