Cuando John Griffith Chaney, conocido como Jack London, comenzó su vida universitaria, en 1896, tenía sólo 20 años, pero ya había conocido el trabajo fabril en condiciones de explotación, había sobrevivido como ladrón de ostras en la bahía de San Francisco, había cambiado de bando para transformarse en patrullero de pesca, había cazado focas en Japón y Siberia, había paleado carbón, había hecho una especialidad de viajar oculto en trenes de carga y había pasado un mes en la cárcel acusado de vagancia. Y ya, tres años antes, había ganado el primer premio en un concurso literario y su cuento “Typhoon off the coast of Japan” había sido publicado por el Morning Call. La universidad de California le abrió puertas y puso a su alcance un universo literario más vasto que el que le había ofrecido en su infancia la Oakland Public Library, pero no fue por mucho tiempo. Sin llegar a graduarse, abandonó la vida académica para seguir el destino de aventurero y escritor que lo llevaría a ocupar uno de los lugares más destacados en la historia de las letras de su país y en el mapa de la escritura de su época. Y todavía no había llegado al Klondike.

El río del oro

La zona del Klondike toma su nombre del río que nace en las montañas Ogilvie, en Canadá, para desembocar en el Yukón, en la frontera con Alaska. Los nativos hän lo llamaban Tr’ondëk, que significa “agua del martillo de piedra”. La fiebre del oro de Klondike empezó con el descubrimiento, en 1862, de depósitos aluvionales en Alaska, a los que siguieron otros en el río Stikine, en el arroyo Gold Creek, en el río Stewart y en el Rabbit Creek. Hacia 1896 George Washington Carmack, su mujer (una squaw de la etnia tagish llamada Shaaw Tláa y más tarde conocida como Kate Carmack), su cuñado y su sobrino encontraron un yacimiento importante que reclamaron ante las oficinas correspondientes en Dawson City y se transformaron, de inmediato, en millonarios. La historia de su éxito llegó tan lejos como los cargamentos de oro que viajaron a bordo de los vapores Portland y Excelsior, el primero rumbo a Seattle, el último con destino a San Francisco, en donde un inquieto Jack London, de 21 años, escucharía el llamado.

El periplo por la zona fronteriza entre Alaska y el Yukón canadiense duró apenas un año y London no se hizo rico en oro, pero se llenó de historias. Convivió con los nativos de las zonas árticas, aprendió a distinguir los colores de la nieve, a hacer pan de masa madre, a colar piedras del río buscando pepitas, a comunicarse con gente llegada de los más remotos lugares y a sobrevivir en condiciones extremas en una región en la que nada era tan escaso como el alimento. Escuchó anécdotas que luego recompondría en relatos intensos y vibrantes, dramáticos, que lo transformarían en el escritor más cotizado de su época. Nada mal para un muchacho que había empezado a trabajar apenas terminada la escuela primaria.

Los libros del Gran Norte

Jack London había comenzado su viaje hacia el norte el 25 de julio de 1897, y estaba de regreso en San Francisco a principios de agosto del año siguiente. En los años posteriores, de 1900 a 1912, la experiencia serviría de base a un volumen increíble de textos, incluyendo crónicas periodísticas, novelas y cuentos. Son de esa época las novelas A Daughter of the Snows (1902), The Call of the Wild (1903), White Fang (1906), Burning Daylight (1910) y Smoke Bellew (1912), y numerosos relatos que fueron publicados en diarios y revistas, que con el tiempo serían recogidos en los volúmenes The Son of the Wolf (1900), The God of his Fathers (1901), Children of the Frost (1902), The Faith of Men and Other Stories (1904), Love of Life and Other Stories (1907) y Lost Face (1910). De estos volúmenes eligió Jorge Fondebrider (responsable también de la traducción y las notas) los 11 relatos que componen este libro que el año pasado, en el centenario de la muerte de London, publicó Eterna Cadencia con el título Once cuentos de Klondike.

