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Este domingo a las nueve de la mañana en Berlín, miles y miles de personas marcharán en silencio hacia el cementerio de Friedrichsfelde. Protegiéndose contra el frío invernal con gruesos abrigos y bufandas, jóvenes y viejos, familias con bebés y abuelas con bastón, militantes de toda la vida y gente sin afiliación partidaria rendirán homenaje a Rosa Luxemburgo y a Karl Liebknecht, líderes revolucionarios asesinados hace exactamente 100 años, el 15 de enero de 1919. Depositarán claveles rojos en las tumbas y volverán a sus hogares. El año que viene se darán cita nuevamente.
Habrá también otros homenajes en estos días, desde conferencias hasta performances teatrales, pero esta marcha es especial: se celebra desde hace 100 años. Ya no se ven los puños en alto de la entreguerra ni se escuchan los discursos solemnes con los que la cúpula dirigente de la RDA procuraba reafirmarse en la tradición de la clase obrera berlinesa. Hoy es casi un acto de obstinación, de no dar el brazo a torcer en un mundo en el que los ideales de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo parecen estar más lejos que nunca.
Para entender cómo y por qué estos dos revolucionarios siguen siendo referencia para la izquierda (no sólo en Alemania) aun 100 años después de su muerte, corresponde empezar por lo que significaron para sus contemporáneos. Karl Liebknecht, nacido en 1871 y de profesión abogado, era hijo de Wilhelm Liebknecht, legendario cofundador junto a August Bebel de lo que llegó a ser el partido obrero por lejos más fuerte de la época, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD). Ferviente antimilitarista, fue acusado de alta traición y encarcelado en 1907. Todavía preso, en 1908 logró su primera banca en la Cámara de Diputados de Prusia –verdadera proeza en una época en la que, gracias al sistema de voto diferencial vigente, el voto de un terrateniente valía textualmente diez veces (!) el voto de un obrero– y en 1912 entró en el Reichstag, el parlamento nacional de Alemania, como diputado por la ciudad de Potsdam, residencia del mismísimo emperador. Un enorme talento político en un partido cuyo peso en la sociedad aumentaba día a día.
También en 1871 nació Rosa Luxemburgo, hija de un comerciante judío de la ciudad polaca de Zamosc en la periferia del imperio zarista ruso. Perseguida por su actividad en diversos grupos de izquierda, se exilió a los 18 años en la ciudad suiza de Zúrich, uno de los poquísimos lugares en Europa donde la universidad admitía a una mujer como estudiante. Siendo ya una militante política de renombre, eligió en 1898 la Berlín efervescente como centro de su actividad. Jamás llegó a ocupar un cargo parlamentario, nada extraño en un mundo en el que el voto femenino no existía casi en ninguna parte.
Apreciada por su enorme intelecto y sus dotes de oradora, se convirtió en una de las cabezas ideológicas de la socialdemocracia alemana e internacional. Y, como suele suceder, cosechó amistades y enemistades a la par. Libró una lucha frontal contra Eduard Bernstein y luego Karl Kautsky, celebrísimos pensadores que sostenían que el camino al socialismo en el incipiente siglo XX pasaba por la vía parlamentaria y ya no por la revolución proletaria de Karl Marx. En su oposición a dichas tendencias reformistas coincidía Rosa Luxemburgo con un ruso todavía bastante desconocido llamado Vladimir Ilich Lenin, lo que no le impidió discrepar con él en otras varias cuestiones.
La hora de la verdad
En agosto de 1914 llega el momento de la verdad. Estalla la Primera Guerra Mundial, que pone a prueba las convicciones pacifistas de los socialdemócratas en todo el viejo mundo. Habían jurado que los obreros alemanes jamás abrirían fuego contra los obreros franceses y viceversa. Promesas vacías. En el Reichstag, el SPD en bloque aprueba los créditos pedidos por el gobierno para financiar el Ejército. Ni el diputado Liebknecht, antibelicista declarado, tiene el valor de votar en contra de lo decidido por la mayoría de su bancada.
