Cuando las izquierdas llegaron al gobierno, su horizonte utópico se vio radicalmente alterado. Dejó de ser horizonte para ser el aquí y ahora, dejó de ser utopía para transformarse en la administración de lo real y concreto. Tuvieron que administrar, con perspectiva estratégica, los desafíos de corto plazo que le imponían estructuras que, como el Estado y el mercado, fueron construidas siguiendo una lógica que les era ajena. No surgieron de una revolución, sino de las urnas. Las estructuras que heredaron eran unas que las izquierdas sabían enfrentar y denunciar estando en la oposición, pero que resistieron ferozmente cualquier intento de transformación política (pensemos en el Poder Judicial o las Fuerzas Armadas). A lo anterior se suma el hecho de que la izquierda debe gestionar y transformar al mismo tiempo. Cuando se dé cuenta, estará más ocupada en gestionar que en transformar.
Por eso la famosa frase de “administrar el capitalismo” es un callejón conceptual sin salida. Las izquierdas gobernantes latinoamericanas que lograron triunfar casi en los albores del siglo XXI no solamente tienen que administrar el capitalismo, sino uno periférico, subordinado, excluyente y colonial. O sea que tienen que superar primero las limitaciones que esta forma del capitalismo impone al desarrollo nacional. Y este desarrollo es intrínsecamente capitalista. No puede no serlo. A modo de ejemplo, el Frente Amplio del 71 tenía como objetivo superar las trabas que impedían el desarrollo nacional y condenaban a Uruguay al atraso, al subdesarrollo, a la desigualdad y al autoritarismo. Identificaba con claridad los factores que se oponían al desarrollo nacional (los estancieros, la banca transnacional, el comercio internacional) y pretendía superarlos.
Pero para hacer desarrollo “por izquierda” (y no reproducir el modo capitalista, subordinado, excluyente y periférico) tienen que cumplirse tres condiciones. La primera es que este desarrollo capitalista debe ir de la mano con la generación de alternativas productivas y distributivas de carácter socializante que vayan construyendo otra cosa, aunque más no sea en los márgenes. La economía social, el cooperativismo, el sindicalismo, las empresas públicas, la participación ciudadana en la construcción de políticas públicas son parte de esta tarea.
La segunda condición es que este desarrollo capitalista sea capaz de transformar la estructura de desigualdad social. Las grandes mayorías deben ser beneficiadas y los sectores que más se han beneficiado de la desigualdad deben ver restringidos sus privilegios. Si luego de una o dos décadas de desarrollo sostenido la izquierda no logró alterar la desigualdad estructural, ni la estructura patrimonial del país, ni la acumulación en capital humano de los más pobres, no habrá construido desarrollo alternativo de ningún tipo.
En tercer lugar, se debe reducir la vulnerabilidad de la inserción internacional si se quiere superar las limitaciones que la división internacional del trabajo impone (vender materias primas para comprar productos industrializados en una primera etapa, y enajenar el propio sector productivo primarizado al capital internacional, en una segunda). Esto los países no lo pueden hacer solos, y esa es la razón por la que se busca intensamente una integración de sus cadenas productivas y la negociación comercial conjunta con los bloques económicos de los países del capitalismo central. Pero, aunque no lo puedan hacer solos, cierta “autarquía” es deseable, en la protección de las empresas públicas, de normas propias que permitan tener soberanía sobre las decisiones domésticas y de reserva de mercados estratégicos. Si luego de una o dos décadas de desarrollo el país enajenó sus activos públicos, celebró acuerdos con terceros que lo obligaron a tratar al capital transnacional igual que al propio y aprobó leyes que restringen su autonomía como país para regular, producir o distribuir bienes y servicios en el territorio, ha contribuido a exacerbar su condición de país periférico y dependiente.
Esta es la razón por la que el tema del desarrollo se vuelve central en las agendas de la izquierda. No es que la izquierda haya nacido “desarrollista” o se haya vuelto “desarrollista”. Al ganar gobiernos bajo las reglas de la democracia capitalista, enfrenta los problemas concretos y reales del desarrollo. Si no hace estas cosas, en el corto plazo perderá el gobierno, que no es el único factor de poder que tiene (tiene partidos, organizaciones sociales, intelectuales), pero es el más importante. Y si consigue impulsar el crecimiento económico, traer bienestar a las mayorías nacionales, pero fracasa en la transformación de la estructura social o profundiza el desarrollo periférico o dependiente, fracasará en el largo plazo, aunque pueda mantener el gobierno.
