Guillermo Francella ha hecho de la desgracia la marca de fábrica de su carrera. Lo hemos visto lamentarse como un perdedor nato, lamentarse como un hombre que no está a la altura de lo que desencadenó su propia astucia y lamentarse como un simple mortal cuyos diques emocionales (ya sea por enojo o por excitación) están al borde del desborde. Llegó al punto de que su rostro de infortunio –muchas veces rompiendo la cuarta pared y mirando a la cámara– casi que se incluyó en el léxico rioplatense: “No me pongás cara de Francella, eh”. Es por estas razones que su elección para el protagónico de Animal es lógica –demasiado lógica, quizá–. Casi como si pudiéramos agregar en el tráiler: “Animal, una nueva aventura de Guillermo Francella”.

En esta ocasión el desgraciado es Antonio Decoud, un especialista de un frigorífico que vive con su familia perfecta en su perfecto hogar de un coqueto barrio del área suburbana de Mar del Plata. Antonio parece tener todo, pero un problema renal lo coloca en la angustiante espera de tener que aguardar, entre diálisis, a que su nombre finalmente aparezca en una lista de espera para recibir un trasplante de riñón.

La premisa da lugar al absurdo: ante la desesperación de no avanzar en la lista de espera, Decoud encuentra en el mercado negro (nada de la deep web, señores y señoras, un blogspot a la vista de todos, como en los viejos tiempos) un donante que ofrece su riñón a cambio de dinero. El postulante es un linyera (Federico Salles) que no quiere trabajar y que espera que este trámite le permita conseguir una casa donde vivir con su novia (Mercedes de Santis).

El tema es que los dos, más que linyeras, son unas larvas de la sociedad que están todo el tiempo viendo cómo hacer todo un poco peor, un poco más jodido. El arreglo toma tintes mefistofélicos cuando los dos comienzan a apersonarse sin previo aviso en la morada de los Decoud, dando cuenta de que quieren mucho más que una simple casita. Más bien, quieren la casa de Antonio, o, por qué no, su vida misma. La película va en un crescendo y lo grotesco va ganando terreno como manchas de humedad que invaden una pared, con los dos parásitos pidiendo más y más, y el protagonista dispuesto a renunciar a más cosas para poder tener un poco más de tiempo de vida. El giro es esperable y casi no tenemos que avisar spoilers: imagínense qué pasaría con un protagonista así en un capítulo de la teleserie Tiempo final.

La película parece suscribir a la idea de un egoísmo inherente que atraviesa todas las esferas y capas de la sociedad, una serie de pequeñas traiciones y mezquindades que pueblan nuestra verdadera naturaleza. De ahí proviene la idea de “lo animal” que da nombre al film: en la búsqueda de la supervivencia, todo vale, todo es comer o ser comido.

Muchos directores han ahondado en este complejo subsuelo de lo humano, con diferentes resultados. En este sentido, el trasfondo de Animal recuerda bastante a la reciente El sacrificio de un ciervo sagrado (2017), en la que una mala praxis médica desencadena una enfermedad con ribetes de maldición griega que cae sobre la familia del responsable. El problema es que mientras que en la película de Yorgos Lanthimos esa maldición y esa exploración de lo humano atraviesan transversalmente los diversos grupos sociales (incluso familiares), en Animal el mal no proviene de múltiples centros, sino de uno solo. En cierto punto, la metáfora de lo enfermo de la película de Armando Bo encuentra como contenido etiopatogénico el contacto con los pobres. Es, casi, por así decirlo, un cautionary tale, un cuento cuya moraleja es la advertencia de lo que pasa cuando querés negociar con gente pobre. Perfectamente podría decirse que esta última queja obedece a una agenda de corrección política, pero lo cierto es que muchas películas han retratado a las clases bajas de forma mezquina y grotesca –pensemos en Brutos, feos y sucios (1976), de Ettore Scola, o en Los olvidados (1950), de Luis Buñuel–, pero con cierto giro, o cierto candor o contundencia que está ausente en Animal. Se llega a criticar a Antonio, pero esa crítica no parte de su marco social, como sí puede pasar en películas como las del ya citado griego, las de Lars von Trier o las de Michael Haneke.

Esta, en todo caso, es simplemente la pesadilla húmeda de la clase alta argentina: “Los pobres son así; les das una mano y te agarran del codo”; “sólo quieren coger y reproducirse: es más, escondé a tu hija, que capaz que se la mandan a ella y todo”; “en el fondo, todos están resentidos, quieren tener lo que vos tenés, pero sin el laburo que te llevó lograrlo”; “¿cómo puede ser que esos pichis tengan órganos sanitos, mientras que vos, que te mataste laburando, no los podés tener?”. Y lo cierto es que detrás de toda pesadilla se encuentra, agazapada, una fantasía: la de poder vivir como ellos, la de poder coger como ellos, la de no depender de nadie y hacer lo que te dé la gana como ellos.

Hay diversas Sodomas y Gomorras que son presentadas en el film de una manera ridícula: tanto el infestado de drogadictos donde viven Elías y Lucy como la zona roja a la que recurre Antonio para buscar a una travesti que le venda un riñón (con filtros de neón rojo que le dan un ambiente más infernal, más infecto, por supuesto).

La película podría tener todos estos detalles ideológicos poco queribles y aun así ser una buena película. Sin embargo, los errores aparecen por todos lados. En primera instancia, hay un problema grave de guion y, sobre todo, de dirección de actores. Francella está en piloto automático, como si estuviera diciendo sus parlamentos por primera vez, como si se los recitaran por cucaracha. Nunca se entiende qué es lo que Armando Bo quiere hacer con Carla Peterson (en el rol de la esposa de Antonio): la vemos deslucida, entrando y saliendo de pantalla como si tuviera diez Rivotril encima. Los hijos son casi un decorado del film, y, si bien las actuaciones de Mercedes de Santis y Federico Salles se destacan en lo que refiere a elección de elenco, por momentos parecen más unos hipsters caídos en desgracia que unos auténticos lúmpenes.

Finalmente, las incongruencias del guion podrían ser permisibles en un film que fuera más alocado o cómico, pero con la mezcla de registros de género terminan volviéndose imperdonables. ¿De dónde sacan los linyeras plata para la nafta de la Mehari con la que aparecen en todos lados? ¿Es posible hacer un trasplante de riñón con sólo dos personas y con el cirujano especializado únicamente en operaciones cosméticas? ¿Sólo basta tener el mismo tipo de sangre para ser compatible? ¿Realmente se puede vender semejante vivienda, sin escribanos ni abogados, como si fuera algo tan simple como entregar una llave?

La respuesta a cualquiera de estas preguntas en Animal es “sí” o “andá a saber”, lo que sea para que no se detenga la máquina de proyecciones de la clase alta con respecto a los más indeseables.

Animal | De Armando Bo. Con Guillermo Francella y Carla Peterson. En Grupocine Torre de los Profesionales; Life Cinemas Alfabeta y Punta Carretas; Movie Montevideo, Portones y Punta Carretas.