Es la última concesión que hace en su vida. Junto con Rosa Luxemburgo, agrupa en la Liga Espartaquista a los opositores a la guerra. Establecen contactos con los militantes antibélicos en los países “enemigos”, lo que les acarrea violentas reacciones de sus propios compañeros de partido. Cuando en diciembre de 1914 los parlamentarios socialdemócratas vuelven a levantarse de sus asientos para aprobar el siguiente préstamo militar, sólo uno se queda sentado: Karl Liebknecht.
En 1916, Liebknecht y Luxemburgo son procesados por alta traición. Como respuesta, 50.000 obreros en Berlín, organizados por delegados revolucionarios que ya no obedecen a los sindicatos oficialistas, van a la huelga. No logran evitar que sus dos líderes pasen el resto de la guerra en la cárcel, pero sí dejan constancia de que está emergiendo una fuerza política que la socialdemocracia “patriótica” ya no sabe controlar.
A fines de 1918, la situación en el imperio alemán se hace insostenible. Se avecina otro invierno de hambruna. En las trincheras las tropas empiezan a amotinarse. En las unidades militares y en las grandes fábricas se forman los Räte, consejos de obreros y soldados similares a los soviets en la Rusia revolucionaria. La socialdemocracia se ha dividido, del SPD se ha escindido el Partido Socialdemócrata Independiente, que reúne a las fuerzas antibélicas, incluida la Liga Espartaquista.
El 9 de noviembre se firma el armisticio en el frente occidental. El emperador Guillermo II debe abdicar. En un espacio de dos horas, dos políticos diferentes proclaman la República: desde una ventana del Reichstag, Philipp Scheidemann, del SPD, reacio a cada cambio que vaya mucho más allá del fin de la monarquía; y desde un balcón del castillo de Berlín, Karl Liebknecht, que, al igual que Luxemburgo, acaba de salir de la cárcel. Cientos de miles están en las calles para defender la revolución. Todo parece posible. La cuestión decisiva es: ¿quién tomará las riendas del poder?
Para Liebknecht y Luxemburgo no hay duda posible: ¡todo el poder a los consejos de obreros y soldados! Pero el Partido Socialdemócrata Independiente y los propios consejos vacilan. Terminan apoyando el planteo del SPD de convocar elecciones a una Asamblea Constituyente. Friedrich Ebert, líder del SPD y presidente de la junta que ejerce como nuevo gobierno, sella un pacto secreto con la cúpula militar del imperio derrotado: llama tropas a Berlín para sofocar esa revuelta que, en su opinión, ya ha llegado demasiado lejos y podría desembocar en una guerra civil. “No quiero la revolución. La odio como la peste”, afirma.
La confrontación entre las tropas revolucionarias dispuestas a defender un gobierno que no quiere ser defendido por ellas y las tropas militares regulares no se hace esperar. En otras partes de Alemania, habrá enfrentamientos hasta mediados del nuevo año. En Berlín, la batalla se decide a los cinco días. El 10 de enero de 1919 “vuelve a gobernar el orden”. Las víctimas se cuentan por miles.
El “levantamiento espartaquista” es el nombre con el que se recuerdan las luchas en el centro de Berlín, donde la artillería del ejército pulveriza las barricadas de las milicias revolucionarias. Pero los espartaquistas, que el 1º de enero habían fundado el Partido Comunista de Alemania (KPD), ni instigaron la contienda, ni lograron liderarla en ningún momento. Ellos mismos dudan qué hacer. De los dos presidentes del flamante partido, Karl Liebknecht llama a la rebelión contra la junta de gobierno socialdemócrata. Rosa Luxemburgo está en contra, convencida de la imposibilidad de ganar esa batalla. Aboga sin éxito por participar en las ya inevitables elecciones a la Constituyente.
Pasan a la clandestinidad, pero la venganza contrarrevolucionaria los alcanza. El 15 de enero de 1919 son detenidos en casa de un amigo. En el hotel Edén, cuartel general de las tropas contrarrevolucionarias, los oficiales presentes los maltratan con la culata de sus rifles. Casi muertos, los suben a dos autos. En la oscuridad de un parque matan a Karl Liebknecht de varios tiros en la espalda. A Rosa Luxemburgo la golpean hasta que queda inconsciente, le dan un tiro en la sien y tiran su cadáver a un canal del río Spree. Queda desaparecida hasta que un trabajador la encuentra en una esclusa cuatro meses más tarde.
