En escena, la guerra y la memoria. Entre el estado de situación límite, y todo lo que su trama engendra, el público confirma el horror de una realidad inmodificable, junto a ecos que resuenan cercanos, y que unifican territorios, historias y memorias. Con La palabra progreso en boca de mi madre sonaba tremendamente falsa, el director brasileño Aderbal Freire Filho volvió a trabajar con El Galpón, esta vez en la adaptación de un texto del escritor franco-rumano Matei Vişniec. La obra transcurre en una aldea masacrada por una guerra civil y sigue a un grupo de personajes que se enfrentan a los muertos de la guerra, y que deben convivir con la presencia de esa ausencia; exiliados que regresan a un país arrasado; la reconciliación nacional, que se adivina despiadada y cruel; el afán del capitalismo por transformar todo en mercancía (huesos, recuerdos, cualquier símbolo: todo tiene precio). Si Augusto Boal proponía la humanización del oprimido, porque la opresión, en sí misma, ya era una forma terrible de deshumanización, en esta puesta, la palabra –y su omisión– es algo que atraviesa la vida en su conjunto y que se convierte en representación de esa fuga, de la experiencia de reencontrarse con una identidad suspendida, pero que aún habla desde sus actos, sus gestos y sus relatos, consolidando un complejo y contemporáneo mapa de quebranto.

Desde el comienzo, Freire Filho tensiona lo dramático de las situaciones y apuesta a un lenguaje que comprende el frágil entramado del mundo. Desde ese complejo campo metafórico, se redescubre una memoria que peligra y que es necesario concebir como algo esencialmente vivo y potente. En ocasiones, este sentido teatral descansa en el cuerpo de los actores –entre sus pliegues, desplazamientos, sobresaltos–, y otras veces se traslada imperceptiblemente a los objetos –las decenas de sillas, la mesa enorme y fantasmal que se apodera del escenario–, constatando las múltiples implicancias de lo escénico para afrontar lo indecible.

La literatura como eje de expresión

Como cierre de temporada, Freire Filho invitó a Matei Vişniec (1956) y organizó un encuentro en El Galpón. Allí, el público se pudo encontrar con este dramaturgo, poeta y periodista que vive en Francia y que ha seguido un particular recorrido: antes de exiliarse, en 1987, Vişniec llevaba escritas una decena de piezas teatrales, una veintena de obras cortas y una serie de guiones, pero todas habían sido rechazadas por los censores de la dictadura de Nicolae Ceaușescu. Dos años después, cuando cayó el comunismo rumano, Vişniec se convirtió en uno de los dramaturgos más interpretados de su país y en uno de los nombres más recurrentes de la escena francesa e internacional.

El teatro es una aventura humana, dice, y reconoce que ver esta adaptación se convirtió en una experiencia movilizadora; elogió el trabajo de Freire Filho como una “experiencia excepcional” que halló “la bella metáfora dentro del texto”, ya que vio un espectáculo “de gran fuerza y elegancia estética, a pesar de hablar del horror”.

Si para Albert Camus, en el fondo de las prisiones el sueño no tenía límites y la realidad no frenaba nada, de joven, y en medio del despotismo del régimen de Ceaușescu, Vişniec comprobó que la escritura era uno de los pocos reservorios de libertad. Por eso, tiempo después reconoce que, en los países de Europa del Este, la literatura cumplió una misión extraordinaria: debió asumir la misión de la reflexión filosófica, la observación sociológica y el análisis psicológico. Es que todo estaba bajo control pero la literatura era más fuerte; se apropiaba de la metáfora y la alegoría, y podía hablar de temas que las demás disciplinas tenían vedados. Así, descubrió que la literatura era una alternativa al pensamiento oficial, la concibió contra el poder totalitario, el lavado de cerebros, el adoctrinamiento y el pensamiento único. Y hoy, desde Francia, la sigue entendiendo así. Aunque nunca alcanza con denunciar: también “se debe tratar de buena literatura”.

Reforma interior

De estudiante, Vişniec no quería irse de Rumania. Creía que el comunismo se podía reformar desde el interior, y que la sociedad del comunismo de Estado de Europa del Este podía evolucionar hacia una democracia parcial. Es que en los años 70 y 80 los regímenes comunistas de Europa del Este no eran tan represivos como las dictaduras latinoamericanas, con “sus ejecuciones, desaparecidos y torturados”. “Porque, aunque la sociedad estaba controlada de forma atroz, en general, a los disidentes se los impulsaba al exilio. Y aunque en esa época yo creía que todo era posible, el culto a la personalidad se convirtió en una locura total. Lo que vivía Rumania era la historia de Ubú rey [la obra del francés Alfred Jarry, de 1896]: vi al presidente y su esposa convertirse en los dioses de la doctrina comunista rumana, un aparato sometido, y una sociedad que se había transformado en vegetal. Estábamos casi paralizados. En esa época decidí exiliarme, porque no había ninguna esperanza de que el comunismo pudiera reformularse desde el interior. Y en 1989 vimos que se caía como un castillo de naipes. Y, en paralelo, el mundo democrático conocía otras formas de manipulación, que se presentaban como otros temas a abordar”.

Cuando pasó el tiempo, confirmó que en las sociedades totalitarias los intelectuales comprometidos contaban con zonas de confort, porque sabían muy bien dónde “estaba el enemigo”. Pero ahora, en el mundo globalizado, el adversario era más complejo de identificar (“la bancarización, el financiamiento de la economía, los que mueven los hilos del sistema mediático”). Así que desde Francia comenzó a escribir otras obras, pero desde el mismo lugar de resistencia cultural.

Todas las guerras

La palabra progreso en boca de mi madre sonaba tremendamente falsa surgió a partir del horror que implicó la guerra de Bosnia (1992-1995). “Europa no logró detenerla y, por tercera vez en el mismo siglo, vino Estados Unidos a detener la guerra”. Vişniec vivió el conflicto como un drama tan terrible de la civilización que escribió dos obras sobre esa realidad devastada. Desde el comienzo, quería que fueran las mujeres las que hablaran de la guerra: el símbolo de estas mujeres que se enfrentaron a políticas de silencio, de desmemoria y de castigo ahora se apropiaba de la escena. Una de las puestas en escena se dedicó a las mujeres violadas en Bosnia, y La palabra progreso... le transfirió el protagonismo a la voz de la madre.

Es que, desde siempre, lo que le interesa al autor es la condición humana y sus contradicciones. Y cómo “el hombre es capaz de vivir con esas contradicciones interiores”. “Es un drama de la humanidad, y sólo la literatura y el teatro pueden comprenderlo” con esa fuerza expresiva, socializante, que nunca deja de producir sentido.

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