Tan sólo un largometraje (Hereditary, 2018) le bastó a Ari Aster para convertirse en una de las nuevas e indiscutibles figuras del horror, un género que año a año parece confirmar estar viviendo una década dorada, con películas de la talla de It Follows (David Robert Mitchell, 2014), The Babadook (Jennifer Kent, 2014) y The Witch (Robert Eggers, 2015).
Una de las particularidades que permitieron al horror elevarse por encima de otros géneros es la curiosa dinámica entre tradición y laxitud que le permite innovar, alrededor de cierta columna vertebral, mediante la introducción de nuevos temas o su tratamiento desde nuevos ejes. En los tres ejemplos mencionados, la peculiaridad en común radica en cómo se desplaza al monstruo –o a lo terrible– del eje principal, logrando que el horror circule por otra vía, lejos de la imaginería más evidente. Así, It Follows es más una película que se alimenta de la neurosis alrededor de la iniciación sexual y el miedo al contagio de enfermedades venéreas, logrando el efecto de que así como en la vida real la infección puede provenir de cualquier agente, en la película el mal puede encarnarse en cualquier rostro. En The Babadook, a su vez, aunque el mal parece estar encarnado en un ser, pronto nos damos cuenta de que el verdadero horror es el de la locura y el impulso filicida de la paternidad llevada a sus límites. Finalmente, en The Witch el mal tiene una forma más difusa y omnipresente, y se logra ponerlo a jugar en la condición más metafísica que ocupaba en el Estados Unidos rural e hiperreligioso del siglo XVII.
En todas estas películas parecería que el mal, más que estar encarnado en algo, ingresa por una lenta ósmosis en todo el entorno y genera así la sensación de que enfrentarlo tiene más que ver con mirarnos a nosotros mismos que con localizar a un ser al que hay que vencer.
El mal anda a tranco lento
En Hereditary el mal circulaba de manera similar: no era algo que tenía que ver tanto con un elemento exógeno que irrumpía en el orden, sino la definitiva cristalización de un legado familiar que pendía sobre la cabeza de los protagonistas. En este sentido, Midsommar. El terror no espera la noche, más que retomar la idea de su antecesora, compone junto a ella algo así como un díptico.
Este es uno de los puntos más espinosos, porque desde la base la primera reacción, más allá de las diferencias formales, sería la de estar asistiendo a la misma película, desarrollada en un entorno diferente. Ambas parten de una tragedia familiar, ambas están construidas alrededor de los terrenos más turbios del proceso del duelo y ambas ofrecen una redención oscura que, al revés de lo que suele pasar en el género, radica en entregarse al destino, más que en rebelarse frente a él.
Nota al pie: la mayoría del folk horror –films con fuerte imaginería vinculada al paganismo europeo– circula alrededor de la concreción de un destino terrible e inexorable: pensemos en la cremación de The Wicker Man (Ron Hardy, 1973), el sangriento y devastador cierre de Kill List (Ben Wheatley, 2011), el autosacrificio en Apostle (Gareth Evans, 2018) o la asunción de la brujería en Antichrist (Lars von Trier, 2009).
Como si fuera una falla genética continuada en dos generaciones de familias sin salida exogámica, Midsommar presenta los mismos problemas que Hereditary en cuanto a distribución de tono e intensidad emocional. En la primera de Aster, la terrible, horrorosa tragedia familiar ocurrida a la mitad del film quiere oficiar como una especie de prólogo a lo verdaderamente ligado a lo sobrenatural que va a venir, pero el impacto emocional es tan grande que todo lo demás queda empequeñecido, se vuelve una trivialidad a la que uno llega adormecido. Un ejercicio interesante: pídanle a alguien que resuma Hereditary y verán que (con excepciones) recuerda sólo la primera mitad de la historia, y todo lo que sigue parece escurrírsele de la memoria.
