–Preferís hablar del trabajo del futuro, en vez del futuro del trabajo. ¿Por qué?

–Parto de la base de que el trabajo no va a desaparecer, es decir, vamos a tener que seguir trabajando para siempre, lo que cambia es la forma en que trabajamos: la intensidad y otras características del trabajo. Por otro lado, el trabajo de una persona que entra en una relación por la que presta servicios a otra siempre va a necesitar de protección. Esas tesis de que las empresas acuden a las nuevas tecnologías porque los trabajadores dan muchos problemas, por los costos laborales, etcétera, a mi juicio no son correctas, porque el ser humano no ha parado de inventar tecnología para que el trabajador sea más eficiente. Buscamos desde siempre la manera de aliviar el peso del trabajo y, al mismo tiempo, ser más eficientes: fue así con las primeras herramientas, las palancas, las ruedas y todo lo que fue viniendo después, y no ha cambiado. Los cambios tecnológicos que se produjeron a lo largo de la historia, con la primera y la segunda revolución industrial, y ahora con la revolución científico-tecnológica, son fenómenos imparables en el quehacer humano. Por ejemplo, para mí es absolutamente impensable que un banco vaya a eliminar todo el personal porque ha automatizado sus procesos y quiere garantizar costos de empleo menores. Lo que está pasando con esta nueva revolución tecnológica y científica es que los cambios son, desde luego, mucho más rápidos, intensos e impredecibles en su alcance, pero eso no quiere decir que el trabajo va a desaparecer como tal. Por eso prefiero hablar de cómo vamos a trabajar en el futuro y cómo van a ser las relaciones entre los seres humanos por razón del trabajo.

–¿Y las relaciones de los humanos con la robotización?

–Con frecuencia vemos el tema de la robotización pensando en los robots de películas como La guerra de las galaxias o Inteligencia artificial, pero los robots no tienen sentimientos, no se plantean dilemas morales, cuestiones éticas, no generan afecto ni lealtades, como aparece en estas películas icónicas, y los seres humanos vamos a tener que trabajar de otra manera. Es real que los robots van a invadir muchas áreas del quehacer humano, pero no todas.

–¿Qué áreas considerás que van a quedar reservadas exclusivamente para la humanidad?

–Todos estos procesos de alta tecnología nos van envolviendo –y casi que devorando– y nos estamos haciendo dependientes de ella en un grado que, a mi juicio, puede llegar a ser mucho más comprometedor que el simple auxilio para que el trabajo sea menos pesado y al mismo tiempo más eficiente. El gran riesgo que tenemos por delante es que perdamos el sentido del humanismo. Recientemente estuvo aquí [Noam] Chomsky; algo que él dice es que el dilema está en si la tecnología se va a usar para centralizar el poder o para aliviar el peso del trabajo, es decir, si se les va a dar a los robots las tareas más repetitivas y peligrosas. Pero aun así los robots los vamos a tener que hacer nosotros, darles mantenimiento, repararlos e idear sus nuevas formas. Se dice que los robots no hacen huelga –es cierto–, que no cobran horas extras –es cierto–, pero eso no significa que sean mejores que los seres humanos como trabajadores. Los robots se enferman porque tienen desperfectos e incluso pueden tener vicios ocultos, fallas de fabricación, y pueden morir más rápido que los trabajadores porque entran en obsolescencia, como pasa con los celulares y las computadoras. Los seres humanos –por lo menos hasta ahora– tenemos mucha más expectativa de vida laboral útil y una capacidad de acumular experiencia y conocimiento para ser mejores en lo que hacemos. Yo siento que se ha exagerado mucho el papel de la robotización. Es cierto que la digitalización es una cosa cotidiana: del trabajo, de la vida personal, individual y familiar, pero la inteligencia artificial no lo es todo. El ser humano es mucho más que inteligencia: es sentimientos, emoción, instintos –de los buenos y de los malos–, y todo eso caracteriza nuestras vidas.

