Cuando en el siglo XVII los contractualistas definieron las condiciones mínimas para el sostenimiento del Estado moderno, concluyeron que la capacidad para recaudar impuestos y contar con un poder coercitivo capaz de garantizar la seguridad de los habitantes eran las principales. Sin la primera condición, además, no era posible la segunda.

Los impuestos abandonaron entonces la triste condición de “peajes” dictados por los poderosos para apropiarse del trabajo de los comunes (entre imperios y colonias, entre señores y siervos) para transformarse en un instrumento consagrado en el derecho público de todas las naciones. Hoy en día, las discusiones no tratan sobre impuestos sí/impuestos no (como parece estar colocado a menudo en el debate público) sino sobre cómo hacer que la política fiscal del Estado se transforme en un instrumento de justicia social.

Sin embargo, en nuestras sociedades, los impuestos siguen teniendo la mala fama de antaño. Una parte importante de la opinión pública los considera abusivos, ilegítimos, destinados al despilfarro y aplicados con absoluta arbitrariedad. Estos argumentos van en contra del sentido común, ya que los impuestos afectan a todos, financian la estructura del Estado que sostiene la vida pública de un país y son consagrados por leyes con requerimientos especiales. No obstante, la reacción política que abona tal “opinión pública” no hace más que confirmar esa falacia.

La oposición política y movimientos como el de los autoconvocados basan buena parte de su prédica en la reducción de los impuestos y del gasto del Estado, sin explicar nunca los aportes con los que ellos mismos son beneficiados, ni los temibles resultados que producirían esos planteos en caso de ser implementados.

A su vez, en la izquierda se teme hablar de impuestos porque con eso “se pierden votos”. Aun en las propias discusiones programáticas del Frente Amplio, en las que yo misma he participado, connotados cuadros políticos se oponen sistemáticamente a incluir cualquier mención a un aumento de la carga tributaria en los papeles, presos del viejo y conocido “deseo de no espantar” contra el que tanto escribió Lenin.

La primera condición para introducir modificaciones tributarias es impulsar un debate serio y políticamente responsable sobre el tema. No existe aquello que nos es común a todos (la res publica) sin que cada uno ponga su parte. Todos tenemos que contribuir al sostenimiento del Estado. Después, podemos discutir sobre la eficiencia del gasto público y las cargas que corresponden a cada uno. Pero eludir la discusión sobre la carga tributaria o inducir la creencia de que es posible reducir impuestos y mejorar los servicios públicos es una manera de escurrirle el bulto a la verdad más simple. La igualdad no se logra sólo porque los pobres sean menos pobres, sino –y fundamentalmente– porque los ricos deben dejar de ser tan ricos. Esta es la parte de la ecuación de la que nadie quiere hablar, porque, ¿quién se va a animar a comprar un conflicto con la parte más poderosa de la sociedad?

No faltará quien predique el viejo discurso de que hay que igualar para arriba y no para abajo, eludiendo que riqueza y pobreza son totalmente interdependientes. Existe una porque existe la otra.

La condición concomitante con esta es disponer de información suficiente sobre la riqueza como para poder fundar las decisiones de política tributaria sobre bases seguras y confiables. Y esta es una parte del problema. Las bases de datos sobre la pobreza son abundantes y han mejorado muchísimo en todos estos años. No sucede eso con la riqueza. Es difícil obtener datos fiables sobre la ganancia y las utilidades de las empresas, sobre quiénes son los propietarios de la tierra (más de la mitad de la tierra está en manos de sociedades jurídicas) y sobre la riqueza patrimonial.

La proliferación de fórmulas jurídicas destinadas a proteger la reserva de estos datos va en inversa proporción a la necesidad de información de una ciudadanía “ilustrada” que quisiera tomar parte en el debate sobre los impuestos. Las razones por las que disponemos de tantos datos sobre la pobreza (y los pobres) y tan poco sobre la riqueza (y las empresas) son de índole política.

