¿Cómo se mantiene el sistema patriarcal en la etapa actual en la que las mujeres han alcanzado la “igualdad formal” en derechos civiles y políticos? La división sexual del trabajo se reproduce mediante un sistema de políticas públicas que, por acción y por omisión, determinan mayor dedicación de las mujeres al trabajo de cuidados y mayor dedicación de los hombres al empleo. Sin embargo, al contrario de lo que se pensaba de forma generalizada en el siglo XX, esta división sólo ocasiona perjuicios sociales y económicos, sin aportar ningún beneficio a la sociedad en su conjunto.
Que la desigualdad económica, social y cultural entre hombres y mujeres no tiene origen en las diferencias biológicas ya ha quedado demostrado ampliamente en obras tan fundamentales como Tres guineas, de Virginia Woolf, Política sexual, de Kate Millett, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y La dominación masculina, de Pierre Bourdieu, entre otras muchas. Según resume este último autor (1998), se trata de un “inconsciente histórico no ligado a una naturaleza biológica o psicológica... sino a un trabajo de construcción propiamente histórico, y en consecuencia, susceptible de ser modificado por una transformación de las condiciones históricas de su generación”.
También está establecido, y aparece en primer plano de todos los análisis feministas, que la familia patriarcal es el ámbito principal de producción y reproducción de la desigualdad; la división entre lo público (espacio normativamente “masculino”) y lo privado (espacio normativamente “femenino”). Por último, pocas personas niegan el papel crucial que ha jugado el Estado en la opresión de las mujeres en la familia, tanto por acción como, sobre todo, por omisión.
En la segunda mitad del siglo XX, las feministas (en lo que se conoce como “segunda ola del feminismo”) desmontaron el discurso tradicional dominante de la “no intromisión” del Estado en las relaciones familiares al grito de “Lo personal es político”. Esa supuesta “no intromisión” consistía realmente en la concesión del poder absoluto al “cabeza de familia”, a la vez que ese poder era fuertemente reforzado por la intromisión en la vida privada de las mujeres para arrebatarles los derechos más elementales: negación del derecho al voto, prohibición del divorcio y del “abandono del hogar”, exigencia legal del permiso del marido para todo tipo de actividades, prohibición de ciertas profesiones, cargos y tipos de trabajo, etcétera. Como consecuencia de estas luchas feministas se eliminaron la mayoría de las prohibiciones y los sesgos de género explícitos de los códigos civiles occidentales y se reconoció formalmente la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
Las políticas patriarcales del pasado, por ser explícitamente coercitivas, eran más fáciles de detectar que los mecanismos de dominación actuales. Con el reconocimiento de la “igualdad formal”, las discriminaciones se hacen implícitas, se sofistican; se niega su existencia y, aun peor, conviven con declaraciones de intenciones en sentido contrario a los efectos reales de las políticas.
En esta nueva etapa de “patriarcado blando”, el gran leitmotiv del poder es la “libertad de elección familiar”, por la que el Estado no debería inmiscuirse en las elecciones personales y familiares. Nótese que se trata del mismo principio ancestral de la “no intromisión”, pero con una apariencia paternalista más amable. Así, se reproduce la familia en la que la mujer es la cuidadora principal y el hombre el sustentador principal (el ancestral modelo de familia tipo “sustentador masculino/esposa dependiente”, aunque hoy modificada por la fuerza de los hechos).
La otra cara de la moneda de la familia tradicional es un mercado de trabajo altamente segregado, tanto horizontal (por sectores y ocupaciones) como verticalmente (con los hombres en posiciones de mando y las mujeres en posiciones subordinadas). La estructura familiar y del mercado de trabajo son los dos componentes de la estructura social basada en la división sexual del trabajo.
La clave para abordar este fenómeno está en entender la centralidad de las políticas económicas, que son las que determinan la estructura social familiar y de mercado de trabajo cuya característica principal es la división sexual del trabajo. Estas políticas ya no están basadas en las antiguas discriminaciones explícitas, sino en incentivos y regulaciones que determinan las condiciones materiales en las que se desarrolla la vida de la mayoría de las personas (hombres y mujeres). No se derribará la superestructura patriarcal (ideología e instituciones) mientras sigan intactas las estructuras económicas subyacentes.
