En 2011, Leo Sharp (1924-2016) fue arrestado en posesión de 104 kilos de cocaína que estaba transportando hacia Michigan en su camioneta. Tenía 87 años, hacía diez que trabajaba como mula para el Cártel de Sinaloa y batió récords en la cantidad de droga trasladada entre estados en su país. Esta película está basada en su historia, pero, por suerte para el aspecto cinematográfico, en vez de plegarse estrictamente a los hechos reales el relato fue aquí muy ficcionado. La referencia a Sharp es evidente, pero, para otorgarse la libertad de inventar y modificar, los realizadores cambiaron los nombres de los personajes. El protagonista aquí se llama Earl Stone; empezó a trabajar para el cártel en 2017 (el año en que el actor-director Clint Eastwood cumplió 87) y todo se desarrolla en un par de años. El guion es de Nick Schenk, quien escribió la magistral Gran Torino (2008); este guionista es muy bueno redactando los deliciosos comentarios mordaces que luego Eastwood sabe decir (o gruñir) como nadie más.

Earl, como el Kowalski de Gran Torino, es un veterano de la guerra de Corea, ama los autos nacionales –específicamente los Ford–, es hábil y meticuloso con las tareas mecánicas y manuales, y está ostensivamente desfasado con los tiempos que corren. Pero no se trata del mismo personaje: Earl es mucho más distendido, menos rencoroso, menos agresivo. A fin de cuentas, su oficio es cultivar lirios. Kowalski disfrutaba de contar chistes de mejicanos, mientras que Earl usa la expresión negro sencillamente porque no se dio por enterado de que desde hace décadas pasó a ser considerada ofensiva entre los angloparlantes, y en cuanto se lo informan parece abierto a acatar la nueva manera de hablar. Su intención parece ser la de llevarse bien con la gente, ayudar en lo posible, disfrutar de la vida. Cuando alguien lo enfrenta, su tendencia es a buscar conciliación, y tiene habilidad para hacerlo.

La película es un poco como el personaje: no recarga en lo dramático. A Earl le fue mal porque no se adaptó a la era informática, pero no llega a ser una víctima extrema de circunstancias crueles. El castigo final es relativamente benévolo, casi una resolución feliz. Como tantas películas actuadas por Clint Eastwood en las últimas décadas, es una vindicación del viejo, asociada a una contemplación nostálgica de viejos valores (no necesariamente excluyente de lo más moderno). Con su cancha y sabiduría, y por su propia condición de veterano, Earl logra flotar por fuera de las estructuras jerárquicas pautadas por fieras disputas por la condición de macho alfa (tanto entre el bandidaje como entre la Policía).

Se cuenta cómo fue llevado a meterse en el crimen, y luego la historia es la lenta convergencia entre él y el detective Bates, de la DEA, encargado de investigar el tráfico de cocaína hacia Chicago. Del lado de los policías tendremos una frustrante serie de pistas falsas, y de parte de Earl los diversos viajes descritos en secuencias de montaje con paisajes preciosos y bañados con música acorde a la edad del protagonista (esencialmente jazz-canción y country). Para darle un poco más de densidad a esa narrativa, se muestran sucesivas instancias en las que distintos narcos amenazantes y mandones se van ablandando y encariñando con Earl. Y, más importante, hay una línea sentimental: durante toda su vida Earl relegó la familia por su trabajo, al punto de que su mujer lo dejó y su hija (actuada por Alison Eastwood, hija del actor y director) ya no habla con él. El arco de desarrollo del personaje va a tener que ver con el reconocimiento de que nada es más importante que su entorno familiar.

Y sí, no es una de las grandes películas de Eastwood –ninguna de sus películas basadas en hechos reales figura entre sus grandes trabajos, con la posible excepción de Bird, de 1988–. Y hablando de Charlie Bird Parker, vale una comparación: así como algunos de los solos de su fase decadente son medio incongruentes y dispersos pero siguen teniendo llamativos chispazos de brillo, además del valor intransferible de un estilo que sigue siendo entrañable aunque no se esté manifestando en la mejor de sus encarnaciones, las películas de Eastwood siempre tienen la mano de un maestro que es, por otra parte, a fines de la segunda década del siglo XXI, una muestra de maneras de filmar de otra generación, con su sabor intransferible. Es un placer, además, verlo actuar. Su prestigio convocó un reparto formidable, que incluye a nombres como Dianne Wiest, Bradley Cooper, Laurence Fishburne, Michel Peña, Andy García y Taissa Farmiga. También es un placer observar su cinematografía funcional, elegante, muy clara, puntuada de viejas canciones preciosas. Arturo Sandoval compuso la música, y la hizo en forma totalmente eastwoodiana, con los toques jazzy preferidos por el director e incluso con un tema principal de esos sencillos, discretamente emotivos, nobles, como los que suele componer el propio Clint Eastwood. Esa narrativa contemplativa logra, por momentos, concentrar los elementos para una misteriosa, discreta e intensa emoción. Eso ocurre en el último diálogo con Mary. Pasa también, y sobre todo, en ese plano increíble, casi al final, en que Earl dialoga con Bates. La cámara está con Earl adentro del auto, de modo que lo vemos más cerca y ocupando mayor espacio en la pantalla. El menor tamaño de Bates en el encuadre se compensa con la luminosidad: él está afuera del auto, mientras que Earl está en la sombra (pronunciada por el contraluz), y esa oscuridad contribuye a expresar la derrota y ocaso del personaje.

La mula (The Mule). Dirigida por Clint Eastwood. Sobre artículo periodístico de Sam Dolnick. Con Clint Eastwood, Bradley Cooper, Dianne Wiest. Estados Unidos, 2018. En varias salas.