Este libro compila cuatro obras de teatro escritas por Raquel Diana entre 1998 y 2014: Cuentos de hadas (1998), Secretos (2001), Laguna (2009) y El tipo que vino a la función (2014). Como ocurre con todo texto dramático que se refiere a un período de tiempo o una experiencia real compartida, media entre el libro y los lectores la relación no sólo con vivencias individuales y colectivas, sino también con las puestas en escena de las obras de Diana a lo largo de estos años.

La autora escribe sobre experiencias durante la más reciente dictadura, sobre la resistencia a ella y sobre el miedo. Los temas se entrecruzan y no son abordados en abstracto u ontológicamente, sino desde las texturas de las vidas y las historias particulares que entretejen la experiencia colectiva de una izquierda que sigue elaborando su derrota mientras ve avanzar y enraizarse (incluso dentro de sus filas) al neoliberalismo. El de Diana no es tanto teatro escrito desde una posición –en todo caso, esta sería el comunismo, o el “comunismo humano”, como dice ella–, sino más bien desde una perspectiva; un punto o muchos desde donde mirar. Su búsqueda no apunta a la reivindicación de una verdad o a la reconstrucción de una identidad (ni, por supuesto, a la narración neutral de la historia), sino a la creación casi caleidoscópica de relatos basados en experiencias. La historia está hecha de subjetividades; en palabras de la autora: “el mundo está hecho de la tela de los gritos. De la tela de los sueños”.

Las obras cuentan vidas reales mezcladas con ficción, no sólo como parte de una decisión o técnica de dramaturgia, sino también como reflejo de un período en el que el terror y la censura se organizaron para entreverarlo todo, cuando mentira y verdad, clandestinidad y confrontación se confundieron. Las historias tienen protagonistas en su mayoría femeninas: un punto de vista a menudo excluido de los relatos más respetados sobre la época. Desde esa clave, Diana aporta una pieza sensible a una historia que aún no hemos terminado de construir en Uruguay, que muchos no quieren construir y a la cual el arte tiene mucho que aportar.

Diana se anima a nombrar en la medida de lo posible: El tipo que vino a la función se inspira en un conocido represor y censor, que se presentaba como Alem Castro, Alen Castro, Abayubá Centeno o Abayubá Sentena de Alencastro, conocido también como La Momia u Óscar 4. En otros casos, sugiere figuras no siempre investigadas, por la impunidad que se cierne sobre este pasado. También se anima a retomar grandes sueños y objetivos, a afirmar que “no soñar es la muerte”, a entrar en las miserias íntimas y públicas que sembró el terror, a contar las historias de personajes poco “importantes”, vidas y muertes y amores de obreros, de adolescentes, de mujeres enamoradas, de la clandestinidad, del coraje, del silencio, de los rumores sobre lo que te hacían los milicos, de las tácticas de las familias que iniciaban la búsqueda de sus desaparecidos en pleno terror, de los lenguajes en clave. “No miento, disimulo”, dice Carmen en Cuentos de hadas. “Sospechá de todo pero tené confianza”, dice otro personaje. El miedo es protagonista: “Abro la canilla y sale miedo. Abro la heladera y en vez de frío sale miedo, miedo frío”, dice la madre de una militante dispuesta a dar la vida.

El pasado, el presente y el futuro están mezclados aquí

Cuentos de hadas está dedicado a dos militantes reales –Elvira Diana, tía de Raquel, y Félix Ortiz– y la protagonizan tres mujeres: hija, madrastra y hada madrina. Intercalando situaciones reales con fragmentos de claro ensueño, la obra comienza con una madre que le cuenta a la hija su historia personal, en la que se cruzan la lucha real con la imaginaria, el intento de vivir y amar con la clandestinidad y la muerte, la expectativa de una vida normal con otra en la que todo es excepción, la dificultad para saber qué pasa y el lugar de los sueños, no tanto como engaños o ilusiones, sino como dimensión utópica, alimento para la lucha, amor al mundo que vendrá; más lejos de un realismo mágico que de una magia realista.

Quien se cree el cuento “es una persona que cree que se puede construir un mundo mejor donde no exista la miseria, ni la injusticia, donde cada uno tenga lo que necesita y viva en paz”. Así, el comunismo es presentado por la autora como un “cuento de hadas”, un cuento por el que jugarse la vida, un cuento a ser tomado muy en serio, como quien aprende a hacer “milanesas de pollo sin pollo”. Desde esa mirada, Diana rescata la subjetividad utópica de la generación de luchadores de esa época y transmite unas ganas de pelear y una convicción que envidio un poco desde mi generación treintañera, a la que educaron señalando que es mejor el positivismo que la ilusión, el pragmatismo que la lucha, el realismo que los sueños, la ciencia que la ideología, y que el sinónimo de “cuento” es “mentira”. La autora vuelve a ese pasado en el que muchas y muchos se animaron a soñar, pero no para señalar culposamente lo engañados que estábamos o lo románticos que fuimos, sino en un gesto casi benjaminiano, para rescatar algo de esos sueños de entre las ruinas de la derrota y sus consecuencias actuales.

Secretos es el encuentro de cinco mujeres en torno a una casa y a muchas confusiones: la búsqueda de un lugar para esconder los gritos, de un lenguaje en común para hablar de lo indecible.

