Cold War es una historia de amor, en el extenso lapso de 15 años. La relación es turbulenta, llena de encuentros, desencuentros, alejamientos drásticos, reencuentros, repulsión y deseo, en cuatro países. Wiktor y Zula se sienten irresistiblemente atraídos uno por el otro, pero cuando se juntan la cosa nunca funciona plenamente y tiende al dolor. La “guerra fría” del título, por lo tanto, tiene doble sentido: se refiere a la época en que transcurre la anécdota (de 1949 a 1964), pero también a la pareja; es decir, a la guerra virtual (y en situación de impasse) de uno contra el otro y de cada uno de ellos con su propio sentir. Ambas dimensiones se juntan, además, ya que los factores políticos impregnan el devenir de los personajes. Wiktor –un intelectual cosmopolita– es un disidente, que puja por huir a París, mientras que Zula –una pueblerina– no se deja impresionar por el Occidente capitalista y siente arraigo en Polonia. En tesis, Wiktor tiene superioridad de condiciones, pero en la práctica es la personalidad fuerte, impredecible, turbulenta de Zula la que empuja los eventos más determinantes.

La dinámica del vínculo está inspirada en los padres del director (Paweł Pawlikowski, que en 2015 ganó el Oscar extranjero con Ida), pero la historia es ficticia y comparte otras fuentes de inspiración. Pawlikowski se basó también en el compositor Tadeusz Sygietyński y su esposa, la cantante Mira Zimińska-Sygietyńska, fundadores del conjunto folclorista Mazowsze y autores de la famosa canción “Dwa serduszka” (“Dos corazones”). El conjunto que aparece en pantalla es el propio Mazowsze, aunque en la ficción está rebautizado como Mazurske. Y la música ocupa un rol central: “Dwa serduszka” funciona como un eje y se escucha al menos seis veces, migrando gradualmente desde el estilo folclórico hacia el jazz, incluida una versión en francés. Wiktor, por su parte, integra una misión etnomusicológica para recopilar y grabar distintas manifestaciones folclóricas polacas. Luego selecciona al elenco de lo que será Mazurske, inicialmente con la mentalidad de que sea una estilización de folclore rural. Zula es una chica de ciudad y conoce el repertorio a través de películas, pero Wiktor, que no es muy purista, se siente fascinado por ella y la recluta para el proyecto. Establecido el potencial de éxito de Mazurske, el grupo es cooptado por las autoridades con fines propagandísticos y empieza a alternar su muestreo de “música del pueblo” con odas a Iósif Stalin. Pero Wiktor huye hacia París y se mete con el mundo del jazz y la música para cine. Cuando Zula se reúne con él, la lanza como cantante en el ámbito de la música popular, en el momento en que empieza a proyectarse internacionalmente el rocanrol. Ella termina renunciando al esplendor de la vida parisina y regresa a Polonia, donde la vemos haciendo música-basura (esa latinoamericanidad alemana llamada “Baio bongo”). Es toda una trama de estéticas musicales: la actriz principal (tremenda) Joanna Kulig es cantante (también tremenda); la dirección musical de la película es del increíble y ecléctico pianista Marcin Masecki, y todo lo que se escucha impresiona mucho; así que Cold War, sin parecerse a lo que solemos llamar un musical, puede funcionar como tal.

Continuidades

El estilo es muy parecido al de la anterior película del director, Ida (2013). La fotografía también es de Łukasz Żal y es lo más impresionante que haya visto este año, en un blanco y negro con una latitud excepcional: negros bien negros, claros bien blancos, infinidad de matices y la posibilidad de mostrar, en una misma imagen, un exterior bien iluminado y un interior sombreado, sin que el exterior se queme y sin que el interior sea demasiado oscuro. El formato es el clásico 4:3, actualmente relegado, y que Pawlikowski emplea de forma muy particular: casi siempre concentra las figuras en la mitad inferior del encuadre, dejando el resto del espacio para el cielo, la textura de la pared, las copas de los árboles. La única diferencia estilística importante con Ida es que aquí la cámara se mueve, casi siempre en paneos que suelen ser austeros y planificados, pero de pronto, en la escena en que Zula baila locamente “Rock Around the Clock”, el movimiento se hace vertiginoso.

La estructura es episódica. El metraje incluye muestreos de las distintas etapas de la pareja. En cada una de esas etapas, ellos se reencuentran, reanudan el vínculo, se desgastan, se vuelven a separar. Entre las distintas etapas hay una elipsis de algunos años, señalizada por la inserción de un plano negro y luego por un título que indica en qué año y lugar estamos. Los eventos cruciales que no involucran directamente a la pareja a veces se omiten en forma incómoda. Por ejemplo, en 1955 los agentes yugoslavos se llevan a Wiktor, con destino incierto. Se produce una elipsis, y lo tenemos en París, sano y salvo, en 1957. Nunca sabremos cómo zafó de las autoridades.

En verdad nunca llegamos a la sensación de comprender cabalmente a Wiktor y, sobre todo, a Zula. La narrativa es algo opaca con respecto a sus intenciones y motivaciones. No creo que muchos espectadores vayan a llorar por sus amarguras, porque no se establece ese tipo de involucramiento. La manera en que el espectador se involucra es otra, más contemplativa, más filosófica, más distanciada y delicada, pero, a su manera, profunda e intensa. Y es ahí que la preciosista cinematografía contribuye a infundir una poesía inefable a varias escenas, dando espesor a la dimensión temática. Vemos a Zula cantando con Mazurske (plano frontal); contraplano (la platea, con el asiento de Wiktor vacío); volvemos al encuadre anterior, y Zula tiene los ojos cerrados, dolida. Wiktor se retira, ofendido; contraplano (Zula, en una de sus muchas actitudes desconcertantes, se tira al agua); volvemos al encuadre inicial en que Wiktor escucha el “splash” y se da vuelta, intrigado y fascinado con los caprichos alocados de la mujer de su vida.

El momento más increíble tiene que ver con el sonido: ellos hacen el amor y por la ventana abierta se escuchan los ruidos de la calle parisina; de pronto estos desaparecen en fade out, cortamos el después del sexo, en un paseo por el Sena, donde el sonido nocturno vuelve a emerger lentamente. Es decir, es como si el silencio fuera la representación de la intensificación hacia el clímax sexual y amoroso.

Cold War (Zimna wojna). Dirigida por Paweł Pawlikowski. Con Joanna Kulig, Tomasz Kot, Borys Szuc. Polonia/Reino Unido/Francia, 2018. Cinemateca, Alfabeta.