En Uruguay la Policía tiene los poderes legales suficientes para reprimir. El instrumento regulatorio fundamental de su actuación es la Ley de Procedimiento Policial, Nº 18.315. Este texto legal incluye permisos jurídicos que perforan algunas garantías constitucionales elementales. Sin embargo, ciertos discursos persisten en utilizar la célebre expresión de “las manos atadas” para proyectar, de forma inflacionaria e intercambiable, la imagen de una función policial rodeada de prohibiciones o atravesada por permisos estrechos.
La Ley de Procedimiento Policial define la acción represiva en términos de excepción y bajo la caracterización de racional, progresiva y proporcional. Esta limitación textual pretende instalar los límites básicos para el ejercicio de esta dimensión de la función policial. No obstante, ese mismo texto legal organiza un conjunto de puntos ciegos que habilitan a un despliegue de fuerza en los márgenes de las normas. Precisamente, un ejemplo de estas fugas puede encontrarse en la regulación de causales de detención que exceden las hipótesis constitucionales, y ello pese a que saludablemente este punto busca ser contenido en el actual Código del Proceso Penal. La dimensión ideológica de la forma de excepción se desnuda frente a la existencia de estos permisos encubiertos. En otras palabras, se revela una suerte de riesgo inmanente de que cualquier excepción consagrada para el uso de la fuerza pueda devenir en norma en ciertas circunstancias.
Por otra parte, cualquier diseño legal alternativo o indeterminado podría operar como un apoyo explícito para el ejercicio desregularizado de la fuerza estatal. Los peligros de una solución de ese tipo son evidentes. En efecto, sostener que la Policía debe tener las manos desatadas es suficientemente indeterminado como para denotar la posibilidad de derribar puertas de hogares sin autorización judicial, apalear a los detenidos, intervenir en cualquier conflicto utilizando prioritariamente la fuerza, propinar tratos inhumanos, negar la presencia de un abogado defensor en un interrogatorio, o ejecutar a supuestos delincuentes, especialmente a quienes cuestionan la violencia policial.
Parece una obviedad, pero en democracia las balas de la Policía deberían estar políticamente controladas y las formas jurídicas escogidas para canalizar esos controles deberían ser las más eficientes para contener la violencia institucional. A modo de ejemplo y omitiendo polemizar sobre la eficiencia de estas soluciones, es falso que la Policía tenga las manos atadas desde el momento en que existen figuras penales específicas que blindan la resistencia contra su actuación directa, un conjunto de hipótesis suficientemente amplias para habilitar el uso de la fuerza, o desde que se consagra un tipo de agravante especial para el homicidio de agentes policiales.
Pero volvamos a las manos atadas. En el interior de esta imagen, cuidadosamente escogida, habita una verdad que deberíamos defender: precisamente, aquella que remite a la existencia de límites de derecho positivo que estructuran la actuación de la Policía. Esa verdad es parte de un perímetro de garantías cuya defensa política es imprescindible para el mantenimiento de estándares elementales de derechos humanos. Ahora bien, existe cierta ingenuidad en la idea de creer que estos consensos sociales son absolutos e inmutables, por el simple hecho de estar consagrados en textos normativos. Tampoco existe algo así como un territorio sagrado de derechos, y la estrategia más adecuada para aproximarnos críticamente a estos asuntos parecería ser, en determinados casos, volver a deliberar sobre las bases políticas de ese programa mínimo.
El problema de estos discursos es que han vaciado la carga emotiva favorable de los derechos humanos, transformándolos en un presunto repertorio político al servicio de los individuos más indeseables de la sociedad. Esta creciente percepción ciudadana sobre los derechos y las garantías es por lo menos preocupante. La peyorativamente denominada “ideología de los derechos humanos” es presentada con mayor o menor sutileza como un obstáculo para la persecución de determinados delitos, o el gobierno policial de la excedencia. Asimismo, esta inversión discursiva habilita a presentar ciertas iniciativas de limitación de derechos como propuestas que contemplan y defienden los bienes jurídicos individuales contra las agresiones potenciales de un enemigo interno. La lógica que subyace al hecho de recibir a un policía investigado por homicidio como un héroe nacional, pretender justificar institucionalmente el fusilamiento de un niño de 12 años, o presentar un proyecto de reforma para ampliar las hipótesis de legítima defensa policial, es prácticamente simétrica.
Por ello no resulta extraño que alguna iniciativa legislativa, recientemente revitalizada en nuestra aldea, incorpore una presunción simple de legítima defensa para los casos en que un funcionario policial “cause un resultado letal” o lesiones en el ejercicio de su cargo. La calidad institucional de un Estado también se mide por la cantidad de balas policiales que asesinan a personas sin justificación jurídica razonable o, peor aun, con justificaciones que desprecian la canasta básica de derechos humanos. Es extraño que en tiempos en que se multiplican las exclamaciones sobre las más diversas y remotas inconstitucionalidades existan sectores sociales y políticos que propongan dinamitar un pilar estructural de la democracia.
Es imposible no caer en la tentación de mencionar que toda propuesta que implique una desregulación de la función policial produce ciertos efectos políticos, como reforzar el enfrentamiento descarnado de personas que comparten un mismo barrio, similares niveles educativos y de ingresos, y trayectorias vitales.
La mezcla de la baja preparación técnica y cultural de la Policía, la militarización de algunas unidades, y la desregularización y ampliación de sus poderes, es sin duda un cóctel peligroso.
Rodrigo Rey, integrante del Colectivo de Pensamiento Penal.