En Laguna, una mujer visita la laguna del Sauce y resplandecen en su camino personajes reales y de ficción, el reencuentro con una verdad no resuelta, con una laguna de la historia, la necesidad de saber qué pasó y al mismo tiempo ya saberlo. La historia de Horacio Gelós Bonilla –obrero de la construcción secuestrado, torturado y desaparecido en 1976– contada por las heridas y las preguntas de una mujer que lo amó: un duelo que necesita de otra muerte: la suya (muere pudiendo decidirlo). Un charco de historia que se va tejiendo con realidad e imaginación, con pasado y retazos de presente. Un agua donde perderse o donde encontrar. De esta obra, poco vista en Uruguay, en este momento hay varias versiones en cartel en Argentina.

El tipo que vino a la función –la única aún no estrenada– es una obra metateatral en la que la autora da vuelta la situación de vigilancia para poner en primer plano al censor: ese que no “se ve”, pero determina qué será o no visto, qué será o no dicho. La obra pone en escena la experiencia de la censura y sus agentes, y al mismo tiempo la perplejidad y a menudo la ingenuidad de quienes no entendían (o no querían terminar de entender) lo que sucedía en la “normalidad” excepcional del período de dictadura. El teatro aparece aquí como actor clave para disputar la escena pública, la comunicación y sus medios. La obra, que parece “de época”, sigue siendo de nuestra época, sigue siendo nuestra realidad. Quizá por esto se publicó recién en 2014.

De lo que no cierra en la apertura

“–Esperá. Tengo que respirar este aire y tu perfume para estar seguro de que luchar vale la pena... / –¿Qué mierda querrá decir luchar? / –¿Me estás jodiendo? / –No. A veces parece que vivís en otro mundo. / –A lo mejor sos vos la que estás en la luna. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? / –Me doy cuenta, pero ¿no podrías tener una vida más normal? / –¿Qué quiere decir normal? ¿Preocuparme solo de mis asuntos?”. (Laguna)

En Uruguay, el teatro de Diana es tan fundamental como desplazado por una cultura política en la que predominó la sensación de que ya era tiempo de dejar el pasado atrás, de que era hora de actualizarse y mirar hacia adelante, de que recordar era caer en la nostalgia, de que “no podemos seguir hablando de la dictadura”. En el presente (tanto en el campo artístico como en el político), prima la opinión de que quien piensa que la revolución está a la vuelta de la esquina es un romántico, un violento o directamente un delirante. Sin embargo, quizá perder de vista el pasado o ser incapaces de relacionarnos con él en el presente, la necesidad de totalizar una identidad democrática de la izquierda borrando cualquier rastro de lucha radical, ayudó a perder de vista también lo que habíamos ido a buscar. Quizá es por eso que nos queda tan cómoda la expresión de “pasado reciente”, como algo que nos toca pero no es del todo nuestro. Al borrar los sueños del pasado o censurarlos a la luz de sus derrotas, se borran también los espacios en los que pueden vivir sueños presentes. Y quizá la izquierda está, como la protagonista de Laguna, buscando ese árbol en el bosque, pero sin poder orientarse: “Los árboles no cambian. Yo sí, por eso no lo encuentro”. Quizá la izquierda directamente ya dejó de buscar.

Diana insiste, testaruda y fiel a sus sueños y a su memoria; explorando el trauma, pero también la alegría de luchar, explorando el dolor, pero también apostando a “un teatro que está más cerca del abrazo que de la patada, porque la vida está muy pateadora”. Un teatro que busca desanclar a los cuentos de hadas del espacio de la supuesta ingenuidad femenina en el que fueron recluidos, que busca recuperar una sensibilidad que ha sido excluida del mundo de la política, ese mundo donde la mujer puede habitar si se comporta como un hombre, un mundo donde los hombres pueden habitar si se comportan como jugadores de una política racional y siempre realista. Pero la realidad sofoca y se parece demasiado al capitalismo y su aceptación, porque “es lo que hay”.

Los textos dramáticos que componen Allá dan voz al silencio de una generación que fue obligada a callar, a dejar atrás sus sueños, a acomodar sus relatos para ver distorsionarse, en el proceso, sus anhelos y sus secretos. Pero también son fundamentales para que las generaciones que “no lo vivimos” entendamos lo que pasó. Pero no como se entienden una clase de historia o una línea de tiempo: la comprensión a la que invitan estas historias es emocional e ideológica; es una invitación a entrar en un mundo donde las teorías conspiratorias, las narrativas heroicas y los miedos son traducidos a vidas y afectos de “gente sencilla, que cree en cuentos de hadas”.

“Sin embargo parece que hay algo para decir. No en contra de nadie. Tampoco para nadie en especial. Aquí no se reivindica nada. Solo se está. Es interesante. Me siento mejor de saber que lo que me pasó no es tan terrible porque les pasa a muchas”. (Secretos)

Saber que lo que pasó les pasó a muchos, pensar en lo que perdimos cuando ganamos y en lo que ganamos cuando perdimos, asumir las heridas abiertas y recorrer las cicatrices sin por eso dejar de estar vivos, de avivar los sueños, porque no soñar es la muerte. Durante la presentación del libro, Diana contó que la protagonista real de Cuentos de hadas murió hace poco y que tenía Alzheimer. “A veces me pregunto –dijo– si no es una gran metáfora de la izquierda. Y puede ser. No es fácil creer en los sueños; no todas las subjetividades lo resisten sin romperse. Aun cuando tengan vidas comunes y bajo perfil, no es para gente sencilla esto de creer en los sueños. Y se necesita mucho acá”.

Allá. Cuatro obras de teatro, de Raquel Diana, con prólogo de Gustavo Remedi. Estuario, 2017. 160 páginas.