“Nadie tiene que dar lecciones al padre sobre cómo adivinar las intenciones del hijo”, dice el señor Bendemann en el cuento largo “La condena”, que Franz Kafka escribió en 1912. Más allá de la elección del traductor (que mis nulos conocimientos de alemán me impiden criticar), en el original la palabra clave es durchschauen, que por lo que entiendo puede significar tanto lo que el traductor decidió, “conocer las intenciones de alguien”, como también su “esencia” o “entenderlo” de una manera profunda: al estar formado por el verbo schauen en conjunción con el prefijo durch, me explican, uno podría decir que de lo que se jacta el personaje de Kafka frente a su hijo es de poder ver “a través de él”, de “calarlo”. En todo caso, si eso parece ser una habilidad específica del padre, acaso para el hijo sea distinto; acaso para el hijo sí sean necesarias lecciones, el encuentro de una suerte de manual imposible que enseñe a leer al progenitor, comprenderlo.

De algún modo, ese problema es el que se planteó Kafka (que prefirió, en ese y otros textos más autobiográficos, explicar el lugar del hijo), y Daniel Guebel en su último libro. En una virtuosa conjunción de narración del yo y ensayo, el argentino pone frente al espejo de la letra la figura de su familia: de su madre, de su hermana menor, de sus abuelos, de unos tíos, pero sobre todo de su padre, una sombra que se extiende sobre El hijo judío en pasajes que relatan con calculada calma los castigos corporales recibidos, la postergación, el tiempo que abren la amenaza y la orden.

En efecto, en el “Ya vas a ver la que te espera cuando venga tu padre” (estribillo que recuerda a Erdosain, el protagonista de la novela Los siete locos, de Roberto Arlt –1929–, que cuenta otra amenaza: “Mañana te pegaré”) Guebel ve la condensación de una crueldad, de una promesa que es, por otra parte, la de la Ley y la de la religión: en el cristianismo uno vive esperando la vida entera para ser juzgado por el Padre, que todo lo ve, y dirá si merecemos su contemplación o el castigo eterno. Y, de hecho, aunque Guebel se vale más de las herramientas kafkianas (es decir, las del pensamiento judío) para desentrañar el inefable misterio de la Ley, don del padre, también utiliza ideas propias de la escatología católica, como cuando explica la necesidad de la creencia en la Virgen, nexo imprescindible entre el hombre y Dios.

Mandatos

Pero la preocupación de Guebel es, en primer lugar, ese tiempo siniestro que se implanta con la espera del dolor y que comporta una duplicación: remite a cierta satisfacción paterna, de consolidación de un lugar jerárquico, que se alimenta de la agresión, pero a la vez lleva a la culpa, que extiende ese infierno en un llanto apagado, del padre encerrado en sí mismo y lamentando algo que, paradójicamente, sólo le corresponde a él terminar, como si cumpliera una suerte de mandato.

La noción de mandato, por cierto, también está presente porque, sobre esa violencia paterna, la transmisión del sacrificio a través de las generaciones es una marca cultural. Así, en el golpe y la sujeción vive la compensación angustiosa de saber que el abuelo, como el Dios del Antiguo Testamento, era todavía más inclemente, más inflexible, más brutal. Pero, además, este doble movimiento de placer-culpa pervive en el hijo también, que se siente compelido a satisfacer al padre en sus esperanzas y proyecciones y tentado a salirse de esa norma impuesta, aun a sabiendas del costo.

La rosca, que termina con un giro trágico (el padre, como en la película The Savages, de Tamara Jenkins –2007–, pasa de ser fuente de temor a imagen pálida de sí mismo, dispuesto a la voluntad de los hijos en la vejez), es el transcurso de una vida en la que pesan la tradición, el sometimiento, la humillación, pero en la que también tiene cabida el perdón.

Las tretas del débil

En esta historia circular y mínima, pero con proyección sagrada, Guebel deja entrar la gran historia, la infancia en dictadura con un padre cuya organización política estaba proscrita, un hombre que, dice el narrador, “se tenía por uno de esos iluminados capaces de cambiar el rumbo de la humanidad”. En este pliegue de lo político entran en juego dos lenguajes que se le muestran desconocidos al niño y parecen encerrar un peligroso secreto, a la vez que ponen en evidencia la arbitrariedad radical de la lengua. Aunque este idioma está cifrado en parte en el grafiti que “parecía contener un mensaje erótico, se reiteraba cuadra tras cuadra, y era una letra P que introducía su extremo inferior en la abertura de una V corta”, junto al símbolo que prometía el retorno de Juan Domingo Perón (que tiene una correlación evidente con el retorno soñado del Hombre y del Reino), hay para el niño otra lengua secreta, el idish, que hablan sus mayores para ocultarse y proteger lo suyo. En la intersección, entonces, de la condición de doble extranjería de su padre, comunista y judío, se forma una idea de la vida como encubrimiento, del disimulo como arma, y es en ese rasgo donde se puede encontrar una nueva clave de lectura del libro.

En un ensayo de reciente publicación (en el volumen Mad, Bad, Dangerous to Know), dedicado al padre de James Joyce, un alcohólico violento, Colm Tóibín sostiene que es porque Joyce encontró tan cautivante el espacio entre lo que sabía de John Stanislaus y lo que sentía por él, que “forjó un estilo capaz de evocar sus ambigüedades estremecedoras combinando la necesidad de ser generoso con la de ser fiel a lo que había sido en todas sus variedades y su amplitud, y por cierto también en su dolor y su miseria”. De manera similar, en el brumoso espacio que se abre en la vida familiar del escritor en El hijo judío es donde crecen sus aspiraciones literarias y surge el gusto por la lectura, la pasión por el exotismo, su trato con las palabras, la búsqueda de un paraíso perdido que necesariamente se encuentra siempre desplazado, como en transferencia.

Una anécdota de origen: el niño no quiere comer y el médico (otra encarnación de la Ley) prescribe hambrearlo, pero, por suerte, la abuela soluciona el asunto con un plato ilustrado, que da ganas de comer aunque sólo sea para descubrir el dibujo que se encuentra al final del alimento. En esa escena (que se recuerda y se inventa a la vez) se superponen la restricción, la imposición del sufrimiento, el carácter casi irreconciliable entre los mayores y el niño, y el hambre a la vez literal y metafórica, que funciona como combustible del espíritu creador, que atraviesa el padecimiento y encuentra, al fondo mismo del trance, la anhelada marca que posibilita la creación, el sueño, la salida del mundo y su recreación.

El hijo judío | Daniel Guebel. Buenos Aires, Random House, 2018. 176 páginas.