–Se está empezando a generar una legislación en torno al avance de la tecnología. ¿Qué opinión te merece?

–El detalle no lo tengo, pero lo cierto es que no son sólo los robots; por ejemplo, la capacidad de trabajar con instrumentos virtuales, como el teletrabajo, está asociada a la robotización. El teletrabajo está demostrando que la llamada subordinación o dependencia jurídica del trabajo respecto del empleador –que por mucho tiempo ha tenido la línea divisoria del trabajo dependiente y el trabajo autónomo– se puede ejercer de manera virtual. Entonces se puede tener un teletrabajo autónomo y se puede tener un teletrabajo dependiente, aunque no esté fiscalizado al estilo antiguo y la persona pueda ejercer ese trabajo incluso desde su propia casa. Lo que quieren hacer hoy es el equivalente del antiguo trabajo a domicilio –que desde las primeras décadas del siglo pasado ya se consideraba contrato de trabajo–, y ya hay legislación al respecto en muchos países, incluso en América Latina. En Colombia, por ejemplo, hay una ley que define los términos de teletrabajo y se lo trata como un contrato de trabajo. El cambio con respecto a los viejos contratos es que la persona está fiscalizada virtualmente a partir de esa base, porque el trabajo se ejerce o se ejecuta con instrumentos virtuales. Por eso ahora mismo está muy de moda lo que llaman el derecho a la desconexión, porque el empleador, mediante las nuevas tecnologías, puede comunicarse con el trabajador en cualquier momento, entonces este cumple su jornada, hizo todo lo que tenía que hacer, va para su casa y le mandan un mail diciendo: “Tráeme para el lunes tal cosa”, “recuerda que tienes que hacer esto” o, peor aun, “vente un rato a la empresa de nuevo que te necesitamos”, incluso cuando la persona está de vacaciones. Por otro lado, ya se están poniendo chips debajo de la piel –algo que me parece aterrador–, es decir, como un sustituto de la huella digital para entrar o usar distintas maquinarias, como la fotocopiadora, o para abrir determinada puerta, pero también para que el empleador sepa en cada momento qué es lo que el trabajador está haciendo. Y el chip no hay forma de sacárselo cuando se sale del trabajo. Son tecnologías muy invasivas del derecho a la intimidad, al descanso y al tiempo libre del trabajador, y son cosas que se están legislando y que ya están produciendo fallos de los tribunales en la Unión Europea, donde se ha discutido bastante hasta dónde puede llegar el empleador. Descanso del tiempo laboral no es sólo la simple abstención del trabajo, sino aprovechar ese tiempo que se tiene para estar en familia, para hacer actividades culturales y deportivas, todas las facetas que ofrece la vida social. Los robots obviamente van a requerir alguna legislación, pero, a fin de cuentas, son una máquina. Es posible que haya que plantearse qué cosas pueden encargársele a un robot, no sólo en el sentido de que desplace lo que puede hacer un trabajador, sino qué tareas puede hacer una máquina, porque el ser humano es un mar de reacciones y respuestas, pero el robot no. Ese es uno de los atributos de nosotros, los humanos.

–¿Los robots no podrían llegar a ser programados para tener esa capacidad de reacción?

–Es posible que haya cada vez más aproximaciones a eso, que se afine mucho más su adaptación, pero la capacidad de reaccionar ante lo imprevisto, no. Un ejemplo de esto es que, si bien es cierto que una computadora le puede ganar a un campeón de ajedrez –ya ha ocurrido–, ¿eso quiere decir que nos vamos a privar de las competencias de los grandes campeones de ajedrez, o que vamos a competir para ver quién tiene la computadora más capaz? Recuerdo un enfrentamiento ético en el ajedrez cuando el genio estadounidense Bobby Fischer desarrolló una técnica heterodoxa, con aperturas y movimientos que no estaban previstos, y no sólo le ganó técnicamente al campeón soviético Boris Spaski, sino que lo aplastó psicológicamente. Ahora [Usain] Bolt acaba de perder en Londres la competencia de los 100 metros: ¿vamos a poner robots para que bajen más de los 10 segundos que ya bajaron los humanos? ¿Qué sentido tendrá una vida así? Hay cosas en las que el factor humano tiene que seguir estando presente. Por ejemplo, en los restaurantes los pedidos llegan por medio de una computadora, y ahora se pretende que sean los robots los que preparen las comidas, pero no hay ese toquecito humano que pone el chef.

