Debate programático | A un año de las elecciones nacionales, este mes Dínamo propone centrar el debate en aspectos programáticos. En las próximas semanas incluiremos columnas sobre educación, producción y seguridad, entre otros temas, pensando en los desafíos y las discusiones pendientes que tiene el país.

***

Una estrategia sustentable de seguridad pública tiene que poner el foco en construir convivencia, asumiendo que una comunidad más segura es aquella donde está más extendida la cultura ciudadana. Por eso es importante tener en cuenta que en una sociedad hay cuatro anillos de seguridad y que de su interrelación surge la inclusión o la factura social. El Ministerio del Interior y la Policía actúan en el cuarto espacio, que por otra parte es donde desborda todo lo que salta desde los anillos precedentes.

El primer anillo es la propia conciencia del individuo, que opera como regulador básico de la vida con otros. La sociedad segura funciona por medio de un pacto de obviedad por el que cada uno de nosotros hace o deja de hacer acciones por un mandato moral que si lo rompemos nos hace sentir mal. Es lo que se denomina “la voz de la conciencia” o “la voz interior”, que nos permite “estar en contacto con nuestros sentimientos morales, que tienen importancia como medio para la finalidad de actuar correctamente”.1 A pesar de que en la vida cotidiana existen innumerables ocasiones de delinquir, no todos lo hacen. Su primera valla de contención es la conciencia y la frontera que cada uno traza sobre lo que está bien y lo que está mal. Esa conciencia es producto de un contexto que te moldea pero no te predefine.

El segundo anillo se compone de los grupos sociales a los que se pertenece, que tienen la capacidad de ejercer el control social y la sanción moral a conductas o acciones que rompen el pacto de obviedad dominante. Una sociedad con capacidad de inclusión es aquella en la que múltiples actores interactúan con los individuos y ayudan a erigir límites y senderos de integración. La familia, la escuela, el trabajo, el barrio y referentes positivos construyen un entramado de relaciones que educan. Cuando eso funciona, acciones aisladas de comportamiento son modeladas por estas instituciones. Pero el problema comienza a aparecer cuando en alguno de esos ámbitos la construcción cultural consolidada es la de la cultura de la ilegalidad. En ese caso, la conducta que se respalda es la transgresión a la norma y lo díscolo comienza a ser lo otro.

Hay un tercer anillo que opera en la seguridad y la convivencia que son las normas legales, las instituciones y los mecanismos que las hacen cumplir. Las normas son marcos de referencia para la vida humana, y la capacidad de las instituciones de aplicarlas construye el respeto hacia ellas. Un ejemplo es la política vinculada a la velocidad en el tránsito o a conducir bajo los efectos del alcohol. Una persona puede tender a no respetar los límites, y quienes viajen con él tal vez también. Pero si hay una norma clara que lo prohíbe y mecanismos eficientes para hacerlo cumplir, puede que este tercer anillo sea el que opere en realidad para que la conducta no se ejerza. En ese caso, el dique de contención habrá sido la preocupación por ser multado o que le saquen su libreta. Sea cual sea, el mecanismo de regulación habrá funcionado. En este tercer anillo hay un conjunto de instituciones que tienen por objetivo hacer cumplir y controlar las normas. De su eficiencia dependerá que muchas acciones no ocurran y no se transformen en conductas delictivas. Por ejemplo, los controles aduaneros, del Banco Central del Uruguay y de la Dirección General Impositiva (DGI), entre otros, son claves para disuadir el lavado de dinero, el contrabando, la estafa y un conjunto de delitos identificados como “de cuello blanco”. Si hay controles eficientes, la disuasión será más efectiva.

Cuando las situaciones requieren que exista prevención y represión del delito por parte de los organismos especializados es porque los demás ámbitos no han cumplido su función de inclusión. El Ministerio del Interior y la Policía operan en este ámbito junto con la Fiscalía, que dirige la investigación, y la Justicia como responsable última de la sanción penal.

No hay un modelo sustentable de seguridad si lo único que nos proponemos es reforzar el último anillo, porque lo clave en una sociedad que construye convivencia es que se evite la llegada de personas a ese nivel. Un modelo de seguridad sustentable en una sociedad es aquel en el que los anillos de seguridad son fuertes y se basan en la capacidad de los individuos de autorregularse. Por lo tanto, la batalla por una sociedad más segura es primero cultural.

Las acciones necesarias

Concebir la construcción de la seguridad de esta forma de ninguna manera implica negar la importancia de una Policía con liderazgo y respaldo, profesional, capacitada y con capacidad logística. Hay un trípode donde debemos pararnos. Por un lado, el ejercicio de la autoridad sin complejos, que implica el respeto a los derechos humanos y la Constitución, pero actuando en forma activa y persistente sobre el circuito de la impunidad.

El segundo elemento debe ser equilibrar la agenda de derechos con la agenda de las responsabilidades en la sociedad. La verdadera integración y dignidad de las personas radica en la posibilidad de ejercer responsabilidades y derechos para ser parte de la sociedad.

El tercer componente es concebir que una sociedad más segura es la que promueve, en sus más amplios términos, la convivencia pacífica entre las personas, donde la mediación y el diálogo se construyen colectivamente.

Por eso, a la hora de iniciar un debate sobre seguridad es importante tener una perspectiva amplia del problema.

Por ese motivo he optado en este artículo por referirme a las estrategias que deben ser transversales a estos cuatro anillos de seguridad. Más adelante habrá ocasión de ahondar específicamente en las transformaciones específicas que son necesarias en la Policía y el Ministerio del Interior como parte de los cambios en proceso.

