El suicidio en Uruguay es la clave más interpelante de los relatos construidos sobre el país de las cercanías (Carlos Real de Azúa), la sociedad hiperintegrada y homogénea (Germán Rama), la Suiza de América y la del “como el Uruguay no hay”. En este contexto, la realidad fue duramente cuestionada por la “generación crítica” y por diversas manifestaciones artísticas que no dejaron de expresar la melancolía, la tristeza, el presentimiento de lo mortal, lo grotesco, la depresión, el miedo y el pesimismo.

Cuando se piensa o pensamos el Uruguay de comienzos del siglo XX, surge la referencia al proyecto batllista, en el que el Estado se consolidaba como el motor integrador de una sociedad naciente. Pasamos rápidamente revista a las décadas del 20 y del 30, en las que nos encontramos con obras majestuosas propias de un país próspero, llámense Palacio Legislativo, estadio Centenario, rambla montevideana, entre otras. En la década de 1950 se consolida esa mentalidad ganadora con el maracanazo y el neobatllismo, de la mano de Luis Batlle Berres, con lo que se marca un país de excepción y se ratifica en el imaginario de “la Suiza de América”. Este período, si bien estuvo marcado cultural y socialmente por fuertes avances “sociales”, muestra y oculta una de las tantas “grietas en el muro”, como lo es el suicidio en nuestra sociedad, fenómeno que comenzó a generarse ya en esa Suiza de América y alcanzó ciertas características estructurales que perduran aún en nuestros días.

En 1908, en ese mismo país batllista, la tasa ya era de 9,8 cada 100.000 habitantes. Posteriormente tuvo su primer pico histórico en 1934, con un valor de 17,3. Tal vez esto sea indicativo de un proceso de pérdida de líderes (con la muerte de José Batlle y Ordóñez en 1929) o de la imposición de un freno al impulso batllista y el coletazo de la crisis de 1929.

Años después, la tasa evoluciona con una caída leve hasta comienzos de mediados de los 80, para comenzar el ascenso continuo hasta que, en 2002, con una crisis primero económica y luego social histórica, se supera aquel pico, con una tasa de 20,9 cada 100.000 habitantes. La evolución de la tasa de suicidio en los últimos 30 años en Uruguay muestra tres características a destacar: primero, que en todos los grupos de edad presenta un crecimiento sostenido, y los que se destacan son los jóvenes adultos y los adultos mayores; segundo, la tasa de suicidio de los jóvenes adultos es las que más crece porcentualmente, en comparación con los otros grupos de edad; por último, los adultos mayores presentan las tasas más estables y altas. Por otro lado, es paradigmático cómo el proceso ni se revierte ni se detiene cuando la sociedad entra en la fase “positiva” de recuperación, lo que exige una mirada más aguda sobre los conflictos latentes y sobre las dimensiones de una violencia eminentemente implosiva.

De 2005 a 2016 Uruguay pasó por una recuperación de sus indicadores sociales de bienestar, lo que se reflejó en las medidas de pobreza, indigencia, desempleo, etcétera. A pesar de ello, llegamos a prácticamente la misma tasa de suicidio en 2016 que en 2002, con un valor de 20,4.

Seguiremos pensando que es un tema psicológico, individual e intrafamiliar, marcado por una esquizofrenia, y no miraremos más allá del núcleo, como un problema de grupos sociales o ciertos tramos de edad.

Seguiremos pensando que los suicidios son por condiciones climáticas, o en invierno, cuando los datos contradicen o evidencian otra realidad.

Seguiremos pensando que las armas de fuego predominan como método, pese a que su participación es más elevada entre los adultos mayores, mientras que entre nuestros jóvenes adultos el ahorcamiento es el método más utilizado. Seguiremos pensando que es un tema de hombres cuando en realidad es un tema de masculinidades y opera antes contra el propio hombre, luego de los divorcios o separaciones, o por no obtener en el mercado el sustento material o económico, no lograr superar las crisis laborales y culturales, entre otras situaciones que interpelan una moral del consumo y la provisión.

Seguiremos pensando que es un tema de tal pueblo en tal lugar, cuando en realidad los escasos casos no permiten adjudicar estadísticamente comportamientos geográficos contundentes.

Seguiremos pensando que es un tema histórico y tradicional, cuando en realidad se puede pensar que los procesos de “desruralización” o modernidad inconclusa en ciertos contextos pueden ser una fuente de desesperanza.

En definitiva, todo lo que pensamos y actuamos se eclipsa y silencia con aquellos gritos que se cuelan por entre las grietas de los muros de nuestra modernidad.

Víctor González y Pablo Hein, docentes e investigadores del grupo de investigación “Comprensión y prevención de la conducta suicida” y del Departamento Sociología.