Hablar sobre El regreso de Mary Poppins es hablar sobre la ontología de las secuelas, preguntarse por qué es infecundo (en el fondo casi siempre es por plata) y cómo se camufla en qué es una secuela y para qué sirve. Entre toda esta nueva serie de revisiones producto de la crisis creativa de Disney y un montón de estudios más, Mary Poppins tiene la extrañeza de ser narrativamente una segunda parte y estilísticamente un híbrido entre reboot y remake, es decir, gran parte de las posibilidades que admite una secuela.

Las segundas partes suelen estar sostenidas por un contrato de fidelidad con el espectador de la primera, y una continuación de la historia que la mayoría de las veces funciona más como una expansión del universo que como un nuevo desarrollo de la trama. Entre el remake y el reboot suele haber distancias más bien filosóficas: el remake suele atenerse con mayor fidelidad al guion y su fin ulterior es un pulido técnico o narrativo de la película original. El reboot, por su lado, está más cerca de la idea de la expansión del universo, muchas veces cambiando algo del equilibrio interno de la original, haciendo hincapié en una nueva lectura o adaptando la historia vieja a un escenario o tiempo diferente. Los reboots son, de por sí, los tipos de secuela que suelen caminar por la cuerda floja: su complejización del universo del film puede resultar en algo fascinante, que a veces hasta logra superar al original, y en esta búsqueda su fallo resulta mucho más irrespetuoso que el espíritu lúdico o mercantil de una simple segunda parte.

El peso del original

En una primera instancia, El regreso de Mary Poppins es, al menos en lo temporal, una simple secuela. Michael Banks (Ben Wishaw), que fue uno de aquellos niños que se sorprendieron con la magia de su nana en la versión de 1964, ahora es un hombre mayor, padre viudo de tres hijos, que se encuentra acuciado por las deudas. Su hermana Jane (Emily Mortimer) continúa los pasos de su madre, esta vez ya no militando por el sufragismo femenino, sino apoyando a los sindicatos de obreros de Londres. Jack, por su parte, es una versión de Bert que en vez de deshollinador es el encargado del iluminado público de la ciudad. Mary Poppins aparece colgada de la cometa de uno de los hijos de Michael, con la misma edad que en la película original, para descreimiento –muy temporal– de los que estuvieron a su cuidado en la versión de 1964.

Con esta premisa no es necesario dejar pasar 15 minutos para darse cuenta de que, más que tratarse de una secuela, la película reproduce escena por escena la escaleta narrativa de la Mary Poppins original. Cada segmento musical trata de jugar con las reglas de la versión anterior, generando una extraña sucesión de déjà vu que nunca llegan a transcribirse en su literalidad.

Esta dimensión compleja de la imitación no es para nada nueva. Un ejemplo perfecto de segunda parte híbrida es Home Alone 2: Lost in New York (1992; me niego a atenerme a la castellanización ridícula de “Mi pobre angelito”), en la que, si bien la historia es distinta, el film reproduce casi en sincronía coreográfica cada una de las escenas de la primera. Sería una tentación hacer un montaje de videoarte poniendo en dos televisores las dos películas al mismo tiempo, para asombrarse con su extraña simetría.

Aun así, Home Alone 2 entendía una de las reglas inherentes de las secuelas, que era la idea de la expansión del universo, quizá no en lo temático pero sí en la lógica de “más y más grande”. Aliens (1986) y Gremlins 2 (1990) son ejemplos perfectos de este principio. Con la continuación de Ridley Scott al modelo original del ser extraterrestre se ofrece una cornucopia de versiones, desatando el niño que llevamos dentro, como si quisiéramos recolectar los distintos nuevos monstruos como cazadores de pokémons. La secuela de Joe Dante, por su parte, también presenta un montón de nuevos gremlins, pero en este caso con un film que pareciera andar en un carril más veloz, como si fuera todo lo pensado en la original pero aquí se mostrara más autoparódico y anfetamínico. No está de más decir que las dos películas no sólo son excelentes obras, sino que llegan a rivalizar, desde sus extremos, con la belleza impoluta de las originales.

Ahí es donde algo no cierra con la nueva Mary Poppins. Nunca se llega a sentir que se está expandiendo ese universo, y, en vez de ir por una autopista, todo parece correr por el carril del medio. La introducción de un tema más serio (las deudas, la inminente pérdida de la casa) cambia inevitablemente la perspectiva infantil de la primera, teniendo que mezclarla con los dramas del mundo adulto. A su vez, los segmentos musicales, comparados canción por canción, nunca resultan igual de evocativos ni icónicos, y carecen de la simpleza casi de haiku que tenían las canciones “A Spoonful of Sugar”, o “Stay Awake”. El único momento en el que, desde lo musical, El regreso de Mary Poppins aprieta un acelerador digno de secuelas es en la canción “Don’t Judge a Bok by it’s Cover”, en la que vemos a Lin-Manuel Miranda rapeando al estilo de Alexander Hamilton, el protagonista de su exitosísima obra de Broadway.

Todo lo que sucede en la escena en la que Mary Poppins y los niños se meten en el grabado de un jarrón chino (la versión del adentramiento en los dibujos de tiza hechos por Bert en la original) compone los momentos estéticos más notables de la secuela, sobre todo en el juego de lograr reproducir en el escenario y en los personajes la textura hueca y resbaladiza de la porcelana. Esto sorprende porque señala cómo hoy en día, ante el avance del CGI (imagen generada por computadora), el 2D adquiere una nueva textura, algo casi palpable en su artesanato.

Aun en este terreno el film presenta carencias. La Mary Poppins de 1964 tenía una unidad estética sostenida alrededor de la pintura: todos los escenarios, tanto los de la realidad como los de la fantasía, parecen parte de un óleo más amplio. La nueva, por el contrario, sólo pone en juego este juego de diferentes texturas en algunos segmentos musicales, perdiendo mucho de aquel impacto visual de la original.

Quizá lo único distinto y destacable es la actuación de Emily Blunt (sin duda, casi científicamente comprobable, la mujer más apta para dicho rol) que toma la versión perfecta e inimitable de Julie Andrews, aumentándole unos cuantos puntos en el humor mordaz e irónico.

Aun así, El regreso de Mary Poppins nunca deja de parecer una versión deslucida de la original. Quizá su mayor mérito sea el de llevarnos a volver a ver a Julie Andrews y Dick van Dyke bailando en los tejados de Londres. Uno de esos curiosos casos en los que un producto fracasa por ser demasiado respetuoso del original.

El regreso de Mary Poppins. Dirigida por Rob Marshall. Con Emily Blunt, Lin-Manuel Miranda y Ben Whishaw. Mañana estrena en Grupocine, Movie Center y Life Cinema.