La desigualdad es la posesión inequitativa de recursos valorados por todos. La fragmentación social es la existencia en una misma sociedad de distintas comunidades débilmente conectadas entre sí, con instituciones y normas propias. Su extremo es la exclusión. Ambos fenómenos pueden y suelen ir juntos empíricamente, pero son analíticamente separables. Uruguay ha tenido en los últimos años avances enormes en términos de igualdad de ingresos. (También en otros aspectos, como la igualdad de género, aunque todavía queda mucha tela por cortar, como se pone de manifiesto en el Día de la Mujer, en términos de violencia de género, techos de cristal en el mercado de trabajo y, fundamentalmente, en términos de lo que la socióloga Arlie Hochschild llamó “la segunda jornada”, en referencia a ese doble trabajo de gestión y ejecución del trabajo doméstico, su logística y su emocionalidad. Sólo para no olvidarnos, en el Uruguay progresista todavía las mujeres hacemos mucho más trabajo no remunerado que los hombres –más del doble–, y no ha habido cambios sustantivos en esto entre 2007, primera fecha de medición, y 2013. Aquí, más que de un techo de cristal, podríamos hablar de una puerta de hierro. Fin del detour). Sin embargo, más allá de estos pasos de gigante en igualdad de ingreso, Uruguay muestra signos de fragmentación creciente.

El índice de Gini de Uruguay, de los más bajos de la región durante la segunda mitad del siglo XX, comenzó a subir enormemente en la década de 1990, y sólo en 2008 comienza a bajar. Hoy, con un Gini de 0,382, Uruguay regresa a su honorífico lugar de país menos desigual de América Latina. Esto es muy importante porque no todos los países de América Latina supieron aprovechar el boom de los commodities para redistribuir, como sí lo hizo Uruguay. Uruguay creció y redistribuyó. Esto no es menor. ¿Por qué? Porque la desigualdad tiene efectos muy negativos para los que están debajo. Desperdicia capital humano. Y, como si fuera poco, la desigualdad, independientemente del nivel de ingresos del país, tiene efectos negativos sobre toda la población, incluso para aquellas personas que tienen más recursos, afectando su salud y su calidad de vida (trayéndoles más estrés, más miedo a la criminalidad, etcétera).(1)

Sin embargo, desde hace tiempo hay signos de que, a pesar de esos avances, no se han podido deshacer los efectos que tuvo el aumento de la inequidad en los años 90. Desde que comenzó este año, hemos visto varias puntas de ese iceberg que es el aumento en la fragmentación social de Uruguay. Por un lado, al terminar el año pasado, vimos cómo un grupo de vecinos de Casavalle dedicados a actividades ilícitas relacionadas con la droga echaban a otros vecinos de sus casas y tomaban control del territorio. Esto no surge en la década de 1990, pero sí hay algo novedoso y preocupante. Aunque Casavalle tiene una historia muy larga de exclusión y de segregación generada en gran parte por el Estado, este tipo de eventos masivos de control del territorio sí son inéditos. De inmediato, esta noticia fue sustituida por otra en los titulares. Un grupo de productores y terratenientes agropecuarios autodenominados “autoconvocados” hizo una movilización en enero. Antes de que se formalizaran sus reclamos al gobierno, comenzaron a surgir testimonios de que protestaban contra las políticas sociales del gobierno. Finalmente esto, que tuvo mucha resonancia en redes sociales, no fue incluido en la proclama. Sin embargo, es importante saber que Uruguay es, junto a Argentina, el país de América Latina donde se cree más fuertemente que quienes reciben ayuda del gobierno son perezosos. Casi 60% de la población lo cree, según datos del Barómetro de las Américas. No sólo los autoconvocados lo creen. Las transferencias implementadas en América Latina en los años 2000 fueron claves para la superación de la pobreza de muchas familias y han sido muy positivas en muchos aspectos. Sin embargo, en países como Uruguay, Argentina y Chile, acostumbrados a servicios universales del Estado de bienestar, las transferencias agregaron una categoría de distinción desde el Estado que luego fue utilizada por los no receptores de este beneficio para señalar a los más pobres como pobres no merecedores, carentes de esfuerzo (no está de más decir que la mayor parte de la evidencia muestra que las transferencias no desincentivan el trabajo). (2) Siguiendo con el año movido, una asonada de vecinos de un barrio de Malvín Norte cortó una de las avenidas principales de la capital, quemó llantas, apedreó vidrios y amedrentó a los autos que quedaron atrapados en el piquete. Protestaban por la muerte de dos vecinos jóvenes que, al parecer, intentaban robar. Protestaban por rabia y por dolor. La singular movilización mostró un nuevo tipo de protesta en el repertorio de movilizaciones de los pobres urbanos, una que confronta al resto de la ciudad y que señala nuevamente la fragmentación. Unos días después, la firma encuestadora Opción Consultores nos sorprendió con sus datos sobre favorabilidad a la pena de muerte en Uruguay, muy relacionados, seguramente, con el incremento de la violencia en los delitos en los últimos años: 43% de la población uruguaya está de acuerdo con la pena de muerte para delitos graves.

