Terminó. Por lo menos lo más grave terminó. Sin embargo, la inédita renuncia del vicepresidente obliga a la reflexión sobre el presente y el futuro de la política y del gobierno. La renuncia del sábado dejó derrotados, golpeados y heridos. Vale como advertencia, como señal y, principalmente, quizá como el inicio de una profunda reflexión sobre la izquierda, sus razones, sus formas de actuar, sus maneras de gobernar y de hacer política.
El bando de los asombrados
José Mujica es el primer derrotado. Asombró su ligereza durante todo el proceso. Supuso que no iba a pasar nada, supuso que las bases del Frente Amplio (FA) pondrían paños fríos a lo que era una erupción volcánica. El ex presidente no calibró ni la gravedad de los hechos ni el carácter de la militancia frentista. Al fin de cuentas, sabedor de que la estructura se conserva por ficciones y que sólo ofrece una sobrerrepresentación al Movimiento de Participación Popular y al Partido Comunista, Mujica supuso un alineamiento automático que salvaría a su delfín. Dos realidades golpearon a Pepe: una fue que primó el principio de realidad sobre la fuerza del dogma y de la autoridad; la otra, que Raúl Fernando cotizaba tan bajo que ni él podía levantarlo.
Sucedió algo muy llamativo: el Tribunal de Conducta Política (TCP), por unos días, fue el FA. Su veredicto, contundente y unánime, no daba lugar a dudas. Así, el TCP fue el penúltimo dique de contención del frenteamplismo. Si no se lo acataba, si no se aceptaba su resolución, ¿para qué existía la institucionalidad del FA? El último dique fue la militancia de la estructura. Añosa, desgastada, envejecida en su vida y en sus concepciones, la gente de los comités de base tomó la realidad por el cuello y marchó con ella, generando una correntada de rechazo a Sendic y de apoyo al TCP tan asombrosa como inesperada. ¿Por qué?
Angelo Panebianco sostiene que en los momentos de grave crisis política, cuando la base fundante de los partidos se ve cuestionada, las organizaciones tienden a volver a su pacto fundacional, a la búsqueda de su esencia primigenia. Los últimos 40 años están llenos de ejemplos, y la crisis de Sendic sintoniza con esta hipótesis.
No quiero decir con esto que los comités ni la militancia sean guardianes del frenteamplismo en estado puro o cosa similar. Pero sí sucede que el fallo del TCP y las vidriosas explicaciones del vicepresidente y los suyos no dejaban mucha duda sobre sus conductas. La ortodoxia tradicional hubiera barrido bajo la alfombra y apoyado al “compañero atacado, en las buenas y en las malas”, pero se optó por no negar y aceptar lo inevitable. Sin querer, la gente generó una nueva regla, que se podría expresar así: “No somos puros, pero nos diferencia la manera en que resolvemos los hechos de corrupción”. Y al hacerlo, el FA se salvó a sí mismo. “Luis debe morir para que la nación viva”, sentenció Robespierre al fundar su voto a favor de la ejecución del rey. Sería una exageración suponer una veta jacobina en la decisión de las bases, pero la tentación del símil es demasiado fuerte. Quien escribe escuchó en estos días a militantes decir una y otra vez: “Hay que salvar la herramienta”.
Nada pudo hacer Mujica ante esta realidad que no vio ni previó. Cuando todo se caía, adelantó la posibilidad de su candidatura para 2019, como amenaza, como revancha, como chantaje o como una advertencia, en una suerte de foquismo electoral del siglo XXI. Ya ni siquiera esa posibilidad espanta, lo que profundiza aun más la derrota política del ex presidente. El domingo post mortem, su análisis no fue más allá de la preocupación por los votos que se podrían perder en el Parlamento si el grupo de su heredero frustrado entrara en rebeldía. Algo poco trascendente, teniendo en cuenta que su partido se salvó de un abismo sin retorno.
La renovación de la izquierda
El golpe a Mujica es, también, un porrazo a un estilo, a una concepción de la política de izquierda. No sólo cayó la ligereza de los juicios, la superficialidad del análisis o la subestimación de la gente, la crisis de Sendic pone sobre la mesa una serie de cuestiones que la izquierda debería empezar a solucionar definitivamente.
La resolución del Plenario y la renuncia del vicepresidente fortalecieron al FA. Ese 20% que las encuestas mostraban alejado, potenciales votos en blanco, estaba a la espera de una decisión acorde con la esencia fundante del FA y de la izquierda. La señal del oficialismo, para adentro y para afuera, es altamente positiva: muestra a las claras que estamos en un sistema en el que gobiernan las reglas y no los hombres, en el que el peso del liderazgo tiene “el freno de la ley” que nos iguala y nos protege. Pero este hecho, al parecer tan simple, tiene grandes implicancias en el desarrollo de la izquierda y condensa cuestionamientos a la burocracia, a la ortodoxia, al caudillismo, a la militancia y a las “garantías del contrato”.
El gobierno de leyes es un gran avance como herramienta de transformación social, y será desde ahí que se radicalizará la democracia en sus múltiples dimensiones. El caudillismo es un atraso que nos retrotrae a la tiranía, que es uno de los pilares del totalitarismo. La izquierda del siglo XXI no aspira a una sociedad militante, por imposible y porque las experiencias han sido nefastas. Y para no caer en esto, el mejor antídoto es concebir y apoyar una izquierda ciudadana, que asuma lo plural, lo diverso, lo alternativo y, principalmente, la legalidad como forma de gobierno. La representación debe ser más que la militancia. El peso de la gente decidiendo con su voto debe ser más importante que la permanencia en un local o la concurrencia a reuniones los jueves y a comisiones el resto de la semana. La crisis de Sendic refleja que triunfó la legalidad sobre la ortodoxia clásica, y que, al fin y al cabo, los frentistas no confunden compañero con cómplice.
Podemos estar tentados en señalar una contradicción en el hecho de que la misma militancia añosa y clásica con su actitud de apoyo al TCP salvó a la izquierda de la debacle, haciendo a un lado el habitual amparo al compañero por el solo hecho de serlo. Sí, pero en ese acto la estructura del FA, dialécticamente, se transformó en su contrario y, sin quererlo, como pasa siempre en la historia, podría haber sentado las bases de algo nuevo y mejor.
El nuevo contrato
Hacer política implica transar, pero no a tal grado que no nos reconozcamos a nosotros mismos, decía Javier Barrios Amorín. Fue, también, ese límite natural de lo político lo que perfiló a la izquierda renovada; lo legal prima sobre lo político, y lo político no puede superar jamás las fronteras éticas.
Recordar eso nos lleva al pasado para repensar el futuro. En 1971 el FA hizo un contrato con la ciudadanía fundado en lo dicho y en la necesidad de la democracia transparente, sin trampas, de la legalidad radical y de la ética como brújula en la acción. El affaire Sendic trastocó las reglas del contrato. La presión de la gente, la resolución del TCP y la decisión del Plenario salvaron la historia en gran parte. Sin embargo, aquel trato de hace 46 años quedó golpeado y dejó en evidencia sus partes agotadas.
El FA debe reconstruir el contrato con la gente, pero en base a las novedades que planteamos más arriba y otras que este limitado escriba no visualiza. Quizá esa sea la piedra refundacional que le permita al FA mantener el poder para profundizar su proyecto. Esquivar esa decisión puede terminar mal. La izquierda no debe olvidar que estuvo al borde del precipicio. Salir de esa orilla peligrosa implica tomar otros caminos: no se puede dar un paso en ciego hacia adelante.