Una explosión en el infierno. En eso se convirtió el caso de Carlos Robledo Puch. Algunos todavía recuerdan la frase que lanzó después de ser condenado a cadena perpetua, a fines de 1980: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”. Antes de cumplir 18 años, Robledo Puch se convirtió en el mayor asesino múltiple de la historia criminal argentina. Venía de una familia de clase media, hablaba inglés y alemán, tocaba el piano, y presumía de su impactante belleza angelical.

Entre mayo de 1971 y febrero de 1972 mató a 11 personas –en general, por la espalda o mientras dormían–, concretó 17 robos, violó a una mujer y llegó a dispararle a un bebé que lloraba –aunque la bala terminó rozando la cuna–, como si en verdad fuera un juego. La prensa lo apodó “El ángel negro”, y la Justicia lo catalogó como un psicópata irrecuperable que mataba por placer. Como cuenta en su libro el periodista argentino Rodolfo Palacios (El ángel negro, 2010), Robledo gastaba el dinero que robaba en autos, motos y alcohol. Después de cada atraco se iba a festejar, sin imaginar que algún día podrían arrestarlo. Sus dos últimos amigos y cómplices (Jorge Ibáñez y Héctor Somoza) murieron en 1972; a uno le deformó la cara con un soplete, y el otro murió en un oscuro accidente. Así, Robledo confirmó que el mal también se refugiaba en las familias bien, y que no sólo la fealdad configuraba un peligro, como todavía algunos creían en esa época (sustentados en la teoría del criminólogo positivista Cesare Lombroso).

Caja negra

Después de la serie Historia de un clan (2015), en la que Rodolfo Palacios trabajó como asesor del director Luis Ortega (El marginal), a raíz de su libro sobre Arquímedes Puccio, el dúo volvió a cruzarse en El ángel, la película que recrea el ascenso, apogeo y caída del asesino que continúa preso en Sierra Chica. “Mandale decir a ese que si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle tres cuetazos en la nuca”, le comentó casi al pasar Robledo a un compañero de celda. El aviso iba para el periodista que lo retrató en 2010 y que lo mostró como un delirante y megalómano que reniega de su historia.

Como un estruendo pop, El ángel comienza con una inconfundible estampa de época: al ritmo de Pappo, Leonardo Favio o Manal, el film se inspira en el caso pero propone un híbrido entre road movie, musical y drama, basado en la candidez perversa de un adolescente que nunca sigue un plan. Su ruta es trazada por un recorrido impune y pasional, que lo induce, incluso, a bailar en medio de un robo, como si en verdad se dejara llevar por una fuerza extraña que lo empujara hacia la oscuridad y el crimen, al son de “el extraño de pelo largo / sin preocupaciones va”.

Así como el film deja de lado la sangre y la violencia, tampoco se plantea una exploración psicológica del protagonista, y lo acompaña en ese enfrentamiento con una realidad de la que apenas conoce su capa más superficial. A ese contexto se le confiere un evidente marco político (la dictadura de Alejandro Lanusse), con una fuerza policial que, de inmediato, sospecha que son “los terroristas” los que actúan de ese modo, y no un adolescente de Barrio Norte. El ángel no plantea enfrentamientos morales, tampoco juzga o intenta resolver enigmas, apenas echa luz sobre ese goce perverso de Robledo, sin profundizar en su oscuro espesor. En ese vértigo de andar sin rumbo, de robar porque sí –y no por codicia–, de ocultar una supuesta homosexualidad (para los diarios se trataba de un “invertido”) y bancarse las bromas del barrio, se plantea un gran interrogante que la película nunca se propone responder: ¿por qué?

En general, las fibras invisibles de los personajes se convierten en el soporte fundamental de sus prácticas. Pero en el caso de Robledo, cuando se enreda –en un crimen, un robo, una mala broma–, se ríe, y se olvida de su repertorio. Se libera de su realidad, aunque esté cada vez más entumecido por la espiral de su propio mal.

