Hace unos días, un hecho brutal conmocionó las pantallas. Una mujer joven fue ultimada en su trabajo, en medio de una rapiña. Es una muerte que duele por su crudeza. A su vez, nos interpela sobre “el valor de la vida” de todos los protagonistas de esta historia.
A alguien se le ocurrió subir a Youtube el video de las cámaras de seguridad, y el material se viralizó. Una familia que se encontraba en el medio del más inmenso dolor tuvo que sacar fuerzas para pedir respeto. Les tuvieron que pedir a todos que pararan. Les tuvieron que explicar mediante las redes sociales: “Ella dejó un niño. Nadie quiere ni debería ver ese video más que la Policía Técnica. El niño tiene siete años. Maneja internet con igual efectividad que nosotros. No queremos que bajo ninguna circunstancia vea el video de la madre o lea publicaciones de gente que habla de ella sin saber, sin sentir”. Luego tuvieron que pedir clemencia: por el pedido de no compartir el video los tildaron de cómplices, y de “frenteamplistas cómplices”.
De ese nivel estamos hablando, y ahí radica gran parte de la demencia que estamos viviendo en estos días. Por eso es tan difícil posicionarse en este escenario. Lo que está en debate, en realidad, no es la seguridad. Hace rato que dejó de importar Florencia, lo que tiene su familia para decirnos y el daño que le podemos generar a su hijo.
La reacción masiva es siempre selectiva y elige ante qué delitos reacciona. Cuando la víctima fue Alison y el caso fue catalogado de femicidio, no dolió tanto. No hizo tanto ruido, no vivimos un operativo policial permanente, no salió en Clarín como “el hombre más buscado de Uruguay” cuando aquella a la que había matado era su ex pareja.
La conmoción ante este hecho violento desgarrador es una oportunidad para provocar un clamor justiciero que lejos está de operar bajo la lógica de la paz y la justicia que en teoría lo mueve. No lo disimulan. Esta avalancha virtual aprovecha y pide por los militares. Como si los delitos comunes no hubieran aumentado durante la dictadura, como si evocar épocas regidas por crímenes brutales fuera la salida para la violencia. No están pidiendo por seguridad, están pidiendo por un régimen.
En esta época de posverdad no importa la justicia: cada uno establece la pena que le parece. La venganza no se rige por las leyes. No importan los siglos que hace que caducó el “ojo por ojo” y cuán confirmado tenemos el daño que este sistema puede generar. Falta coherencia: la violencia no se soluciona con más violencia.
Cabe aclarar que acá nadie está justificando al homicida ni relativizando la crueldad de su acción. Este pibe tenía que responsabilizarse por los delitos que cometió y pagar con la pena correspondiente, la que determinan las leyes.
Pero el resultado no es este, sino un pibe que se pegó un tiro cuando entró la Policía al cuarto de la casa en la que estaba escondido. Se había escondido debajo de una cama. Una imagen que dice un montón. Entre otras cosas, porque esperábamos otra cosa y ahora resulta que “es un cobarde”. Porque, en realidad, lo que pensábamos era que la bestia esperara a los tiros, furiosa. Que le dispararan al pecho; cuánto más violento, mejor. Se dice también que “se escapó impunemente pegándose un tiro”. Y es un poco cierto: hacía rato que esa vida no valía nada para nadie.
Hay un pibe que arruinó varias familias –entre ellas la suya– y ayer terminó de morirse, pero pasado mañana, cuando pase el que sigue y se elija el próximo objetivo, hay que saber que con esta parafernalia no estamos protegiendo a nadie. Todos sabemos que esto no es un “ejemplarizante” que disuade del delito. No le estamos generando seguridad a ningún comerciante, no les estamos asegurando que van a volver a sus casas.
El saldo no es justicia, son muertos que se suman. Esto es una muestra de ferocidad. La turba furiosa está celebrando su primer muerto oficial. Se relame, aunque todos sepamos que muerto este perro, no se acaba la rabia. Para los problemas complejos hay que generar políticas serias. Si la propuesta es la barbarie, vamos a terminar yéndonos al carajo.