La consigna es ser práctico, competitivo, gestor de uno mismo –que es más o menos saber “venderse”– y tener la capacidad de gestionar a otros si fuera el caso. No hay que perder tiempo en esa carrera pues todo cambia muy rápido y hay que estar atento. En la clase media y alta la persona puede así convertirse en un ceo, un experto, un asesor o, mejor aun, un emprendedor. En la clase baja es más complicado, pero si se tiene la actitud correcta igual se puede llegar.

Toda esta narrativa habitual – además de ser falsa y de reducir la complejidad social– oculta algo importante. Porque cuando se muestran las trayectorias “exitosas” se subraya el esfuerzo personal puesto en juego pero se oculta o minimiza el capital social poseído para lograrlo (es decir, la red de relaciones que acompaña la generación y reproducción del capital económico y político). Esto lleva a reforzar actitudes sociales “clásicas” al estilo “yo, en lugar de él o ella, habría...”, que extrapola mecánicamente experiencias personales o alienta fórmulas simplonas al estilo “el Estado fomenta vagos” o directamente fascistas revestidas de sentido práctico, como “hay que matar a los delincuentes”.

Todo lo anterior abre un enorme conjunto de planos de análisis, pero aquí se elegirá el referido a la capacidad de pensar críticamente más allá de la frase fácil. Es conocido que hoy se está sujeto a una sucesión permanente de estímulos visuales desde diferentes dispositivos electrónicos y que ello siempre tiene efectos no sólo individuales sino sociales. Una pregunta posible puede entonces formularse de la siguiente forma: ¿cómo se puede pensar crítica y creativamente en una sociedad en que ser práctico y competitivo conviviendo con la paralela distracción electrónica tienden a ocupar todo el tiempo?

Para analizar el punto se han esbozado diversas perspectivas. Por ejemplo, se puede englobar lo anterior como un cambio “cultural”, pero esto puede dar lugar a confusiones al menos por dos razones centrales.

Por un lado, porque todo este cuadro emerge de transformaciones socioeconómicas cada vez más evidentes y que han recibido numerosos nombres. La idea de revolución informacional parece adecuada, ya que no se vive una mera continuidad de la revolución industrial y, como toda revolución científico-técnica, se da interconectada con una reorganización social que abre nuevas contradicciones.

Por otro lado, porque la red asociativa de nuestro cerebro se encuentra en metamorfosis permanente y aquí, para bien o para mal, parecen esbozarse cambios que no son superficiales. Sin caer en visiones apocalípticas, se trata de concebir lo social sobre la integración de los nuevos dispositivos informáticos –que incitan a la “solución” breve y rápida–, lo que contribuye a un estado de agitación mental permanente, una sucesión de instantaneidades, una pérdida de memoria colectiva.

Por supuesto que también los estados pueden contribuir a la pérdida de memoria colectiva, pero aquí se apunta a una especie de totalitarismo digital global e invisibilizado que se presenta como un futuro desanclado de proyectos de sociedad, lo que genera limitaciones para el razonamiento. Debe subrayarse que no se trata sólo de una cuestión tecnológica, sino de esta en el marco de la pérdida –transitoria– de horizontes de posibilidades.

En base a elementos como los anteriores es que se quiere llamar la atención sobre las nuevas condiciones sociales estructurales que desalientan el pensamiento crítico y la capacidad reflexiva general. Esto tiene las siguientes consecuencias cognitivas, esbozadas en términos de titulares: incapacidad de integrar un evento en un contexto o proceso con alguna fundamentación sólida mínima, menor capacidad de establecer mediaciones analíticas o generarlas de manera disparatada al carecer de elementos para realizarlas, confundir la familiaridad de lo observable con su real conocimiento y, finalmente, la débil capacidad de jerarquizar el conjunto de novedades cotidianas y retener las realmente sustantivas.

El exponencial aumento de opiniones transmitidas sobre cualquier tema social no está así en correspondencia con la calidad de aquellas, que, por el contrario, tiende a disminuir. Por supuesto, no se está proponiendo como alternativa la vida como mera “contemplación”, y está claro que el sistema educativo debe integrar el tema. Pero aquí se quiere enfatizar que las prácticas sociales pueden someter las tecnologías a la vida en sociedad y no al revés, para terminar dependiente de ellas. Para esto se necesita capacidad de pensar críticamente.

Dentro de esas prácticas posibles, hay un antídoto latinoamericano contra el empobrecimiento intelectual: la capacidad de organización colectiva. América Latina registra interesantes antecedentes en su historia de construcción de organizaciones sociales capaces de promover realidades sociales emancipatorias: movimientos de trabajadores, de desocupados, indígenas y campesinos, empresas autogestionadas, proyectos de agroecología frente al agronegocio, entre otros. Muchos de ellos apostaron y apuestan a prácticas educativas rurales o urbanas y a la capacidad de generar pensamiento crítico. Y esto es esencial no olvidarlo, a riesgo de perecer en la autocomplacencia de contar con nuevos medios electrónicos para canalizar angustias y frustraciones o expresar mensajes sobre injusticias, todos ellos de vida efímera.

Alfredo Falero | Doctor en Sociología, docente e investigador de la Universidad de la República.