Con la misma paleta cálida y apastelada de Historia de un clan, aquí se ofrecen ciertos ejes de simetrías que contribuyen al pulso de la acción, entre las escenas de baile, los saltos, las caídas y los disparos, que se vuelven un mecanismo deliberadamente acelerado e incluso irreflexivo, pero sin perder precisión, a la vez que llama la atención sobre esa lógica incomprensible que opera detrás de ciertos actos. Es que la historia no expresa culpa ni conciencia: tan sólo interpela, y hace vibrar con algo tan sobrecogedor como es la –adivinada– destrucción impune.

Uno de los grandes hallazgos de Ortega es la revelación del debutante Lorenzo Ferro –de un parecido apabullante con Robledo–, que propone una interpretación alejada de las grandes gesticulaciones y demuestra su habilidad para construir un personaje complejo, que logra sugerir, engañar y confundir. A Ferro lo acompañan Mercedes Morán, un notable Daniel Fanego, Chino Darín (como su cómplice y amigo) y Cecilia Roth, que interpretan una serie de personajes enfrentados a cuestiones de género, sexualidad y poder, y a una fuerza social que intenta restablecer el orden (“A dónde está la libertad / no dejo nunca de pensar, / quizás la tengan en algún lugar / que tendremos que alcanzar”, interpela Pappo desde el comienzo).

Mosaicos tumberos

Con el tiempo, Rodolfo Palacios se ha convertido en un cronista inconfundible: entrevistó, con una insistencia obsesiva, a varios de los principales criminales de su país (si se deja de lado a los responsables de terrorismo de Estado y de graves crisis socioeconómicas) y rastreó hasta el cansancio los enigmas ocultos detrás de esas criaturas impensadas. En sus libros no los juzga ni los enaltece, sólo se detiene en pequeños gestos y silencios, o en arrebatos imprevistos que derivan en confidencias impensadas.

Al comienzo de El ángel negro, Palacios incluye una de las tantas cartas que le envió Robledo, en la que se evidencian sus sobresaltos desequilibrados e infantiles: “No quiero dar lástima ni parecer un idiota”, le dice, en respuesta a un reportaje que había publicado. “Además, me rompe las pelotas que hagas lo que hacen todos: compararme con la basura del Petiso Orejudo, el matador de niños. A veces pienso que tu nota me hizo quedar como un semianalfabeto, un retardado, un débil mental, un verdadero opa. No sé si no es mejor quedar como un asesino hijo de mil putas”.

Foto del artículo 'Territorio de la crueldad'

Desde Buenos Aires, el periodista dijo a la diaria que, en el caso de Robledo, lo primero que le impactó fue “la belleza de esas fotos casi místicas. Era como esa cuestión de ángel asexuado”. Recuerda que en El diario de un ladrón (1949), Jean Genet planteaba que el asesino llegaba a un momento de esplendor máximo, en el que su obra estaba “muy arriba, y esto pasa en todos los aspectos”. “En Robledo se da el día en que lo detienen; era como si su obra terminara. Por eso son tan impactantes las dos o tres fotos que hay de ese momento, que parecen casi de una película de los años 50 o 60... Es como si hubiera elegido ese camino. O, como dice [Enrique] Symns, hay algunas almas en las que el asesinato se instala antes de que se cometa. Quizá en Robledo sucedió eso”. Aclara que, en el caso de El ángel –que coguionó junto con Ortega y el novelista Sergio Olguín–, el largometraje se inspira “libremente” en estos hechos, y muestra a un Robledo que vive el robo como algo sagrado, como un “cuento de hadas” en el que la muerte no existe.

