“Estaciono frente al asilo. No puedo despegar las manos del volante. Buenos Aires hierve en verano. Es dos de enero. Llovizna apenas. Me tiemblan los brazos, los labios, las piernas, la mirada; el alma me tiembla, los pies que no despegué de los pedales. Siento el corazón palpitando en los oídos. Estoy sordo. Me aturde mi respiración pesada, lenta, aterrorizada. Quiero irme, largar todo a la mierda; arrancar el auto y perderme entre el tránsito”.
De esta forma (es decir, por el final) Sebastián Miguez comienza el agitado periplo de quien luego sabremos que es Mateo, un contador montevideano de 39 años que llegó a Buenos Aires en busca de su amigo Adrián, “el único que tuve en la vida, el más querido, el más antiguo”. En las primeras páginas, nos encontramos en la puerta de un asilo de ancianos, en una situación de extrema tensión que no sabemos bien a qué obedece. La regenta del asilo le pide que se vaya, que pronto llamarán a la Policía, y Mateo teme que le disparen desde alguna de las ventanas.
Tres páginas después nos hallamos en el momento en que Mateo decide comenzar la búsqueda, ya que no se tienen noticias de su amigo hace casi un año. Y hasta el final, aunque desde el comienzo sepamos que lo encontró, no sabremos si lo encontró vivo.
No obstante, no se trata de una novela negra, policial o de suspenso. Las técnicas para dosificar la información parecen bastante similares, y desde el principio intuimos algún crimen, y probablemente alguna organización criminal, ya que poco después nos vamos enterando de que Adrián habría comenzado a trabajar en Buenos Aires primero como stripper y luego como actor porno, con lo cual resulta imposible no asociar su desaparición con la actividad de alguna red de trata, aunque tampoco se explicitan especulaciones al respecto. Pero rápidamente el foco de interés dejan de ser los factores materiales de su desaparición o la búsqueda de sospechosos o culpables. El principal misterio es Adrián mismo, la intrincada red de sus afectos, su forma de entrar y salir de las vidas de los demás y sus motivaciones para hacerlo.
Rescatando un tópico muy utilizado por la ficción seriada audiovisual, desde Twin Peaks hasta 13 Reasons Why, en el que un personaje físicamente ausente actúa en la narración a través de rastros, de indicios dejados antes de ausentarse, Mateo utilizará como guía en su búsqueda un montón de cuadernos y libretas que Adrián usaba como diario personal, desde los cuales volverán a emerger anécdotas, personas y lugares a los que Mateo acudirá en busca de respuestas. Obviamente, la sexualidad aparece como un elemento omnipresente, y se trata de sexualidades ocultas, marginalizadas, periféricas, de esas que muchas veces sólo pueden realizarse plenamente en ámbitos apartados y estigmatizados, como el prostibulario.
Uno de los grandes enigmas que transitan la historia es el afecto que une a Mateo y Adrián, en el que hay un evidente componente homoerótico que durante casi toda la novela no terminamos de saber hasta dónde ha llegado en los largos años que lleva el vínculo. Adrián es abiertamente bisexual. De la vida erótica de Mateo sabemos poco y nada aparte de que suele contratar servicios sexuales y consumir pornografía, y, salvo la ambigüedad de su vínculo con Adrián, las pocas experiencias que cuenta son con mujeres. En cierto modo, parece interrogarse a sí mismo a través de lo que va sabiendo de su amigo, que parece entregarse más si no a los afectos, a las experiencias.
Completan el conjunto una cantidad de personajes que formaron parte del círculo cercano de Adrián durante su ausencia en Buenos Aires, círculo del que también ha desaparecido: una prostituta apodada Sombra adicta a la heroína, Aquiles, un gay rubio y musculoso que le da a Adrián sus primeros consejos para actuar como stripper, y quizá el más interesante de los personajes porteños: Yeray, biológicamente varón pero con identidad de género neutra cuya atípica e inquietante historia familiar no podía conducir a otra cosa que a situarse al extremo de las disidencias. Al encontrarse completamente por fuera de las sexualidades hegemónicas, estos personajes se hallan marginados del modelo de familia hegemónico (incluso el homoparental), por lo que su grupo funciona como una unidad familiar. Adrián, por su parte, también arrastra una historia familiar complicada, con un padre ausente y una madre con trastornos neuropsiquiátricos a causa de un ataque de asma no atendido ocurrido en su adolescencia durante un episodio de violencia intrafamiliar.
Pero Adrián también tiene en Montevideo una pareja conformada, convivencia incluida, con otro hombre llamado Daniel, de la cual no cuenta nada a sus siguientes vínculos eróticos, y un romance con Alejandra, una muchacha que se inicia sexualmente con él y se enamora perdidamente, un amor que sabemos irrealizable por la imposibilidad de Adrián para acomodarse a las necesidades afectivas de Alejandra, que pasan por una idea de amor romántico más tradicional. Y también está su familia, su madre, su Adrián, que parece ser un hilo conductor que transita por todas las sexualidades posibles, mapeando lo que se encuentra permitido y lo que no, en qué ámbitos debe ocultarse qué cosa, los distintos cánones o normas en cada lugar y contexto. Pero su multiforme trayectoria lo coloca siempre al final, en un lugar periférico y marginal, porque no se puede estar en todas partes y pretender ser siempre el mismo, en forma franca y transparente, sin nada que ocultar.
Además de una muy cuidada realización en términos narrativos, en la que el pulso y la intriga no descansan y donde lo que se sabe y lo que se oculta nunca se decide caprichosamente, Nadie está muerto mucho tiempo tiene la virtud de introducirse en contextos sórdidos y marginales, sin llegar al extremo de la idealización ni al de la estigmatización moralizante. No se sitúa desde la ingenuidad de un manifiesto queer o disidente en el que sólo existe una celebración de esa cosa que en forma cada vez más vaga llamamos “diversidad”, pero tampoco desde una letanía victimizante en la que solamente se busque mostrar el poder punitivo de la “norma” hacia quienes se salen de ella. Se trata más bien de una exploración de las contradicciones y conflictos del individuo en cuanto a la construcción de su propia identidad en relación a los otros, con sus luces y sombras, sus noblezas y mezquindades. Rara virtud en estos tiempos, en los que muchas veces el derecho a la disidencia sexual o de género es aplaudido o denostado acríticamente en razón de axiomas morales admitidos o no según dónde se coloque políticamente quien juzga, sin una verdadera comprensión de lo que implica el muchas veces tortuoso camino de encontrarse a uno mismo.
Nadie está muerto mucho tiempo. De Sebastián Miguez Conde. Montevideo, Criatura Editora, 2019.