El director y guionista Dan Fogelman es el creador de la popular serie This Is Us, de la cadena NBC. Es una buena referencia, porque esta película tiene exactamente el mismo tono y estilo. Para quienes disfrutan la serie, las virtudes aquí están quizá un poco atenuadas debido a que ese tipo de historias –distintas generaciones, coincidencias increíbles que agregan magia a la vida, la poesía que impregna aun las existencias heridas por desgracias traumáticas, las vagas lecciones de vida que parecen advenir de todo eso– suele rendir más en los múltiples episodios y temporadas de una serie que en las limitadas dos horas de un largometraje. Quienes, por lo contrario, tienen dificultad para procesar la glucosa de This Is Us y la menosprecian como una versión empalagosa y aligerada de Alejandro González Iñárritu o de Paul Haggis, para ellos la única ventaja de la película va a ser que pasa más rápido. Y entre los que desprecian a González Iñárritu y a Haggis, depende: si lo hacen porque consideran que sus recursos narrativos fueron una novelería que pronto se desgastó, de la que This Is Us sería una versión diluida, van a detestar La vida misma. Aunque si piensan que lo que hacen tiene lo suyo pero les rechina cierto morbo con la desgracia, aquí tienen algo similar pero más amable. “¿Y por qué no decís de una vez qué es lo que pensás vos, que para eso leo una crítica?”, podrá preguntarme un lector exasperado. Es que aprecio todas esas cosas buenas y malas al mismo tiempo; disfruté lo bueno, lamenté lo malo, y creo que me olvidaré pronto de todo eso (no es un gran elogio, pero implica que no quedará entre mi registro negro de las cosas más aburridas y odiosas que vi en mi vida, que sí las recuerdo).

La película está llena de trucos narrativos característicos de la veta más intelectual de la Nueva Nueva Hollywood. La subnarración en voz over dialoga con nosotros y se sorprende con los eventos, un actor famoso (referido con su nombre real) decide retirarse de la película y no lo volvemos a ver, una escena absurda resulta ser el guion de una película –pero cuando salimos de esa historia-dentro-de-la-historia resulta que el guionista está con problemas psiquiátricos y capaz que lo que cuenta tampoco es cierto–. Tanto el subnarrador como algunos de los personajes hacen referencias al procedimiento del narrador no fiable (unreliable narrator), agregando una capa adicional a un procedimiento que, de por sí, suele llamar la atención sobre las estrategias narrativas.

Pero no, no se trata de un laberinto sin solución a la manera de El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961). Esto sigue siendo Hollywood, aun si lo es en versión para universitarios que leyeron alguna vez –o escucharon hablar, o están equipados para entender al vuelo– lo que es una narración no fiable. Así que, detrás de las falsedades de la narrativa, estamos habilitados para distinguir lo “real” en la historia. Hay un “real”, o algo que llega cerca de ello. La historia se cuenta en un prólogo, cuatro episodios y un epílogo. Involucra cuatro generaciones de personajes. En la historia hay amores bellísimos, actos de entrega, generosidad, sabiduría, y también ocurrencias espantosas. No hay villanos: hay azares del destino. Al igual que en Crash (2004), de Haggis, un accidente de tráfico conecta personajes muy lejanos y es el punto de partida de líneas causales que se desarrollan en forma independiente, una parte con una familia en Nueva York, la otra con otra familia en una preciosa plantación de olivos en España. Es fácil adivinar que esas líneas se reconectarán de alguna manera.

Creo percibir cierto orgullo –un fenómeno cultural yanqui de los últimos dos o tres decenios– en “encarar de frente” las desgracias de la vida. Así que acá la esposa adorada se muere muy joven y repentinamente, la niña nunca conoce a su papá porque se suicidó cuando ella era bebé, la esposa/madre dedicada está moribunda con algo que parece cáncer. Es curioso, porque a la larga la película no resulta amarga (nada que se acerque a Manchester junto al mar). Quizá sea porque, a la larga, todas esas historias dolorosas parecen convergir en un amor de toda la vida (y, de paso, la joven supera su fase punk, empieza a vestirse y peinarse como una integrada joven de clase media y alcanza la felicidad duradera –ambas cosas quizá se conecten–). Entonces es como en los cuentos de hadas: contemplamos las vicisitudes de las generaciones pasadas y de la propia infancia desde ese “felices para siempre”, potenciado incluso por el camino accidentado y tortuoso que llevó hacia él. Esa perspectiva contribuye a consolarnos con respecto a las desgracias ocurridas en el pasado, porque deja una idea de que, de alguna manera, se justifican, se cargan de un sentido redentor, en la forma del recuerdo siempre presente de nuestros descendientes. Es triste ver morir a esa gente tan buena e interesante, pero al menos cada una de esas personas vivió una vida llena de sentimientos intensos, impregnó de amor a su entorno e importó mucho a quienes la conocieron bien.

Si hacemos las cuentas, transcurren unos buenos 90 años entre los eventos más antiguos y los más recientes mostrados en la película. Sin embargo, la ambientación no parece cambiar. Como que la película simplifica sus juegos emotivos a través de ese artificio curioso, una vez que el contexto es siempre “la actualidad” o el pasado muy reciente, y, por lo tanto, no median cambios culturales/sociales potencialmente distanciadores. Uno se puede identificar con cada uno de los personajes sin interferencias de las diferencias generacionales o culturales.

Mucho de eso es interesante. Algunas supuestas sorpresas son predecibles, pero otras no lo son. Hay pequeñas historias dentro de la historia que son atrayentes. Antonio Banderas hace su mejor papel en años. Dudo que la película vaya a marcar época o ser especialmente recordada, pero se puede disfrutar dentro de las condiciones enunciadas en el párrafo inicial de esta nota.

La vida misma (Life Itself) | Dirigida por Dan Fogelman. Con Oscar Isaac, Olivia Wilde, Antonio Banderas. Estados Unidos/España, 2018.