La segunda condición para que existan modificaciones impositivas para una sociedad más justa es, sin duda, una reforma tributaria en serio. Revisando América Latina, son escasos los intentos de reformas tributarias más o menos estructurales que se hayan practicado en la década y media de gobiernos progresistas en la región. Sin embargo, es importante destacar que los ingresos tributarios aumentaron muchísimo en estos años. En 1990, los ingresos tributarios en América Latina representaban en promedio 14,4% del Producto Interno Bruto (PIB), mientras que en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos alcanzaban 32,2%. El salto entre el año 2000 (cuando eran 17% del PIB) y 2013 (cuando alcanzaron al 21,3%) es muy significativo, pero la principal contribución allí la hicieron los países con gobiernos progresistas. En Brasil, Argentina, Bolivia, Uruguay y Ecuador, el salto entre 2000 y 20013 es gigante: Brasil pasó de 30% a 36%, Argentina de 18% a 31%, Bolivia de 15% a 28% y Uruguay de 22% a 27%.

La reforma tributaria uruguaya de 2007 es la más destacada en la literatura económica sobre América Latina, (1) y su impacto sobre la desigualdad, largamente estudiado. Sin embargo, la forma que adoptó Uruguay, de una estructura “dual” que grava distinto al capital y al trabajo, muestra los problemas que enfrenta un gobierno de izquierda cuando quiere usar la política tributaria como instrumento redistributivo.

Efectivamente, sigue siendo el trabajo y el consumo lo que constituyen la piedra angular de la estructura tributaria uruguaya, aunque la progresividad del sistema haya mejorado. Y son dos piedras angulares que funcionan bien en épocas de bonanza económica (cuando hay trabajo y se consume) y mal en épocas de vacas flacas. En la Rendición de Cuentas de 2016 se introdujeron modificaciones al sistema para impedir una menor recaudación del Estado -habida cuenta de que la tasa de crecimiento económico se había encogido- que gravaron las franjas más altas.

Sin embargo, cualquier intento de modificar el mínimo no imponible (para ampliar la base del sistema) enfrenta resistencias importantes del conjunto de los trabajadores, al tiempo que los impuestos sobre haberes jubilatorios siempre están sometidos a una intensa discusión sobre su inconstitucionalidad (habida cuenta de las dos reformas constitucionales que impulsaron las organizaciones de jubilados para proteger el valor de sus pasividades).

Impuestos que gravan la riqueza, como el impulsado por José Mujica durante su gobierno (ICIR; Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales), fueron declarados inconstitucionales por la Justicia, y el impuesto a las altas jubilaciones militares que está hoy discutiéndose en el Parlamento enfrenta más resistencias que apoyos. Las presiones corporativas son importantes cada vez que se trata de modificar el sistema que hoy funciona. Y nada asegura que próximos gobiernos, si tuvieran otras orientaciones políticas, so pretexto de conquistar apoyos populares o empresariales, no comiencen a toquetear la estructura tributaria hasta volverla finalmente regresiva.

Una tercera condición para las modificaciones en la estructura tributaria en pro de la igualdad es que la política no debe ejercerse sólo sobre los “connacionales”, sino también sobre las empresas extranjeras. En este tratamiento dual al trabajo y al capital, debe tomarse en cuenta las grandes concesiones que los países hacen a las empresas transnacionales y la competencia tributaria que hay entre países para captar esas inversiones. Uruguay es un ejemplo. Las concesiones hechas para la instalación en zonas francas de varias empresas extranjeras y multinacionales generaron un efecto dominó del que deberíamos haber aprendido bastante más de lo que parece. Cada nuevo emprendimiento que invertía en Uruguay pedía el mismo trato que habían recibido los anteriores y agregaba alguna condición más. El examen detallado de las concesiones hechas a la primera inversión de UPM y lo que están exigiendo ahora para la segunda planta son una clara demostración.

Esto va de la mano con la política exterior de nuestros países, ya que la firma de tratados bilaterales de inversión (protegiendo únicamente a las empresas filiales de los países que invierten en América Latina), la exigencia de mantener la “credibilidad internacional”, unidas a la necesidad de inversión externa, habilitan a que el conjunto de estrategias jurídicas y económicas que emplean las empresas transnacionales para bloquear una política pública de un país cuando está siendo contraria a sus intereses sea muy eficaz (aunque valoramos el éxito en el caso Phillip Morris, no debemos olvidar el bloqueo al crédito bancario a las farmacias que venden cannabis o las dificultades para implementar el etiquetado transgénico de alimentos).