En Midsommar pasa algo similar, pero condensado en los primeros diez minutos. La película comienza con el rostro de Dani (Florence Pugh), que intenta mantener la compostura cuando llama a su novio Christian (Jack Reynor) para buscar sosiego ante el terror que le produjo un mensaje suicida de su hermana. No es la primera vez que esto sucede, y su novio, del otro lado del tubo, lo destaca. En primera instancia no parece ser más que otra de las situaciones que tiene que enfrentar Dani. Sin embargo, la sospecha termina por confirmarse y nos enfrentamos no sólo al hecho del suicidio –efectivo– de su hermana, sino también al del asesinato de sus padres. Hay algo particular en la forma en que Aster filma y dosifica el horror en esta primera escena, que redobla el efecto del ya terrorífico escenario. El director, al igual que otros de sus epígonos, parecería entender algo esencial del horror: que es mucho más aterrador confirmar la llegada de algo temido, que la irrupción de algo súbito. Acá lo ominoso no está en el jump-scare, en el éxtasis del develamiento ni en el build up hacia aquello, sino en la forma en que lo ya develado reescribe lo que venía pasando antes. Esto no es sino la verdadera dimensión de lo ominoso. Así, las lágrimas que se aguanta Dani, el confort de su novio, la queja trivial de sus amigos, todo de golpe se reformula en el momento en que Christian recibe la llamada en la que sólo se escucha el llanto de ella. Piensen en el recuerdo de una desgracia muy personal: de golpe, lo traumático tiñe cualquier cosa que haya sucedido antes; todo lo que tocamos ese día, lo que dijimos, lo que escuchamos, lo que vimos se convierte en amenazante.
Este efecto de administración del horror en la confirmación de algo esperado ocurre con la misma ingeniería del comienzo de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), en donde un tipo le cuenta a otro el terror que le produjo una pesadilla en la que se topaba con un ser horroroso que aguardaba en un callejón que queda en la esquina del diner donde están almorzando. Su acompañante lo desafía a ir hasta el callejón para enfrentarse a su miedo, y ahí van, avanzan lentamente, aguardan unos segundos, y aquel ser de la pesadilla aparece del otro lado y le provoca un desmayo fulminante. It Follows seguía el mismo principio: aquello que persigue a las víctimas se encarna en una persona que las persigue a tranco lento y frente a la que uno, más que temer que aparezca de algún recoveco, tiene que mantener la vista en lontananza hasta llegar a divisarla. En Hereditary, a su manera, pasa lo mismo: lo más terrible no ocurre en la decapitación de la hermana del protagonista, sino en la secuencia en que el hermano mete el auto en el garaje, sube en puntillas las escaleras y se echa a dormir, con el conocimiento de que al día siguiente escuchará el grito desesperado de sus padres al encontrar el cuerpo. El horror es su soledad al intentar dormirse sabiendo que eso sigue ahí. El horror avanza a tranco lento.
El defecto de fábrica de las dos películas de Ari Aster radica en haber encontrado algo demasiado potente, una dimensión del horror de lo cotidiano (a un nivel quiroguiano) que vuelve irrelevante cualquier cosa sobrenatural que venga después.
El ritual que no cesa
En Midsommar este prólogo sirve para introducirnos al estado emocional de Dani, una chica que acaba de perderlo todo y que debe aferrarse a un novio que poco antes de la tragedia pensaba en dejarla. Es por estas razones que ella, en vez de mandarlo a cagar cuando se entera de que estaba pensando hacer un viaje a un pueblo rural de Suecia, trata de parecer comprensiva y apoyarlo; es también por estas razones que el novio termina por invitarla a ir con sus amigos, más allá de que ninguno la quiere ahí.
Las referencias a la cultura pagana retratada en The Wicker Man son tan evidentes que uno debería pensar más en homenaje que en robo. Dani, su novio y sus amigos irrumpen en la comunidad de uno de ellos, en medio de las festividades del solsticio escandinavo, en donde el sol, más que ponerse, parece rebotar en el horizonte.