Si observamos cada comportamiento, veremos que estos están condicionados por un juego de incentivos y de falta de alternativas. Así, en el caso de España, las mujeres intentan mantenerse en el empleo de calidad, pero lo que se les ofrece son permisos de maternidad más largos que los de paternidad, incentivos para pasar al empleo a tiempo parcial, excedencias y prestaciones o desgravaciones fiscales para retirarse del empleo cuando hay alguna criatura o persona dependiente en la familia. También existen numerosos incentivos al matrimonio de un solo sustentador, independientemente de la existencia de personas a quienes cuidar, como la tributación conjunta en el IRPF o la pensión de viudedad. Lo que no se les ofrece son servicios públicos de educación infantil y de atención a la dependencia. Y tampoco permisos de paternidad pagados al 100%, de igual duración que los de maternidad e intransferibles, de forma que los hombres puedan iniciarse extensivamente en la asunción igualitaria de los cuidados.
Por otro lado, la estructura del mercado de trabajo no solamente está altamente determinada por la división del trabajo de cuidados en la familia, sino también por las políticas de empleo, como las regulaciones del tiempo de trabajo, que impiden compatibilizar empleo de calidad con vida personal y familiar. En definitiva, todo incita al mantenimiento de la división sexual del trabajo.
El cambio social extensivo pasa por eliminar esas causas estructurales para avanzar de manera colectiva hacia una sociedad igualitaria. Cambiar las condiciones materiales para que la igualdad sea posible es el único camino de cambio social extensivo por dos razones muy relacionadas: porque la superestructura se reproduce sin cesar a partir de la estructura, y porque es en torno a las reformas que atañen a las condiciones materiales como podremos conseguir el consenso social necesario para el cambio, y aquí juega un papel clave que las condiciones para la igualdad son en realidad las de una protección social inclusiva y, por tanto, benefician a la población en su conjunto. Los países que han dado pasos importantes en la reducción de la desigualdad de género son también los que han consolidado sistemas de bienestar social más avanzados.
La buena noticia es que la diferencia sexual, al contrario de lo que se pensaba generalizadamente en el siglo XX, sólo ocasiona perjuicios sociales y económicos, sin aportar ningún beneficio a la sociedad en su conjunto. Antes de entrar en el tema, aclaremos una cuestión que suele llevar a equívoco: que la desigualdad sea perjudicial para la economía en su conjunto es perfectamente compatible con el hecho, también cierto, de que ofrece ventajas y privilegios a grupos poderosos.
Las desigualdades producen múltiples ineficiencias y, lo que es más dramático, conducen a una sociedad (economía) insostenible. La clave está en desgranar qué es lo que queremos/debemos maximizar, cuáles son los recursos y qué significa utilizarlos de forma óptima. Si el objetivo es maximizar el bienestar social, si consideramos todos los recursos sin olvidarnos de la parte “doméstica”, y si entendemos que el aprovechamiento óptimo de los recursos es justamente lo contrario a la sobreexplotación de las personas y a la depredación del medio ambiente, tendremos que concluir que la equidad y la eficiencia van de la mano.
El concepto de “eficiencia técnica” se refiere al aprovechamiento máximo de los recursos, una vez fijado el objetivo a conseguir con estos (es decir, sin cuestionarse ese objetivo). Para ello, se necesita una buena asignación de cada factor productivo (trabajo, capital, tecnología) al lugar en el que sea más rentable (eficiencia asignativa), así como una buena organización del sistema en su conjunto. La primera pregunta pertinente es: aunque el objetivo fuera solamente la producción (PIB), ¿quién debe/puede trabajar en qué? La respuesta obvia es que deberían aprovecharse todas las capacidades de cada persona, pero sabemos que los roles de género son un gran obstáculo que opera desde el nacimiento, pasando por el sistema educativo y adquiriendo su apogeo en la segregación sexual del mercado de trabajo y del trabajo reproductivo.
La segregación del mercado de trabajo establece barreras artificiales para el aprovechamiento de las capacidades individuales: si una mujer tiene habilidades para ser ingeniera y un hombre para ser educador infantil, pero estas personas tienen dificultades para elegir sus profesiones ideales porque una es “masculina” y la otra es “femenina”, ¿qué mejor ejemplo de ineficiencia (asignativa) podríamos encontrar? Bastaría con eliminar esas barreras para mejorar los resultados, sin tener que invertir más medios. Si, por otro lado, pensamos en la segregación vertical con la perspectiva de la igualdad, comprenderemos inmediatamente la ingente cantidad de talento que estamos desperdiciando por culpa de los prejuicios.