Estos eventos de un ajetreado comienzo de año descansan sobre tendencias de más largo plazo. Entre ellas destaco las del ámbito de la educación. En Uruguay, el país de la educación igualadora, sólo uno de cada tres adolescentes termina el liceo. En Uruguay, el país de la educación igualadora, los hijos de los profesionales ya no van a la educación pública; lo hacían en 80% a inicios de la década de 1990 y hoy ese porcentaje ha bajado a 20%. (3) La educación policlasista se acabó. Los pobres no terminan. Los ricos se fugaron.

Luchar contra la desigualdad es difícil. El crecimiento económico ayuda, pero la reforma tributaria lograda por el gobierno de izquierda fue clave. Se logró. Luchar contra la fragmentación social es aun más complejo. ¿Cómo deshacer esa tendencia? ¿Cómo volver a poner a interactuar a clases sociales o grupos dentro de ellas que se han separado? Las políticas para combatir la segregación social son costosas. No tienen impactos a corto plazo del tipo que tienen las transferencias condicionadas. Implican pensar en la sociedad y no sólo en grupos específicos. Desde lo urbano, el olvidado Plan 7 Zonas fue una buena idea de revivir espacios urbanos de exclusión social y hacerlos atractivos para todos. Promover la mezcla urbana mediante la construcción de vivienda social (de verdad) en zonas más afluentes también puede ser una buena idea en ciertas condiciones. (4) Pero tal vez la apuesta más importante sea la educativa. Es en los centros educativos donde las personas pueden conocerse “en clave de equidad”. (5) ¿Cómo hacer para retener a los más pobres y para evitar que los hijos de profesionales descremen a la educación pública, dejándola con menos capital social y, por lo tanto, con menos posibilidades de interacción entre clases? No tengo una receta única. Hay que explorar políticas innovadoras, escuelas “imán” muy buenas en sectores heterogéneos, que atraigan a estudiantes provenientes de hogares con mayores recursos. Y un gran etcétera. Son políticas costosas. Y retadoras. Pero también lo fue en su momento crear el sistema público de educación con cobertura nacional del que estamos tan orgullosos.

Notas

(1). Wilkinson, RG (2002). Unhealthy Societies: The Afflictions of Inequality. Routledge.

(2). Bastagli, F, Hagen-Zanker, J, Harman, L, Barca, V, Sturge, G, Schmidt, T y Pellerano, L (2016). Cash Transfers: What Does the Evidence Say. A Rigorous Review of Programme Impact and the Role of Design and Implementation Features. London: ODI.

(3). Álvarez, MJ, Bogliaccini, J, Queirolo, R y Rossel, C (2018). “¿Quedarse, irse o protestar? Clases medias altas y sus decisiones educativas en Uruguay”. Paper en progreso.

(4). Aquí la evidencia es peleada. Pero hay ejemplos exitosos en ciertas condiciones; como siempre en política pública, “el diablo está en los detalles”. Ver: Massey, DS, Albright, L, Casciano, R, Derickson, E y Kinsey, DN (2013). Climbing Mount Laurel: The Struggle for Affordable Housing and Social Mobility in an American Suburb. Princeton University Press.

(5). Esta expresión es de Ruben Kaztman y la uso para distinguirla de otro tipo de interacciones entre desiguales en condiciones de subordinación.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.