–Está el riesgo de que quede como privilegio de unos pocos.

–Sí. El encanto de la vida se puede ir perdiendo y, con eso, las formas en que nos relacionamos socialmente. Uno de los errores del empresario es el de pensar que el trabajador tiene el mismo rendimiento todos los días. Aparte de que en una misma jornada hay una diferencia –las primeras y las últimas horas no son las más productivas–, también ocurre que hay días en que amanecemos con más espíritu para trabajar y otros en que este es menor, y no sabemos bien por qué sucede eso. Obviamente, un robot tendrá el mismo rendimiento desde que se lo enciende hasta que se lo apaga; eso puede ser una ventaja, pero es una manera deshumanizante de entender el trabajo. Porque aparte de esas consideradas “fallas” del humano, podemos tener cosas que lo compensan, que le dan ventaja al ser humano sobre lo robótico, y es la capacidad de reacción. Es decir, si el robot está programado para algo y le sale diferente, lo que va a arrojar es: “No es computable”. Pasa mucho en los call centers, que despliegan una gama de opciones cuando llamas –“si quiere tal cosa, marque uno; si quiere tal otra, marque dos”–, y de repente ninguna es la que estamos buscando. No se sabe hasta cuándo tendremos esa ventaja, pero creo que por un rato hay muchas franjas de trabajo en las que la humanidad cuenta.

–¿Cómo no caer en la deshumanización del trabajo?

–Hay una película de [Charles] Chaplin, Tiempos modernos, que les recomiendo a mis estudiantes porque describe, ya en los años 20 del siglo pasado, el trabajo repetitivo en una cadena de montaje, donde se repite por horas un mismo movimiento. Lo que plantea la película es, por un lado, la secuela psicológica de un trabajo de por sí monótono y, por otro, que el trabajador no alcanza a mantener el mismo ritmo que la máquina, y eso es parte de los riesgos que se supone que acarrea la tecnología. Estas cadenas pueden estar diseñadas para que sea el trabajador el que se ajuste la máquina, y no a la inversa. No sabemos hasta dónde se va a llegar, pero lo que debemos tener en cuenta es que el riesgo a la deshumanización no es sólo del trabajo, sino de la vida humana.

–No se puede separar.

–El trabajo es parte de la vida humana, es inseparable. Y todo lo que está ocurriendo con la tecnología está cambiando nuestras vidas. Al final, perdemos un poco aquellas cosas gratificantes de la vida social y familiar. Lo mismo pasa con el trabajo cuando es absolutamente mecanizado, despersonalizado y deshumanizado, porque tenemos que seguir el ritmo frenético de las máquinas, atendiendo las órdenes. Uno veía esto de los chips, las instrucciones, las cámaras, los registros en las películas de los espías y agentes secretos, pero ahora nos lo quieren poner a todos.

–La realidad superó la ficción.

–Exacto.

–La sensación es la de que el empleador cada vez quiere tener más control sobre sus empleados. En ese sentido, ¿ves que hay una involución, un retroceso?