El guionista se aleja de la victimización o la épica indulgente diciendo que el protagonista, tanto en la película como en la realidad, cae detenido. Y coincide con Ortega en que la tarea del cine no es determinar el bien o el mal (“Que es lo que muchas veces el público demanda: el juicio, mostrar todo eso que está mal”). “Da cuenta de la vida de un joven que se siente actor de su propia película. El Robledo real se vestía de forma similar al Robledo de Ferro. También iba a bailar y tocaba el piano”, dice. En cuanto a la posibilidad de “romantizar a un asesino”, responde que el afiche de la película se inspiró en una foto real. “El cine tiene su estética, se trate de una escena de un médico rural que cruza un río en canoa para salvar una vida, o de un mafioso que se hace besar el anillo. ¿Humaniza a un asesino aquella escena de [Marlon] Brando en el papel de Corleone, en la que está jugando con su nieto?”. Para él eso se vuelve inevitable porque se trata de seres humanos: “Esos claroscuros son lo que me interesan. Nadie es monolíticamente malo ni monolíticamente bueno. Eso que dice Leila Guerriero, de que siempre se cree que el malo está todo el tiempo ejerciendo el mal y que el bueno está todo el tiempo haciendo el bien. Hay un momento en que se relajan, y pueden llegar a emocionarse”. En su caso, hasta “los peritos contratados por su familia decían que era incapaz de derramar una lágrima, que era despiadado y perverso. Sin embargo, un día él me habló de su infancia, recordó cuando su padre le enseñó a remontar un barrilete, y lloró como un niño”.

Desde adentro

Robledo –que desde hace años está indignado con Palacios– no vio la película; sólo pidió que no figuraran los nombres de sus padres. El autor de Conchita. El hombre que no amaba a las mujeres no ubica al film en el género policial, ya que desde el comienzo se trata de un caso resuelto. Prefiere situarlo entre un collage de géneros, un drama con atisbos de comedia, una historia de amor imposible, o un viaje luminoso hacia la oscuridad de un niño criminal, que se va decepcionando con aquellos que se cruzan en su camino. “No es un documental o una biopic tradicional. El Gatica de Leonardo Favio no era como el Gatica real. La película es la interpretación artística y estética de un ladrón que actúa como si lo estuvieran filmando, y como si cada golpe fuera una performance, algo que remarcó Olguín, y que nos pareció un hallazgo”. O, como escribió Leonardo Favio, “su percepción de la vida nace de su sensibilidad temeraria”. Ocho años después de publicar su libro, Palacios admite que en Robledo todo se vuelve compulsión: robar, chocar y matar “porque sí”, como piezas que caen al azar desde un precipicio, y, al caer, “terminan ordenándose como un plan oculto que se fue tejiendo a espaldas de todos”.

Cuenta que en el período de investigación de Historia de un clan, Ortega visitó distintas cárceles, habló con miembros de la banda del clan Puccio, con los familiares de víctimas, analizó videos de la época. Y para la película de Robledo Puch siguió un recorrido similar. “Desde conocer a los amigos de la infancia del asesino hasta recorrer su barrio y leer recortes del caso. Recuerdo que le di las 40 cartas que me escribió Robledo y él las leyó, más allá de que no iba a ser un documental, sino una versión inspirada muy libremente en Robledo. Después de esa etapa de sumersión, Luis inventó mundos, personajes, situaciones”.

No cree que filmar series o películas sobre asesinos célebres se haya vuelto tendencia, porque se trata de ficciones que “existieron siempre”, y recuerda al clásico M (1931), el vampiro asesino de Fritz Lang. “Creo que en tiempos en los que a veces todo es vértigo, virtualidad y poca profundidad, el cine de Luis irrumpe con una fuerza conmovedora. Y con prepotencia de trabajo. Ya lo decía Roberto Arlt: ‘Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras. Y que el futuro diga’”.

Y, como se sabe, el futuro habla. El Robledo de Palacios es insensible y delirante, y, a su vez, un derrotado. Es que el asesino, para el autor, “es grotesco; es una pobre caricatura de sí mismo. No creo que lo mío sea compasión. Es mostrar que el asesino no sólo mata a la víctima, sino también a sí mismo”. Esto también se confirma en El ángel. Como si este otro Robledo fuera un fantasma que aletea sobre la catástrofe de su caída.

El ángel. Luis Ortega. Con Lorenzo Ferro y Chino Darín. Argentina, 2018. En varias salas.