Fondebrider advierte en la introducción que su trabajo de traductor buscó “acercarse al estilo de London sin disminuir sus virtudes ni ocultar sus defectos”. El escritor, como tantos otros altamente prolíficos y que vivían de la venta de sus relatos a los periódicos, tenía un estilo “más bien enfático y algo desprolijo”, que le daba prioridad a la trama sobre la prosa. Además, muchas de sus novelas fueron adaptadas para el público infantil y juvenil, y a la simplificación o hermoseo de las frases se le sumó la amputación de pasajes escabrosos o aburridos. Nada de eso ocurre en estos cuentos: la decisión del traductor de respetar el estilo original con todo lo que tiene de bueno y de malo permite disfrutar la acción, siempre atrapante, y valorar el lugar que el autor le daba al carácter de los hombres, a su determinación y a sus flaquezas, a través de las palabras que eligió para contarlas.

A la sombra del Círculo Polar

El libro se abre con Scruff Mackenzie, un astuto aventurero con pocas ganas de atravesar las enormes distancias heladas que lo separan de la mujer blanca más cercana, y que toma la decisión de encontrar una esposa en los territorios habitados por los Tanana Cross, aborígenes cazadores de mala reputación y poca paciencia con el hombre blanco. Sin más armas que unas provisiones extra de té negro y tabaco, Mackenzie se valdrá de toda su astucia y de las habilidades retóricas ensayadas durante las largas y solitarias noches de los últimos inviernos para convencer al jefe Thling-Tinneh de que le entregue a su hija. Es obvio que todo se le volverá en contra, pero la inteligencia superior del hombre blanco, su coraje y su sangre fría terminarán por imponerse. London es un maestro en eso que se conoce como “mantener el pulso del relato” y, desde el primer párrafo, en el que se enuncia la devastadora acción que sobre los hombres tiene la falta de mujer, hasta la última línea, en la que la inteligencia y la superioridad del protagonista quedan probadas, no hay un solo tramo en el que el interés decaiga o la descripción de la escena se vuelva tediosa. En otros cuentos, los protagonistas son perros o lobos; en alguno el personaje es un indio anciano que espera la muerte mientras ve cómo su tribu lo deja atrás. Cosacos, mercenarios y oportunistas de toda laya se buscan la vida entre los mosquitos del cortísimo verano, el hambre y las privaciones del invierno interminable, sostenidos únicamente por la voluntad de seguir aferrados a la vida. El último cuento, “Encender un fuego” –para muchos, el mejor de London–, es un concentrado de ese espíritu resuelto a avanzar contra toda esperanza y contra cualquier pronóstico sensato.

Decía Borges en el prólogo a Las muertes concéntricas que en Jack London “se hermanaron dos ideologías adversas: la doctrina darwiniana de la supervivencia del más apto en la lucha por la vida y el infinito amor por la humanidad” que había sustentado sus ideas socialistas. Lo cierto es que fue un aventurero, un conquistador, alguien que se hizo a sí mismo y que doblegó a la naturaleza y a otros hombres cuando fue necesario, que creyó en el progreso y que denunció, al mismo tiempo, la codicia, la desigualdad y la explotación. Campeón indiscutible de las letras de su país, su prosa puede ser más enérgica que cuidadosa, más vital que justa, pero es difícil imaginar un realismo de una belleza más brutal y conmovedora.

Los 11 cuentos de Klondike son una pequeñísima parte de la obra de un autor que a los 40 años, cuando terminó su vida, llevaba escritas “21 novelas, 20 libros de cuentos, cuatro volúmenes autobiográficos, 22 libros de ensayos, cuatro piezas teatrales y un importante número de libros de poesía”, según enumera Fondebrider. Una parte pequeña, sí, pero concentrada. Una muestra imprescindible de la escritura del siglo XX, de los días en que el progreso de la humanidad era visto como un destino inexorable al que se llegaba poniendo todo el cuerpo, todo el ingenio y todo el coraje.

Once cuentos de Klondike, de Jack London. Traducción, prólogo y notas de Jorge Fondebrider. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2016. 288 páginas.