–Sin duda. Si todo lo que hace el trabajador en el día lo hace con una cámara enfrente, es algo tan invasivo que el trabajador no puede hacer libremente un solo movimiento. Puede haber razones entendibles en ciertas áreas, por seguridad para sí mismos y para todos, pero no en la generalidad de los casos. Y no estamos hablando de una tecnología tan nueva. Hay excesos que se han dado en empresas maquiladoras, por ejemplo, en las que se colocaron cámaras hasta en los baños. La tecnología es cada vez más invasiva del derecho a la privacidad. Ciertas cosas que antes se respetaban ahora se ven como naturales. Mire lo que está sucediendo con las escuchas ilegales: el ex presidente de mi país [Ricardo Martinelli] está preso en Miami por eso, y no es el único responsable. Se trata de un aparato que, según creo, lo fabrica una empresa israelí y se lo venden solamente a los gobiernos, pero resulta que en Panamá y en México se estaba usando para espiar a los políticos. Con ese aparato ubican todo lo que hace la persona: los chats, los correos, las conversaciones. Es algo espeluznante, porque se trata de un aparato que puede caer en manos de cualquiera.

–¿Qué sucede con las relaciones interlaborales ante la introducción de la maquinaria?

–Hay algo que son los llamados riesgos psicosociales, es decir, aquellos que se generan por la forma en que se ejecuta y organiza el trabajo, que generalmente se expresan por medio del estrés. Está comprobado que el trabajo monótono y repetitivo, e incluso el trabajo en solitario, produce afectaciones psicológicas. En muchas discusiones académicas se ha puesto esto sobre la mesa. Los japoneses fueron los que inventaron el coffee break a media mañana en los trabajos industriales, y hoy cortan para hacer ejercicio, así se sacuden un poco la monotonía. Pero un tipo de trabajo así, en el que las máquinas son las protagonistas y los humanos una pieza accesoria, ¿qué sentido tiene? El trabajo no es sólo una carga, es también una forma de realización personal; la mejor prueba de ello son los jubilados. Me imagino un escenario con robots y máquinas, todo automatizado, y así de simple puede ser nuestra vida. Cada quien con sus computadoras y sus aparatitos.

–Pero eso ya está sucediendo...

–Sí, por eso, insisto en que eso no es un tema sólo del trabajo, sino de cómo van a ser nuestras vidas y actitudes, incluido el trabajo, si nos vamos a deshumanizar cada vez más. En un libro que estoy leyendo, llamado Sapiens, el autor [Yuval Noah] sostiene que si se compara el cerebro de los pueblos recolectores con el de los seres humanos en la era industrial y la posindustrial, pareciera que el cerebro medio se nos está achicando. Me llamó mucho la atención, porque un hombre primitivo no tenía que manejar tanta información como la que se maneja ahora, pero sí necesitaba conocer bien toda una serie de cosas: tenía que saber cuáles eran los vegetales que se podían comer, cuáles eran medicinales y cuáles mortales, aprender los hábitos de los animales para desplazarse, medir las estaciones; era un proceso de aprendizaje. Pero nosotros ahora ya no necesitamos saber tanto porque estamos superespecializados. Todas las operaciones aritméticas que antes hacía nuestra mente las hacen los aparatos. Eso es bueno pero, al mismo tiempo, nos está convirtiendo en inútiles. Lo vemos incluso en el desarrollo de los niños: no caminan, pero con diez meses agarran el control remoto y encienden la televisión. No podemos renunciar a eso porque la vida es más cómoda así, pero estamos usando menos el cerebro.

–Y ese adormecimiento es funcional al sistema.

–Totalmente.

–Entonces, ¿de dónde surge la esperanza de que la automatización no va a desplazar al ser humano, de que va a quedar lugar para los sentimientos, la empatía?

