La difusión pública de videos de asesinatos reales busca generar odio para reforzar argumentos en favor de sistemas represivos que, invariablemente, terminan reprimiendo cosas muy distintas de las que prometen. El odio es una reacción comprensible, natural y espontánea. Y las reacciones naturales y espontáneas son la mejor materia prima para la manipulación.

Sin querer ser conspiracionista, hay una tendencia generalizada a menospreciar la razón como herramienta válida de conocimiento. Por supuesto, está la tendencia opuesta; es una lucha. ¿A qué lleva ese afán de descreer en la razón, a favor de unos sobrevalorados sentimientos? Podrá parecer inocuo, pero no estemos tan seguros. Por ejemplo, en la discusión sobre cómo combatir la violencia llevó a mantener un sistema carcelario como el que tenemos: una “fábrica de delincuentes”, como se suele decir. Hay dos concepciones antagónicas de cárcel: la rehabilitante, y la punitiva. Mientras que en otros países se aplicaron sistemas racionales, acá seguimos machacando con el discurso de siempre, y después, claro, aparecen crímenes horribles, y la explicación es que “no se fue lo suficientemente duro”. Lo contrario implicaría admitir errores y responsabilidades. Mientras tanto, en Holanda, Noruega, Islandia y un montón de países más cierran cárceles por falta de delincuentes. Ah, pero eso es una utopía, dicen; acá no se puede hacer. También era imposible que no se fumara en locales cerrados, y hoy salimos a dar tres pitadas a la puerta del boliche, a las dos de la mañana, en invierno y con dos grados bajo cero.

A la idea de entender las causas de la violencia para combatirla se la ridiculiza diciendo “ah, sí, pobrecitos asesinos”, pero nadie está diciendo que un asesino no deba ir preso (también van presos en los países mencionados). El tema es que acá insistimos en ocuparnos de que la pasen lo peor posible. Tenemos cárceles mundialmente vergonzosas, donde se trata a sus ocupantes como basura y se los humilla de todas las formas posibles, y, de paso, también a los familiares que van a visitarlos, demostrando que el odio es más de clase que otra cosa. Y ahí está lo irracional; a ver si por el lado del egoísmo se entiende: eso no les conviene a los presos, claro, pero tampoco a los demás. Repito: no nos conviene a nosotros, al 99% de los que no estamos presos. ¿Es tanto nuestro odio que preferimos vivir en una sociedad violenta con tal de sentirnos vengados de tanto en tanto? ¿No sería hora de intentar reproducir, adaptándolo, lo que hicieron esos países que lograron lo “imposible”? ¿Ni siquiera vamos a dar esa discusión? ¿O somos afectos a la copia sólo cuando no sirve para nada?

Claro que, aun si bajara la criminalidad a la décima parte, los grandes titulares de los noticieros mostrarían que un “ex presidiario liberado por el nuevo sistema violó a una niña de tres años”, si es que algo así sucede, y si no, también. Y bueno, si por miedo al poder de los medios en una campaña electoral no usamos las mayorías para legislar en serio en esas cuestiones, aguantemos las consecuencias.

Resumiendo: aunque una primera reacción irracional sea comprensible, es desastroso dejar que esos sentimientos dirijan las políticas al respecto, ya sea por convicción o para apaciguar el griterío de la opinión pública. ¿Qué es lo que falta? Tal vez levantar un poco la mira y darse cuenta de que fomentar lo que se pretende combatir no parece ser un buen negocio. Al menos, no para el ciudadano de a pie.

Un tremendo error de la izquierda (mucho más que las corruptelas que amenizan nuestras discusiones de boliche y nos hacen sentir que somos buenos) ha sido no hincarle el diente a ese tema. Mientras Finlandia pasó, en 30 años, de ser el país con más presos per cápita de Europa a ser uno de los menos violentos del mundo, nosotros, en la mitad, seguimos en punto cero. Podrán haber influido disputas de poder entre sectores o entre megaegos dirigenciales –cuestiones todas muy trascendentes–, pero, obviamente, hubo miedo. El miedo a perder votos campeó, e impidió llevar adelante una política carcelaria seria, no influida por los alaridos de los que azuzan desde la oposición, desde las tertulias radiales o desde los altares de esas nuevas iglesias donde los pobres les dan limosna a los ricos.

Volviendo al tema de los videos, y usando una palabra inventada pero que creo que se entiende: ¿no se podría, al menos para empezar, considerar la asimilación del concepto de “morbografía” al de pornografía, y someter su difusión a las mismas restricciones? Sí, ya sé, otra vez el temor: para evitar acusaciones de totalitarismo se permite cualquier cosa. Pero tal vez una ley así sería una señal de que no se está dispuesto a dejarse caminar por arriba en nombre de una libertad que se parece demasiado a la que tiene el asesino de apretar el gatillo. Capaz que todavía se está a tiempo de empezar a cambiar algunas cosas más. Y volviendo a lo del egoísmo: demostrar decisión y firmeza en un tema podría, quién te dice, tener algún rédito electoral.