Esta peculiar condición de la luz presenta uno de los desafíos de Midsommar, que es retratar el horror a plena luz del día. Para ello, Ari Aster se vale de una increíble dirección de fotografía y diseño de arte que logran que cada una de las actividades que presenciamos parezca coordinada en una suerte de gran coreografía. En este sentido, la película iría a contramano de los clásicos caminos estéticos y técnicos del horror: luz donde suele haber oscuridad, profundidad de campo en la que suele primar lo terrorífico que aparece fuera de cuadro. De hecho, casi siempre que la cámara se detiene en alguno de los personajes vemos detrás a un grupo de gente de esa comunidad realizando algún otro ritual. Esto da la impresión de que toda la película es un gigantesco ritual que nunca cesa. Es un elemento que parecería secundario, pero que es central a la hora de analizar los errores o aciertos de Midsommar.
Un asunto crucial que tiene que enfrentar la crítica –y que viene sucediendo con films recientes como Climax (Gaspar Noe, 2019)– es diferenciar la condición performática y metafórica del cine (por decirlo de algún modo) de la narrativa más psicológica y tradicional.
Quien analice Midsommar desde este último punto de vista podría señalar que algunos de los personajes están apenas delineados y que la película por momentos queda atrapada entre los remolinos de ritos y acciones repetitivas (no es que carezcan de razones: a nivel de estructura, Midsommar no es mucho más compleja que cualquier otra película del género, y es casi igual de predecible). Pero también en esta visión quizás demasiado centrada en la trama estará la crítica (que a lo mejor sí gustó del film) que ve a la película como un cuento de hadas sobre los terribles efectos del lavado de cerebros en comunidades cerradas sobre sí mismas.
Los límites de la empatía
En esta última interpretación hay un mal evidente frente al que los protagonistas son simplemente víctimas. Sin embargo, cuando pensamos la película desde lo performático, ya sin tomar a los protagonistas como unidades con psicología propia, sino como símbolos, figuras parte de un cuadro mucho mayor (como los que estampan el interior de aquellas iglesias), el film parece hablar de algo distinto. Al jugar bajo estas nuevas reglas se logra podar a la obra de todo su costado horrorífico y se percibe, de golpe, que Midsommar es más bien una película sobre los alcances de la empatía, o también sobre los devenires y las trampas inherentes del amor cuando está sólo para taponear una falta. Desde el comienzo del film Dani se encuentra completamente desvalida, y lo que vemos es su intento desesperado de adaptarse a los deseos del otro, de perdonar cuanto sea necesario para no perder a su pareja. Su novio resiente esta dependencia, y de forma progresiva –y casi inconsciente– va aprovechándose de esa diferencia de poder. Sin embargo, esta condición de total vulnerabilidad es también la que habilita a Dani a dejarse permear por la comunidad, a vivirla desde sus propias reglas y no desde una perspectiva puramente antropológica (como uno de los amigos de su novio), instrumental o turística. Importantes spoilers adelante: en definitiva, lo que termina por suceder en la comunidad de Hårga de Midsommar es una versión muy literal y dramática de todo lo que ellos venían a ver y hacer: Josh (William Jackson Harper) se termina por convertir en un elemento ritual que quería investigar, Christian efectivamente logra “embarazar a una chica sueca”, tal como lo anunciaban de forma festiva sus amigos, y Dani logra encontrar la familia que nunca tuvo (y en ella, como reina del verano, la confirmación de un destino preescrito). Sus lágrimas al final del film no son de desesperación ni de locura: son las lágrimas de alguien que logró atravesar la completa falta hasta sacrificar ese último resquicio que le impedía refundarse como una nueva persona.
Todo esto se da en un terreno demasiado literal de la empatía, con la comunidad como un ser en sí mismo que parece reproducir –y amplificar– lo que sienten los personajes (en especial, en la escena del llanto de Dani, cuando un grupo de mujeres la acompaña como una auténtica marea de dolor, o en las reacciones paroxísticas tras la quema del granero principal). Es extraño decirlo, pero Midsommar no es más que una versión más radical del contenido new age y psicodramático de muchas terapias de autosuperación. Ver si esto último ilumina el tono de la película o revela un costado más oscuro de estos grupos terapéuticos va por cuenta del espectador.
Midsommar. El terror no espera la noche. De Ari Aster. Con Florence Pugh y Jack Reynor. En Movie Montevideo.