La última temporada artística montevideana parece haberse caracterizado, entre otras cosas, por un resurgimiento de la performance: engolfados como estamos en tanta virtualidad, ese interés repentino por el contacto presencial con cuerpos en acción fue bien satisfecho (o tal vez despertado) por Rulfo (Raúl Álvarez), que, en calidad de coordinador del Subte, ha desarrollado a lo largo de 2018 varios encuentros bajo el título de Performances en el Subte - Ciclo Clemente Padín, involucrando sobre todo a performers uruguayos de todas las edades y cepas. También, en diciembre, el Espacio de Arte Contemporáneo abrió la exposición La persistencia del cuerpo. Rastros del arte de performance en América Latina. Curada por el argentino Silvio de Gracia, este trabajo mezcla piezas históricas con otras más actuales trazando un panorama necesariamente incompleto, pero muy sugestivo y que incluye algunas perlas (véase, por ejemplo, las obras del colombiano Rosemberg Sandoval y de la brasileña Letícia Parente); la muestra –todavía abierta y muy recomendable– se inauguró con acciones de la brasileña Ana Montenegro y del cubano Carlos Martiel. Finalmente, para coronar todas estas actividades alrededor de un lenguaje que, si no fuera por Marina Abramović, quedaría fundamentalmente afuera del discurso hegemónico del arte hodierno (vale decir, el de las estrellas y las grandes cifras), siempre en el Subte y curada por el mismo Rulfo, se puede visitar una retrospectiva de Regina José Galindo, posiblemente la performer latinoamericana más destacada de la última década. El cuerpo como anomalía comprende una veintena de obras –un par de ellas anteriores a 2009, todas las demás de los últimos diez años– que en realidad son, como siempre pasa con algo efímero por naturaleza, “testimonios” de performances que la guatemalteca Galindo ha llevado a cabo en su país o en otros de América y Europa, casi equitativamente divididos, en sala, entre registros fotográficos y filmaciones.

Galindo se inscribe en la línea performática más “física”, que tiene sus raíces en los años 60 y 70 y que pone al cuerpo –a menudo desnudo– de la mujer en el centro del acontecimiento, poseyendo evidentemente una matriz feminista, tanto de reivindicación de una corporalidad reprimida como de denuncia de abusos (los primeros nombres que se asoman son los de Carolee Schneemann, Valie Export y Ana Mendieta).

El foco obsesivamente reiterado de Galindo es la violencia en todas sus manifestaciones y la vulnerabilidad del cuerpo, pronto (pero no dispuesto) a subir el ultraje. Por ende, hay todo tipo de violencia: autoinfligida, de grupo, de la autoridad, de gente común, potencial, etcétera, en una especie de sofocante mundo regido por relaciones inevitablemente opresivas.

Intervenir la tradición

Galindo es habilísima en resignificar la tradición performática de algunas artistas clave del movimiento y darle nueva vida. Así, en la pieza más temprana de las expuestas, Perra (2007), se corta con una Gillette un muslo hasta marcarse con esa palabra denigrante –nueva, goteante, “letra escarlata”–, dialogando abiertamente con Le lait chaud que Gina Pane escenificó en 1972, en la que la suiza se cortó brazos y cara con una navaja, frente a la desesperación del público, manchando su cándida camisa blanca. La asunción de fármacos que reducen o alteran las capacidades psicofísicas, experimentada por ejemplo por Abramović en Ritmo 2, de 1974, retornan en Galindo en las fotos de Siesta (2016), acción en la que es sedada por una sustancia utilizada para dormir y violar mujeres y es despertada por un grupo de hombres con un balde de agua helada en la cara, o en el insostenible La verdad (2013), largo video en el que lee públicamente testimonios de atrocidades cometidas por la dictadura de Efraín Ríos Montt y es interrumpida por un dentista que le inyecta anestesia en la boca, dificultándole la dicción (perfecta metáfora de otro tipo de contención, civilizada y aséptica).

La artista declina el ejercicio de la violencia principalmente sometiéndose a ella de verdad –en el escueto Hermana (2010) se hace escupir, abofetear y azotar por una mujer maya guatemalteca asumiendo, se supone, sus “culpas” simbólicas de mestiza, mientras que en Confesión (2007) un hombre enorme le aplica varios submarinos en un sótano sombrío durante dos interminables minutos –. Quizás el espectador siente amplificada su terribilidad cuando la violencia está a un paso de ser cumplida y se frustra, en una especie de potencialidad y peligro latente de sufrir abusos, y quizá también al perpetrarla (una figura muy interesante para diseccionar, en el mundo de las performances, sería el voluntario que asume el rol de victimario).

Así, en Caparazón (2010) decenas de personas golpean con bastones de todo tipo, hasta desintegrarlos, una campana de plástico dentro de la que está acurrucada la artista, mientras que en La intención (2016) un grupo de hombres y mujeres va acumulando leña en una pira en la que se yergue Galindo en pose de “bruja” a punto de ser quemada, aunque al final no se prenda ningún fuego. En Tierra (2010), que es una de las obras más impactante de la muestra (justamente proyectada en la pared), se encuentra también precariedad y contraste entre la fragilidad humana y la violencia del “aparato”, que acá es una pala mecánica: Galindo queda inmóvil en una “isla” de tierra mientras la inexorable y gigantesca excavadora “come” suelo a su alrededor, creando una vorágine amenazante.

Apelaciones

Guste o no lo políticamente explícito de su discurso, no cabe duda de que la casi totalidad de las obras mueven de forma visceral a quienes las miran y, en este sentido, son logradísimas, a la vez que confirman a la artista como alguien que sigue y renueva cabalmente una tradición capital del arte de la segunda mitad del siglo pasado.

A su vez, es cierto que las obras no están exentas de problemas. La continua expiación y humillación a la que se somete Galindo, si por un lado denuncia las diferentes formas de castigo y atrocidad padecidas por los postergados de las sociedades, por el otro se podría leer –por lo menos a nivel inmediato, visual– como una reiteración de la posición subalterna de la mujer o como una mise en scène (por cuanto realista) de dramas espeluznantes, cuya ficcionalización puede ofender a las víctimas reales (aunque es cierto que también podría provocar desahogos catárticos).

La insistencia con la desnudez, que es un símbolo de vulnerabilidad y que, en los últimos 50 años, ha sido el último anillo de un cuerpo liberado que las artistas mujeres han utilizado como medio de lucha y emancipación (oponiéndolo al otro cuerpo femenino desnudo, “manipulado” por los varones), trasuda fatalmente cierto erotismo, incluso de corte sadomasoquista (por ejemplo en Piedra, de 2015), complicando el cuadro. Sin embargo, a la postre, estos puntos neurálgicos de las operaciones de Galindo terminan reforzando su valor principal de disparadores de incomodidad, preguntas y reflexiones.

Regina José Galindo. El cuerpo como anomalía. Curador: Rulfo. Subte Municipal (Plaza Fabini s/n). Hasta el 6 de febrero.