Ucraniana de familia rica, Irène Némirovsky –de la que circularon en 2017 dos títulos: Domingo (Salamandra) y Jezabel (Ediciones de la Banda Oriental)– nació en Kiev en 1903. Su vida, sin embargo, transcurrió lejos de su país de origen. Corrido por la revolución bolchevique, el padre, un banquero judío, armó las valijas y se fue con su familia en busca de horizontes menos turbulentos. Terminaron por afincarse en París en 1919. Irène no tuvo problemas con el cambio: había sido educada por institutrices francesas y hablaba perfectamente la lengua de su nueva patria. Entró a la universidad de La Sorbona para estudiar Letras y en 1926 egresó como licenciada. Era muy joven, pero ya dominaba el arte de la escritura y se proponía dedicarse a ella. Publicó su primer éxito, la novela David Golder, en 1929. Había escrito antes otras dos piezas narrativas –Le malentendu, de 1923, publicada en la revista Les ouvres libres en 1926 y editada como libro recién en 1930, y L’enfant genial, de 1926–, pero fue la historia del viejo Golder la que llamó la atención de la crítica y los lectores. La novela lo merecía: todas las marcas de calidad de la autora aparecían ya con claridad en ese trabajo escrito antes de los 30 años: la arrogancia de la juventud y la decadencia aterrorizada que traen los años, la impudicia del lujo, el miedo a la pobreza, la ferocidad de los vínculos familiares, el rumor de la guerra, la fragilidad de los instantes felices, la blanda y mezquina búsqueda de la comodidad. Rotunda, sólida y madura, David Golder fue la entrada por la puerta grande a las letras francesas.

Los éxitos se sucederían a partir de entonces. En 1930 la editorial Grasset publicó El baile, una nouvelle de menos de 100 páginas que es un concentrado de ingredientes Némirovsky: una familia burguesa enriquecida y con aspiraciones aristocráticas, una mujer ambiciosa que se ve envejecer antes de haber brillado y una adolescente caprichosa y arrebatada que arruina el gran momento de sus padres por puro afán de venganza. Alrededor de esas figuras hay danzantes en las sombras: criadas, cocineras, cocheros y modistas; un pequeño ejército de asistentes que hacen posible la vida ligera y fastuosa de los señores y pagan el pato en silencio cuando las cosas salen mal.

Domingo es una colección de relatos que se habían ido publicando en revistas entre 1934 y 1940 y que sólo en forma póstuma fueron reunidos. El primero, que da nombre al libro, vuelve a exponer el conflicto favorito de Némirovsky: la tensión, típicamente burguesa, entre madres e hijas, la incomprensión y el egoísmo que rigen sus relaciones y la estricta conciencia del lugar social que ocupa cada una. Irène Némirovsky tuvo con su propia madre una relación fría y difícil. Creció atendida por las sirvientas de la casa y fue educada por institutrices mientras su madre recorría los balnearios de moda y gastaba la fortuna de la familia. En “Aino”, así como en “Los vapores del vino”, las criadas, muchas veces muy jóvenes, son retratadas con piedad, amorosamente, aunque el ambiente revuelto de Finlandia durante la guerra transforme a los aldeanos en una turba violenta y enceguecida.

Némirovsky se quería francesa, aunque su narrativa tenga mucho de la tradición rusa. En 1939 ella y su marido se habían convertido al catolicismo, en un desesperado intento por escapar a la persecución nazi. El gobierno de Vichy les negó, sin embargo, la nacionalidad, y en 1940 dejaron París y se refugiaron, con sus dos hijas, en Issy-l’Évêque, un pequeño pueblo de la Borgoña. En 1942, sin embargo, el régimen nazi los alcanzó. Irène murió en Auschwitz en agosto de ese año, un mes después de haber sido detenida. Su esposo, Michel Epstein, detenido en octubre, fue asesinado en noviembre en la cámara de gas. Sobrevivieron sus dos hijas, Dénise y Élisabeth, que fueron cuidadas por una tutora. Su abuela materna se había negado a recibirlas.

Jezabel

La escena es en la sala de audiencias. Una mujer es acusada de haber asesinado a su amante, un joven estudiante de letras mucho menor que ella. La asesina no niega haberlo matado, pero se niega a admitir que fueran amantes. No es por timorata: viuda desde la juventud, toda su vida ha sido una larga aventura de conquistas y devaneos. Cambió de amantes cada vez que quiso; se hizo experta en seducir a los hombres y abandonarlos después de un tiempo. Rica y sin preocupaciones, dedicó cada minuto a la diversión y el coqueteo. Y aunque tuvo una hija a la que quiso mucho, su única ambición fue siempre ser la más deseada, la más envidiada por las otras mujeres, la más brillante en cualquier fiesta. No se permitió envejecer. Hasta ese día en que comparece por primera vez ante el jurado en una audiencia pública se puede sentir el respeto que su elegancia y su belleza inspiran en los curiosos. Pero los días van pasando, el juicio se alarga y ella está cada vez más cansada. Su intimidad es expuesta. Las mentiras que se dijo a sí misma, los cuentos que les hizo a los demás, las complicidades que fueron necesarias para mantener la ficción de su juventud y su belleza empiezan a pasar factura. Los testigos la hunden cada vez más, incluso los que quieren salvarla. El pasado real, la vida verdadera, se impone para condenarla. Cuando la sentencia llegue, será escuchada por una mujer decrépita, resignada y harta, que de todos modos ya habrá perdido lo único que le importaba en la vida.