Tres utopías para una izquierda del siglo XXI
Las utopías de la izquierda son, en algún sentido, las mismas que animaron a las pretensiones socialistas de antaño y, en otro, han sido tan radicalmente transformadas por los cambios sociales que difícilmente encuentren hoy una formulación única, y menos en el campo de la política. Comenzaré por las primeras, propias del campo del socialismo, seguiré por las utopías que se abren paso con la Modernidad y terminaré con algunas bien propias de nuestro tiempo. Las llamare utopías igualitarias, utopías identitarias y ecoutopías.
Las utopías de igualdad aparecen muy vinculadas a los ideales socialistas de fines del XIX y XX, pero son, propiamente, ideologías que en todo tiempo y lugar han encontrado espacios propios de formulación. Contabilizo aquí la idea de un mundo sin explotados ni explotadores, sin desigualdad entre poseedores y desposeídos, sin propiedad privada de los medios de producción y donde los modos de vida de las personas estén determinados por sus capacidades y necesidades. La lucha contra la desigualdad de género es poderosa, reaviva continuamente nuestro ideal de un mundo de iguales y exhibe otros aspectos del ideal de la igualdad secundarizados en la lógica de la “lucha de clases”.
Los ideales de igualdad también iluminaron las luchas contra el colonialismo, contra el racismo y, en particular, en América Latina asumieron, junto con la “despatriarcalizacion”, el compromiso de la “descolonización”. Las luchas antipatriarcales, al mismo tiempo, se erigieron contra la heteronormatividad e invadieron el campo de la segunda utopía: la identitaria. Finalmente, las luchas por la igualdad que guiaron las batallas por la democracia supieron traer consigo la utopía de “igual poder” y la de un mundo sin dominación; sin dirigentes ni dirigidos, y donde todos seamos gobernantes y gobernados (el “mandar obedeciendo” de Evo Morales).
Creo que la utopía de la igualdad es la más importante de todos los tiempos y la izquierda no debe nunca permitir su secuestro en nombre de teorías de la justicia más o menos atractivas. La idea de la igualdad es más fuerte y más atractiva que las ideas de libertad (hasta por el hecho de que esta siempre requiere ser formulada como: ¿libertad respecto de qué?).
La anomia de la Modernidad (y el individualismo) propia del desarrollo de Occidente dio paso a todo tipo de utopías de identidad. La de la vuelta a la “comunidad” es la que está más a mano, pero las identidades han buscado –infructuosamente, a mi juicio– el puente entre el individuo en su soledad y el mundo ancho y ajeno, expandido en su inmensidad y aprehensible en la inmediatez gracias a la revolución en las telecomunicaciones. La conectividad ha permitido una sociedad en red que trata de realizar el ideal comunitario por medio de nuevas mediaciones que nos permiten superar la estrechez de nuestro mundo cotidiano, en el que la soledad se asienta sobre el derrumbe de los viejos sistemas colectivos e identitarios del pasado (trabajo, familia, comunidad). La utopía de ser “con otros”, pero sin renunciar a ser irreductiblemente nosotros mismos, es la única que conecta con el ideal de felicidad humana y es la que la izquierda menos entiende.
Finalmente, las ecoutopías remiten a una relación distinta entre el hombre y la naturaleza e invocan a la realización de una “nueva alianza” entre el ser humano y el mundo de la vida. Fuertemente cuestionadoras de los modelos de producción y consumo, deslegitimadoras de los modelos de crecimiento, son, hoy en día, las utopías más críticas del capitalismo que conocemos. Absolutamente residuales en el pensamiento de la izquierda, han encontrado, sin embargo, formulaciones políticas en los ideales del buen vivir en los procesos políticos del mundo andino, y una vasta y rica discursividad en el ecofeminismo y su defensa de la vida contra el modelo necrófilo del patriarcado.