Eliminados los líderes revolucionarios más importantes, en febrero se constituye la República de Weimar y Friedrich Ebert es designado primer presidente. De socialismo ya no se habla, el poder económico de las clases dominantes ni se toca, pero la Constitución que se aprueba es de las más progresistas de la época: elimina los privilegios de la nobleza, introduce el voto libre, secreto e igualitario para hombres y mujeres, y protege los derechos individuales de los ciudadanos. Avances importantísimos, sin duda alguna. Pero eso no necesariamente convierte a la revolución de 1918-1919 en victoriosa. ¿Cuánto era posible? ¿Cuánto era necesario, y para quién?
Para la izquierda alemana dividida, de todas formas, el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht es un golpe del que no se recuperará nunca. El 15 de enero de 1919 se produce un cisma que pronto se extenderá mucho más allá de Alemania. Si se pudiera personificar la responsabilidad, llevaría el nombre del socialdemócrata Gustav Noske, encargado de asuntos militares y por ende mano ejecutora de la junta de gobierno. Es él quien atiende aquella noche el teléfono cuando el capitán Waldemar Pabst pide autorización para la ejecución de Liebknecht y Luxemburgo. “Usted sabe muy bien qué hay que hacer”, le contesta Noske. Y Pabst cumple.
Muertes impunes
Los asesinos nunca fueron castigados. El juicio militar, que se celebra sólo porque el Partido Comunista ha identificado públicamente a los oficiales implicados, termina con la absolución de los únicos dos acusados. La sentencia lleva la firma de Noske.
Lo que sigue son largos años de lucha fratricida. El KPD tilda a los socialdemócratas de “socialfascistas”, el SPD responde llamando a los comunistas “fascistas pintados de rojo”. Cuando llega el fascismo verdadero con el triunfo del nazismo, los dos serán víctimas. El intento de reconciliar las dos corrientes de la izquierda alemana después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial sólo termina profundizando la brecha. Reunificados SPD y KPD en la parte oriental de Alemania ocupada por la Unión Soviética, el nuevo partido luego se somete al estalinismo y varios antiguos socialdemócratas son perseguidos por sus propios compañeros. Cuando se reunifican las dos Alemanias en 1990 –y no son pocos los que prefieren hablar de una simple anexión de la RDA por la República Federal–, el SPD toma parte activa en la eliminación de los símbolos del difunto régimen socialista. En todas partes se cambian nombres de calles, y en varias ciudades, entre los nombres que desaparecen están los de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
No sirve especular qué hubiera sido de la izquierda alemana, europea e incluso mundial sin la traición del 15 de enero de 1919. De lo que no cabe duda es que la muerte de Rosa Luxemburgo deja un vacío que en este momento histórico nadie puede llenar. La nueva Internacional Comunista que se forma alrededor de la Unión Soviética pronto asume el dictamen de Iósef Stalin de que “el leninismo es el marxismo de nuestra época”, aplicando el modelo ruso a cualquier proceso a nivel global. No hay nadie con la autoridad política e intelectual de Rosa Luxemburgo que pueda parar el tren, exigir respeto por otras experiencias y realidades y criticar desde una posición inconfundiblemente solidaria los errores y hasta las aberraciones de los compañeros.
“Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo”, había escrito Luxemburgo desde la cárcel en un texto sobre la revolución rusa. Proféticas palabras. Cuando en enero de 1988, un pequeño grupo disidente en la RDA lleva a la marcha de siempre una pancarta con la emblemática frase de Rosa Luxemburgo “libertad es siempre la libertad de los que piensan diferente”, cuatro de ellos pagan la herejía con meses en la cárcel.
Menuda carga histórica la que llevarán sobre sus hombros este domingo los participantes de la marcha de los 100 años. Aciertos y errores propios y ajenos, y la conciencia de que hubo más batallas perdidas que ganadas. Pero la conclusión que sacan no es quedarse en casa a esperar tiempos mejores. Se pondrán el abrigo y la bufanda e irán al cementerio, con la frase con la que Karl Liebknecht cerró su último texto antes de morir: “Trotz alledem!”. Pese a todo.