Hay un Uruguay mayoritario, integrado y con niveles crecientes de bienestar y desarrollo. Aunque no es homogéneo, comparte en términos simbólicos un relato de país que se estructura en valores vinculados a la cultura del trabajo, el respeto a las normas y el valor de la educación.

Sin embargo, existen enclaves claramente localizados en el territorio, donde la exclusión persistente, la trama urbana fracturada y la subcultura criminal se retroalimentan con infraestructuras urbanas de pésima calidad y viviendas precarias, con altos niveles de hacinamiento y necesidades insatisfechas. La vulnerabilidad social y económica es el común denominador de esas áreas, con servicios públicos que existen, pero que fracasan en su capacidad de integrar e incluir.

En esos enclaves barriales tenemos zonas específicas con tasas elevadísimas de personas vinculadas con el delito. Son circunscripciones territoriales donde se concentran personas que han salido de la cárcel en los últimos cinco años y que coinciden a su vez con las zonas de residencia de quienes están hoy privados de libertad.

La consolidación de esos enclaves territoriales está asociado a procesos de disputa de la legitimidad del Estado, y también a una dinámica creciente de puja por el control del territorio a cargo de grupos vinculados con el crimen organizado. Esto último se produce a partir de diversas modalidades: amenazas a vecinos para que no denuncien, control centralizado en un territorio del delito por parte de grupos organizados, instalación de comercios de fachada para la actividad delictiva, promoción de la incorporación de adolescentes a estructuras criminales con sentido de pertenencia, entre otros.

La fractura social en el área metropolitana es un proceso de larga duración que es necesario revertir en profundidad. La ciudad, al perder heterogeneidad interna a nivel barrial, favorece la implantación de incipientes guetos urbanos, debido al deterioro del desarrollo de códigos comunes y vínculos de solidaridad entre distintos sectores sociales.

De esta manera, aquella “sociedad de las cercanías” que caracterizó a Uruguay en las primeras décadas del siglo XX cede lugar, paulatinamente, a una “sociedad de fragmentos”, en la que los distintos sectores sociales no interactúan en el cotidiano, sino que se segmentan y segregan territorial, laboral, social y culturalmente.

Para mejorar la convivencia y la seguridad, además de seguir modernizando y profesionalizando a la Policía y su capacidad de respuesta, necesitamos intervenir en forma contundente los enclaves territoriales desde donde se nutren el crimen.

Hay que ir al origen y generar un shock de ciudad y de inclusión social. Por eso hablamos de una nueva generación de políticas urbanas y sociales para construir ciudad, que en definitiva es construir ciudadanía.

Estos entornos consolidan y favorecen el desarrollo de subculturas marginales, donde se priorizan las vías ilegales para alcanzar metas de realización social. El protagonismo económico lo asumen personas o grupos criminales organizados, que estructuran y segmentan el mercado del delito de forma tal de mantener un control sobre el vecindario. La influencia temprana de esta subcultura hacia adolescentes, e incluso niños de diez o 12 años, puede encaminarlos a optar por estas vías de la ilegalidad, incluso mucho antes de que puedan tener experiencia reales en el mercado de trabajo y en las vías convencionales de integración social, como el estudio y la formación.

A su vez, los hábitos y actitudes allí adquiridos desalientan la incorporación al mercado laboral, o motivan la búsqueda de trabajos ocasionales, sólo para complementar ingresos obtenidos por vías que consideran eficaces, situación cercana a lo que se describe como “el desvanecimiento de las fronteras entre las actividades legales e ilegales”.

En estos casos se invierte la secuencia causal que usualmente se sostiene. En general, se presume que las personas se involucran en la delincuencia porque tienen cerrada la vía al mercado de trabajo. Pero la instalación de esta dinámica de fractura social y cultural invierte esa relación, y hay que advertirlo: en muchas ocasiones la predisposición hacia el delito es lo que define su situación de empleo, y no lo contrario.

Pero cabe reconocer que, una vez que se instala la dinámica de la fractura, la existencia de opciones de empleo, a partir de la reactivación de la economía y la expansión de programas sociales, choca contra la consolidación de valores, códigos y comportamientos que sedimentó la cultura de la ilegalidad.

La confianza en la educación y el trabajo, que son los factores de integración, movilidad y protección social legítimos, no se asimila en forma automática. Un factor relevante, que opera como facilitador de ese proceso, es reinstalar la noción de ciudadanos que, entre otras cosas, se visibiliza en las condiciones materiales de su entorno urbano.

En Montevideo y su área metropolitana se observa un creciente proceso de concentración de la pobreza en espacios territoriales (zonas específicas en barrios o microcomunidades) donde también ocurre una concentración de comportamientos vinculados con el delito en sus diversas modalidades.

Por este motivo, parece pertinente el diseño y ejecución de un Programa de Intervención Urbana Integral que contenga una dimensión de focalización en la mejora de la calidad y la cobertura de programas sociales especialmente orientados a los niños y jóvenes, y también en la inclusión laboral.

Un segundo componente debería consistir en la mejora de infraestructura urbana básica que mejore condiciones de vida y mejore la convivencia.

Por último, un despliegue de una estrategia de investigación criminal y patrullaje que garantice una desestructuración de grupos de poder vinculados al crimen que ejercen violencia extrema.

Este programa debería, en primer lugar, reordenar los recursos estatales que se orientan hacia determinados territorios para mejorar su eficacia y, a su vez, sumar nuevos recursos. Los nuevos recursos se estiman en 50 millones de dólares por año durante todo un quinquenio.

Una nueva generación de políticas sociales y urbanas tiene que poner el foco en revertir la ciudad fracturada. Es posible hacerlo. Y no sólo es posible, es necesario.

Gustavo Leal es sociólogo.


  1. Taylor, C. (1994). Ética de la autenticidad. Barcelona: Paidós.