Muchos estudios evidencian el lastre que supone la desigualdad de género para el desarrollo económico. Por ejemplo, un informe de la OCDE de 2012 explica detalladamente el “fundamento económico de la igualdad de género” y concluye: “La inversión en igualdad de género es la que arroja los mayores rendimientos de todas las inversiones en desarrollo”. Y, siendo ya importantes estas evidencias, cabe sostener que estos estudios aún no abordan el tema en toda su amplitud y potencialidad. En efecto, recordemos en primer lugar que el despilfarro del capital productivo de las mujeres, ampliamente reconocido, no es el único asunto relevante. La otra cara de la moneda es el despilfarro del capital cuidador de los hombres, y este extremo no suele tocarse ni siquiera en los estudios sobre igualdad de género y eficiencia económica. ¿Cómo es posible que siga ignorándose todo el capital cuidador de los hombres que podría ser utilizado para el cuidado de la infancia y de las personas dependientes?
Además, no se trata sólo de utilizar todos los recursos, sino de aprovecharlos al máximo, y esto nos lleva a cuestionarnos el modelo de organización del cuidado. En la sociedad actual (alta esperanza de vida, alto nivel de formación femenina, producción industrial lejos del entorno familiar y reducido tamaño familiar), tiene aun menos sentido económico (si cabe) que el cuidado exija la desinserción laboral de una persona (temporalmente o a tiempo parcial, fuera esta hombre o mujer). En este sistema, esa persona sacrifica su potencial de vida productiva para cuidar generalmente a una o dos personas durante unos pocos años. Existe claramente una alternativa superior (más eficiente): que los hombres cuiden igual que las mujeres, se universalicen los servicios de educación infantil y de atención a la dependencia, y se establezcan horarios a tiempo completo cortos y racionales. Con este sistema, no solamente todas las personas podrían cuidar y trabajar igual, sino que las criaturas y las personas dependientes estarían cuidadas a una ratio mayor que la actual (más de una o dos por persona) y con mayores beneficios para todas las personas implicadas: con muchos menos recursos se conseguiría mayor bienestar social.
En definitiva, debemos desterrar para siempre la vieja y aún muy repetida afirmación de que las mujeres, al hacer la mayor parte del trabajo de cuidados y doméstico, le ahorran al Estado (¿a la sociedad?) la provisión de servicios.
Resumamos cuáles son las condiciones materiales para hacer posible la igualdad en lo referente a las políticas económicas que, como decíamos, son las que determinan la estructura social:
• Condiciones necesarias para la igualdad total en el cuidado; entre otras, equiparación de las licencias por cuidados para cualquier persona progenitora, sin distinción de sexo o tipo de familia.
• Universalización del derecho a la educación infantil de calidad desde el nacimiento, como ya han hecho los países nórdicos.
• Horarios de trabajo cortos y racionales (Francia nos muestra el camino de las 35 horas de jornada semanal).
• Cobertura universal de los sistemas públicos en atención a la dependencia.
• Limitación de los incentivos adversos al empleo femenino.
Estas propuestas están fundamentadas en la evidencia empírica que muestra el efecto de las políticas públicas sobre el comportamiento de las personas (hombres y mujeres), de las empresas y de las instituciones. La experiencia de los cambios estructurales operados en los países nórdicos hace medio siglo, mediante un cambio radical en las políticas públicas, es especialmente relevante. A pesar de que en estos países queda aún un largo camino que recorrer hasta la eliminación de la división sexual del trabajo, sus avances y sus asignaturas pendientes son la fuente más relevante de inspiración para todos los gobiernos que pretendan avanzar hacia la igualdad de género.
María Pazos es licenciada en Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid, magíster en Estadística por la Universidad de Harvard. Jefa de Estudios de Investigación del Instituto de Estudios Fiscales de Madrid e integrante de la Asociación Internacional de Economía Feminista.
Una versión más extensa de este artículo fue publicada en 2017 en Ekonomiaz Nº 91.