Balance y perspectivas de los progresismos

Avances sociales, reformas estructurales, cambios culturales. Fin de ciclo, derrotas, parates, fracasos puntuales, continuidades. Se puede caracterizar de muchas maneras la suerte de los progresismos de la región en el siglo XXI. El propio término “progresismo” no tiene una definición unívoca, como tampoco es clara su relación con las izquierdas. Este mes, en Dínamo, nos abocaremos a realizar balances del período que sirvan de base a nuevas concepciones y propuestas de transformación social.

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El devenir de los procesos políticos, económicos y sociales suele ser bastante impredecible. Por lo tanto, no parece factible que alguien pudiera anticipar con cierto grado de detalle la dinámica de los gobiernos progresistas en América Latina. En un mundo plagado de incertidumbres y volatilidades en lo geopolítico, lo comercial, lo financiero y lo tecnológico, esa tarea se hace aun más complicada. Pero también es cierto que no era esperable que todos los países con gobiernos de dicha orientación evolucionaran de la misma manera, no sólo porque los puntos de partida eran diferentes, sino también porque, a pesar de cierta familiaridad ideológica, diferían significativamente en enfoques básicos de la política, la economía y la sociedad.

Los objetivos del mayor bienestar de la población, con particular énfasis en los sectores más desprotegidos, y la construcción de una plataforma de oportunidades más equitativas, han sido uno de los elementos comunes de todas estas experiencias. Sin embargo, las políticas implementadas, los valores dominantes, la forma de procesarlas con la sociedad, los resultados y la sustentabilidad de tales procesos han variado significativamente de un caso al otro.

Una aproximación de izquierda al diseño e implementación de políticas públicas no debe confundirse con una vana enumeración de buenas intenciones y expresiones de deseo que no se condicen con las posibilidades reales. Este enfoque confunde los procesos de transformación misma de la realidad, con la declamación de un “deber ser” enunciado desde un aparente pedestal ético. No es así que se opera efectivamente en la mejora concreta de la sociedad y, en especial, en las condiciones de vida y las oportunidades de los sectores más desprotegidos de la población. La izquierda debe analizar críticamente la realidad para transformarla en un sentido progresivo. Esto es lo que caracteriza la ética de la sociedad. Si los juicios emanados desde un supuesto Olimpo de la ética no contribuyen a transformar la realidad, difícilmente puedan considerarse de izquierda. Si además estimulan al inmovilismo en cuanto a las reformas sociales, no sólo no son de izquierda, sino que incluso se convierten en obstáculos para su desarrollo.

Los procesos nunca son idílicos y nunca se llega a la utopía, siempre cambiante y lejana. Por eso los caminos son lo relevante: la orientación, la construcción democrática con la sociedad, los avances, la capacidad de consolidarlos y de regenerar agendas progresivas que refuercen el proceso. En todas estas dimensiones, las experiencias llamadas progresistas en la región han tenido pinturas variadas. El camino efectivo de cambios estructurales dista de ser perfecto, como toda obra transformadora que llevan adelante las sociedades caracterizadas por la democracia y la diversidad de preferencias e intereses. No hay senderos hipotéticos, sino senderos posibles. Pero el camino tiene que mostrar perspectivas claras, con transparencia y ética, con claridad de objetivos e instrumentos que los hagan perdurables.

Si los avances económicos y principalmente sociales son efímeros, lograr el objetivo se hace extremadamente difícil. Hacer sostenibles los procesos pasa por claridad conceptual y estrategias razonables, pero sobre todo pasa por la forma de procesarlos políticamente. La izquierda debe ser inflexible en la cuestión democrática y ética si quiere que el camino continúe.

Aún hay gente para la cual la estabilidad macroeconómica y el respeto a las reglas de juego siguen siendo caprichitos tecnocráticos. El mundo sería mucho más sencillo si así fuera. Pero definitivamente no lo es. Y la experiencia de varias sociedades latinoamericanas lo ha demostrado en el pasado y lo sigue demostrando en la actualidad. Lo triste es que quienes pagan los platos rotos son justamente aquellos a los que más tenemos que proteger, si es que queremos consolidar la ética de la sociedad.

Las supuestas afinidades ideológicas tampoco han servido para unirnos en una estrategia progresiva. Fueron tiempos de marcha atrás en la ya menguada integración regional y de desorden conceptual con relación a un posible camino conjunto de saludable integración al mundo. Los países pequeños fuimos sin dudas los más perjudicados en este devenir. Reivindico la izquierda que hizo avanzar a la sociedad en lo político y en lo económico, que alentó la convivencia social, redujo significativamente la pobreza y logró reducir las inequidades. Y que lo hizo con transparencia y con valores éticos. Pero que también sentó bases para que esos logros perduren, sin pausa pero sin prisa, como dice el refrán.

Los apuros difícilmente son buenos aliados. No lo eran cuando Karl Marx debatía con Pierre Joseph Proudhon, no lo eran cuando Lenin discutía con los eseristas rusos, no lo eran cuando el general Liber Seregni reivindicaba el camino de acumulación popular antes, durante y después de la dictadura, y no lo son a la hora de implementar políticas progresivas sustentables en la actualidad. Lo mismo puede decirse cuando se procuran atajos que no respetan los principios básicos de la ética y la transparencia. Debemos mantener la inflexibilidad en los objetivos tanto como en el rechazo a la corrupción. Lamentablemente, no todas las experiencias latinoamericanas apuntaron a revertir la forma de hacer las cosas que caracterizaban la historia política de muchos países de la región. No justifica decir que siempre se hizo así y que la forma de llegar y mantenerse es así. Hay batallas que hay que dar por principios. Porque a la corta o a la larga, los desvíos éticos también los pagan los más desprotegidos.

Afortunadamente, en algunos de nuestros países se ha elevado el bienestar, se ha reducido la pobreza y la desigualdad. Varios de nuestros gobiernos han mostrado que es factible crecer de manera inclusiva, que se puede incrementar la producción y distribuir más equitativamente. Me enorgullece sentir que Uruguay es uno de ellos. Queda mucho por hacer. Y en base a esas buenas experiencias es que hay que perseverar. Con objetivos claros y la ética a flor de piel.

Mario Bergara fue subsecretario y ministro de Economía y Finanzas de los gobiernos del Frente Amplio. Desde 2015 preside el Banco Central del Uruguay.