Finalmente, y como fuera consagrado en la columna de Gustavo Viñales publicada el 12 de abril en Dínamo de la diaria, titulada “Impuestos y desigualdad: los desafíos de las reformas fiscales verdes”, el debate sobre los “costos ambientales” recién está empezando. Son reformas tributarias destinadas a gravar la depredación ambiental causada por las actividades económicas, pero que pueden funcionar como instrumentos disuasivos de la generalización de estas mismas prácticas (como el uso del glifosato, o la reglamentación que haga efectivo el canon del agua de uso agrícola). Aunque como señala el artículo, esta reforma puede ser “neutra” desde el punto de vista fiscal, impactará de manera definitiva sobre las poblaciones más vulnerables, que son las que en mayor medida se ven afectadas por estas prácticas contaminantes.

Uruguay sigue siendo un país muy desigual y el paisaje urbano, con sus fragmentaciones, sus exclusiones, sus barrios de ricos y sus zonas “rojas”, lo dibuja con especial nitidez. 1% de la población concentra un cuarto de la riqueza que se genera en el país (y 0,1% de ese 1%, es decir unas 2.500 personas, concentra la mitad de esa riqueza), y el 10% más rico, 62%, según datos recabados por el economista Mauricio da Rosa. (2) Al mismo tiempo, la desigualdad afecta la distribución de otros activos, como la vivienda o la educación.

El debate está servido. Pero es necesario esclarecer, a efectos de ese debate, al menos dos conceptos fundamentales. El primero es que ninguna política tributaria, por progresiva que sea, va a dejar de gravar a los sectores medios. A veces, cuando escuchamos estas discusiones, siempre da la impresión de que si se grava a los sectores más ricos, las clases medias dejarán de sentir la presión tributaria. Esto no es así y buena parte de los debates que tenemos (sobre el Fondo de Solidaridad, sobre la contribución inmobiliaria rural, sobre la devolución de los aportes del Fonasa, entre otros) parecen olvidar que cada uno debe aportar en función de lo que gana. Y que lo que gana, descontado su esfuerzo, está muy influenciado por una desigualdad de origen, que lo benefició a lo largo de su vida (mejor nivel educativo en su hogar, activos familiares, etcétera). El debate sobre “la herencia”, al que Rodrigo Arim hizo una excelente contribución en días pasados, serviría para el sinceramiento de estas cuestiones.

En segundo lugar, y a propósito de una encuesta realizada recientemente, (3) cabe destacar que no podemos plantear la falsa oposición entre impuestos y eficiencia del gasto. La encuesta, efectivamente, cae en “crear” una oposición entre ambos, y toma un partido teórico (el que opone eficiencia del gasto y aumento de la tributación) como el que abona buena parte de estos debates, incluyendo los muchos que se dan en el Parlamento todos los días entre gobierno y oposición.

Preguntados los ciudadanos sobre si a) “deben aumentarse los impuestos a los que más tienen para que el Estado brinde más y mejores servicios públicos a la población”, y b) “no deben aumentarse los impuestos sino que debe mejorarse la administración del Estado para la mejora de los servicios públicos”, claro que optan por lo segundo, y por un gran margen: 79% a 21%.

La forma de preguntar no hace sino alimentar la falacia en que incurre el debate una y otra vez. Porque es posible mejorar la eficiencia del gasto público, siempre, pero eso no puede obstar que nos sinceremos respecto de cuánto estamos dispuestos a sacrificarnos por el bien común. Al parecer, poco.

Eso revela, finalmente, cuánta tolerancia a la desigualdad está dispuesta a tolerar una parte de la sociedad para mantener su nivel de vida. Es importante entonces dar una batalla cultural por la sensibilización (primero) frente a las condiciones de vida de los que poco o nada tienen (en un mundo fragmentado donde se vive entre iguales, se vuelve difícil ser solidario con lo que no se ve), y un sinceramiento sobre cuál es ese gasto público que debemos soportar entre todos; ese que no se ve, pero que sostiene la sociedad todos los días. También debemos sincerarnos respecto de cuánto sacrificio de nuestros privilegios estamos dispuestos a tolerar, en pos de vivir en un mundo más justo.

(1) Nueva Sociedad Nº 272. “Son los impuestos, estúpido”. Justicia tributaria e igualdad, noviembre-diciembre de 2017, Argentina.

(2) Da Rosa, Mauricio (2016). “La distribución de la riqueza en Uruguay. Una aproximación por el método de capitalización”, Instituto de Economía de la Universidad de la República.

(3) Informe: Impuestos y Eficiencia Gasto Público-Marzo 2017, Opción Consultores.

Constanza Moreira es licenciada en Filosofía, doctora en Ciencia Política y senadora del Frente Amplio.