–Depende de cómo administremos este mundo que ya está encima de nosotros. Si nos dejamos llevar por el afán de que con esto se gana más dinero y sólo pensamos en esos términos –algo que ha sido en buena medida la constante de la concepción capitalista: poner el hombre al servicio de la economía y no a la inversa–, triunfará este adormecimiento. Dependerá de nuestra capacidad de marcar el espacio y preservar ese escenario de trabajo. Leí que los recolectores trabajaban entre 30 y 36 horas por semana, y la revolución industrial trajo las grandes máquinas, que se suponía que iban a facilitar el trabajo, pero lo que facilitaron fue la explotación: la jornada pasó a ser de más del doble de horas, de 70 a 80. Presiento que ahora se les va a querer aumentar las jornadas a los trabajadores, cuando se supone que con toda la automatización y los robots, estos van a hacer parte de nuestro trabajo y deberíamos tener más tiempo libre. Pero hay quienes, desde la perspectiva capitalista, dicen incluso que hay que pensar que es necesario garantizar que haya consumidores para adquirir todos los bienes y servicios que las nuevas tecnologías permiten ofrecer, porque si la gente se queda sin trabajo, la lógica del sistema va a estar en problemas. Ahora mismo, Noruega está ensayando una llamada “renta ciudadana”, porque son más los puestos que se pueden eliminar que los que se van a generar, entonces por ser ciudadano ya se brinda una renta, más allá del subsidio al desempleo. Claro, es un modelo de altísima protección social, pero también algo que hay que tener en cuenta.

–¿Y por estos lados cómo sería la solución?

–La gente habla de los robots y de los drones, y hay una brecha tecnológica entre Japón, Europa, Estados Unidos y nosotros, y más todavía con los países centroamericanos. Las tecnologías de la información y de la comunicación llegaron, pero esto hay que relativizarlo porque a veces nos quieren vender que lo que comienza a pasar en otros países ya está acá. Para que lleguen los robots acá pueden llegar a pasar hasta 25 años. A mi juicio, se exagera mucho. No digo que no haya que pensar y reflexionar sobre estos fenómenos, porque sí nos van a afectar, pero tampoco descuidemos aquello en lo que tenemos que pensar hoy.

–¿Qué sería eso?

–Tenemos una serie de problemas con los trabajadores, hay una nueva embestida neoliberal que busca desprotegerlos más. Se está convirtiendo el trabajo en una mercancía: hay un alquiler de trabajadores que está creando una nueva plusvalía: el diferencial entre el que contrata a los trabajadores y se los manda al otro, al tiempo que recibe un dinero que parte de esa suma. Esto es un despojo en beneficios laborales, porque a esos trabajadores no los alcanza la negociación colectiva del lugar donde están trabajando. Son trabajadores que generalmente tienen condiciones y contrataciones precarias, diferencias salariales por hacer el mismo trabajo. Allá en Panamá, lo vemos incluso en empresas nacionales de servicios públicos. Acá en Uruguay, es posible que sea distinto, porque por ahí tienen un sindicalismo más desarrollado, con más fuerza y fiscalizador, pero en otros países –principalmente en Centroamérica y el Caribe– hay muchos problemas. Todo esto no lo podemos dejar a un lado por lo que va a venir. ¿Todo esto se va a resolver cuando tengamos ese mundo tomado por la tecnología, o va a empeorar? Yo creo que hay riesgos de que empeore.

–¿Desde qué lugar se minimiza ese riesgo?

–El neoliberalismo tiene una carga deshumanizante; la deshumanización es inherente. Lo que importa son los números, los indicadores macroeconómicos. Por otro lado, hay que preservar el sentido real de los instrumentos de los trabajadores: la libertad sindical, el derecho a la negociación colectiva, a la huelga. Son las armas que tienen los trabajadores para enfrentar desde el siglo XIX todas estas embestidas que han convertido el trabajo en una situación en la que la tecnología todavía no es suficiente para aliviar su peso. Todavía hay un sentido enajenante en el trabajo. Lo otro que se necesita es mucho diálogo social, pero para eso tiene que haber interlocutores fuertes y representativos, y si no hay libertad sindical, no es posible.

–La misma batalla de un siglo atrás.

–Totalmente. La vida es cíclica.