El primer plano que tenemos de Roma es el de un avión surcando el cielo. Sin embargo, la cámara no lo toma mirando hacia arriba, sino en el reflejo de unas baldosas baldeadas con agua y jabón. Así de simple, la composición concentra tres terrenos (agua, tierra y aire) y de algún modo juega con el espíritu general del film: lo terrenal, sucio y baldeado, como espejo de lo divino en el cielo.

Las baldosas de la gigantesca casa de la familia para la que trabaja Cleo (Yalitza Aparicio) guardan en sí un detalle metafórico más: no importa cuán limpia tengan la casa, cuán amplios y coquetos sean sus espacios, cuán diligentes sean la mucama y la cocinera, cuán atenta sea la madre y cuán obedientes sean los niños, el garaje de la casa siempre está cubierto de caca de perro. Puede parecer un detalle bizarro, pero no lo es. Obedeciendo al principio clásico de la formación reactiva freudiana, no es poco común que en casas hiperelegantes e inmaculadas conviva con extraña indiferencia un elemento sucio que quiebra con el todo, como si fuera una verdad que se resiste a ser callada, aunque no resulte estridente a los oídos y los ojos de los demás. Aun así, tardamos un tiempo en saber qué es esa caca que está tan delante de las narices de la familia, pero que todos dejan crecer como matas en un jardín.

Todo lo que vemos en la arquitectura de ese garaje parecería darnos, plano a plano, un montón de información sobre el funcionamiento de la familia –y, si me atreviera a lanzar una hipótesis valiente, de México entero–. La madre y los niños aguardan por el padre, que permanece fuera de casa por largos períodos (más tarde sabremos cuál es la naturaleza de estas ausencias). Cuando llega, su mujer, los cuatro niños, las niñeras y el perro lo esperan con incontenible emoción, iluminados por la potente luz de los faroles del auto. Alfonso Cuarón elige no mostrar al padre de primera. Por el contrario, la cámara se detiene en detalles del Ford Galaxie, un auto paquidérmico cuya entrada al garaje parece una intrincada jugada de Tetris. La escena es graciosísima, pero a la vez nos muestra la verdadera dimensión de esa figura patriarcal: en una primera instancia, la llegada parece a toda pompa, la imagen de algo gigantesco y suntuoso que aparece en escena como si fuera la llegada de un sultán presentándose en un palacio montado en un elefante; sin embargo, con cada maniobra que da el auto esa imagen adquiere un punto de ridiculez, como si algo se fuera empequeñeciendo, hasta que damos con el verdadero conductor del vehículo: un hombre apocado, pequeño y nervioso, más preocupado por irse de nuevo que por disfrutar de la compañía de sus hijos. Sólo con esta serie de detalles podemos anticiparnos a tres cosas: primero, el padre como un ídolo de barro construido por todos los familiares; segundo, algo medio patético alrededor de su figura, como si fuese una manera de hacer contrapeso a una crisis de mediana edad; y tercero, un reflejo de la economía de esa familia, con anhelos de alto estatus social pero una realidad que la aprieta, más allá de las apariencias.

Cuarón siempre logró hacer que el comentario social se escabullera entre los bordes del plano. Las escenas abren el plano un poco hasta que aparece algo más allá de los protagonistas, o la escena se prolonga un poco más allá de la acción principal. Esto ya podía verse en ¡Y tu mamá también! (2001), que a primera vista podía pasar como otro film más del género “coming of age” pero que, en el fondo, detrás de todo lo sexual que nos estallaba en la cara, mostraba que el verdadero corazón latiendo debajo de los tablones era la realidad mexicana. En aquel primer ejercicio, sin embargo, este peso del background no aparecía tan camuflado, muchas veces mediado por un voiceover que nos contaba azarosamente la historia al margen de algún personaje, algún lugar u objeto que Maribel Verdú, Diego Luna y Gael García Bernal se cruzaban. Para Niños del hombre (2006) Cuarón descubrió que no era necesario utilizar la voz. Simplemente, extender la duración y amplitud del plano: sólo con filmar más, y un poco más de tiempo, la realidad –aun cuando fuera orquestada, o alternativa y distópica– leudaría como una masa que dejamos reposar.

Roma es el caso más fino de utilización de este recurso. No es sólo la belleza de la fotografía (del mismo Cuarón, que no tuvo nada que extrañar de Emanuel Chivo Lubezki): son las ideas que emergen de cada composición, manteniendo una férrea coherencia, sin jamás perder el aire.

En esta línea, la referencia más directa que se puede apreciar a lo largo de Roma es la de Akira Kurosawa. Más allá del guiño u homenaje al director japonés en aquella escena en que vemos, desnudo, al novio de Cleo haciendo una rutina de kenjutsu (una referencia medio directa al arte marcial de los samuráis), en donde más se ve este aprendizaje es en la composición de movimiento y en el uso del clima, o, más bien, de la colisión de distintos elementos a la hora de estructurar la escena. En la película, los conflictos sociales o familiares parecen transitar por estallidos de los elementos rebelándose a los hombres: la tierra, prefigurada en ese sismo que vive la protagonista en el hospital; el fuego, en el incendio que se arma en el bosque que rodea la finca de unos amigos de los patrones; el agua, en la escena casi final de la playa. De hecho, no es casual la aparición del agua como agente fundamental en las películas de Cuarón: casi todos sus films más insignes están articulados como una especie de peregrinación de los personajes hacia el mar: el trío de ¡Y tu mamá también! buscando una playa paradisíaca; el protagonista y la nueva esperanza de repoblamiento de la Tierra en una barca, aguardando el rescate en Niños del hombre; la astronauta interpretada por Sandra Bullock aterrizando en una bahía del océano Índico al final de Gravity (2013). En todas, el acceso al agua termina operando como una especie de purificación o nuevo bautismo.

Más allá de estas interpretaciones (y mucha más lana para tejer), lo que prevalece de Roma no es sólo el aspecto técnico, sino ese modo de manejar ideas con movimientos y planos, y la forma en que se hace un retrato de México y sus relaciones de poder sin jamás caer en los facilismos del patrón malvado o la pobre empleada (la escena de todas las empleadas colgando ropa en las terrazas de todas las casas del barrio Roma). Cuarón logra mostrar la injusticia, la soledad y la violencia, aun con momentos durísimos, sin perder jamás la humanidad, y eso, más allá de lo técnico, es algo poco usual en estos tiempos.

Roma | Alfonso Cuarón. México-Estados Unidos, 2018. En Netflix y Cinemateca.