En mayo de 2012, Rafael Correa entrevistó a Julian Assange, líder de Wikileaks. El entonces presidente de Ecuador inició el diálogo con una frase premonitoria: “Vea, como dice Evo Morales, el único país que puede estar seguro de que nunca va a tener golpes de Estado es Estados Unidos, porque no tiene embajada estadounidense”. La profecía se cumplió: el mandatario boliviano fue depuesto por un golpe apoyado por Estados Unidos. Al día siguiente, la Casa Blanca emitió un comunicado en el que celebraba el accionar militar, a la vez que amenazaba a otros dos países: Venezuela y Nicaragua. Se desmoronan así tres mitos muy difundidos: que las Fuerzas Armadas dejaron de ser un factor decisivo de poder, que los golpes de Estado son algo del siglo pasado y que Estados Unidos ya no está detrás de las destituciones de gobiernos constitucionales.

La imagen de Jeanine Áñez, una presidenta autoproclamada por un Congreso sin cuórum, recibiendo los atributos presidenciales por parte de los militares que derrocaron al mandatario constitucional, es clara: lo que ocurrió en Bolivia es un golpe. Un golpe clasista, racista, patriarcal y colonial que no sólo destituyó a Evo Morales, sino que desestabiliza y pone en peligro a toda América Latina. Estamos en un momento crucial en el proceso de transición hegemónica, con una declinación estadounidense, pero sin vislumbrarse todavía con claridad cómo será el nuevo orden global. América Latina y el Caribe, en el actual escenario de disputa geopolítica, geoeconómica y geoestratégica entre Estados Unidos, China, la Unión Europea y Rusia, es una región fundamental para la pretensión estadounidense de seguir conservando su primacía.

¿Por qué Donald Trump, como admitió en el comunicado de la Casa Blanca del lunes 11 de noviembre, estaba tan interesado en el derrocamiento del gobierno boliviano? A Evo nunca van a perdonarle la nacionalización de los hidrocarburos, su aporte en la construcción de una integración regional alternativa, su participación junto a Hugo Chávez en la movilización contra el Área de Libre Comercio de las Américas en Mar del Plata en noviembre de 2005, ser el primer presidente de origen campesino y sindical, y haber expulsado de Bolivia a la DEA, la CIA, la USAID y hasta al embajador de Estados Unidos cuando interfirió en los asuntos internos.

Evo tenía razón cuando denunciaba que Estados Unidos estaba detrás de su derrocamiento. El ahora ex asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, reivindicó hace seis meses la Doctrina Monroe, cuando avaló el intento golpista de Juan Guaidó en Venezuela. En diciembre del año pasado planteó la existencia de una troika de la tiranía, integrada por los gobiernos bolivarianos. Para Washington es estratégico derrotar a Evo, sofocar la revolución cubana mediante el bloqueo, promover una guerra civil en Venezuela y voltear a Daniel Ortega en Nicaragua. Lograron que sus aliados sacaran del poder al Partido de los Trabajadores en Brasil. Ahora intentarán avanzar para desarticular el flamante eje progresista Argentina-México y destronar a cualquiera que cuestione la preeminencia política, económica, militar, cultural, diplomática e ideológica en su patio trasero.

Golpe a golpe

No es la primera vez en el siglo XXI que se produce un golpe de Estado consentido por Estados Unidos. En 2016 se consumó el golpe parlamentario que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff en Brasil, elegida en 2014 por más de 54 millones de votos. Hace poco más de medio siglo, el 31 de marzo de 1964, los militares brasileños depusieron a João Goulart. Prometieron irse en 24 horas: se quedaron 21 años. Fue una de las dictaduras más duraderas de la región.

Aquel apoyo estadounidense a los golpistas envalentonó a otros militares latinoamericanos, muchos de ellos entrenados en la Escuela de las Américas. Medio siglo más tarde, el imperio pretende restablecer el dominio en su patio trasero, desafiado en los últimos años tanto por una creciente cooperación e integración regional como por una diversificación de los vínculos extrahemisféricos, con China, la Unión Europea, Rusia e India como actores fundamentales. Los objetivos son los mismos, pero los instrumentos son otros. El sojuzgamiento ya no se impone por medio de regímenes militares, sino con golpes parlamentarios, institucionales o cívico-militares, cuando no lo logran mediante las urnas. El año pasado, el lawfare sirvió en Brasil para encarcelar y proscribir a Lula, que lideraba todas las encuestas. Permitió así la llegada al poder de Jair Bolsonaro, un militar evangélico, misógino, homofóbico y neoliberal, pero sobre todo absolutamente subordinado a Estados Unidos.

Se desmoronan así tres mitos: que las FFAA dejaron de ser un factor decisivo de poder, que los golpes de Estado son algo del siglo pasado y que EEUU ya no está detrás de las destituciones de gobiernos constitucionales.

¿Qué tienen en común los golpes en Venezuela (2002), Haití (2004), Honduras (2009), Paraguay (2012), Brasil (2016) y Bolivia (2019)? Salvo en el primer caso, que pudo ser revertido por la resistencia, en los otros cinco se derrocó a presidentes no alineados con Estados Unidos y quienes terminaron reemplazándolos actuaron en perfecta sintonía con la Casa Blanca. ¿Casualidad? Con distintas modalidades, más o menos abiertamente, Washington respaldó los golpes blandos o duros como parte de su estrategia de fomentar la balcanización regional, fundamental para sostener su dominio regional. En los seis casos, quienes sufrieron los golpes fueron presidentes que resistían la subordinación a Estados Unidos.

La ofensiva: romper la Unasur, reposicionar la OEA

El avance de las derechas en la región, que se profundizó tras el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina en 2015, fue funcional al objetivo de Estados Unidos de derrotar cualquier proyecto alternativo de coordinación y cooperación política, fuera del comando de Washington.

La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) sirvió en 2008 para frenar la secesión de la medialuna rica que se alzó contra Evo en Bolivia. En 2010, para evitar que una rebelión policial terminara con el gobierno de Correa en Ecuador y para encontrar una solución pacífica en el conflicto entre Colombia y Venezuela. En otras palabras: la Unasur actuó para dirimir los conflictos regionales sin la omnipresencia de Estados Unidos por medio de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuya sede no casualmente se encuentra en Washington DC, a escasos metros de la Casa Blanca.

La gravedad de la destrucción de ese organismo, decidida en 2018 cuando Bolivia asumió la presidencia pro témpore, termina de entenderse con los acontecimientos de esa semana.

En estos días, nuestra América atraviesa una oleada de rebeliones populares e inestabilidad política, económica y social. Washington fue hábil: operó junto con sus aliados locales para paralizar la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y dinamitar la Unasur. Promovió por medio de sus aliados-vasallos la Alianza del Pacífico durante la administración Obama, hizo lo mismo con el Grupo de Lima para hostigar a Venezuela y finalmente fomentó la Prosur, lanzada por el presidente chileno, Sebastián Piñera, este año.

Detrás de estas iniciativas, el objetivo de Estados Unidos es reposicionar a la OEA, calificada en los 60 por Fidel y el Che como un “ministerio de colonias” de Estados Unidos. Su actual secretario general, Luis Almagro, se ocupa desde hace años de atacar a Venezuela. Esta semana, a pedido del gobierno de Estados Unidos y sus aliados, convocó a una reunión, no para repudiar el golpe cívico-policial-militar en Bolivia, sino para acusar a Evo de ser responsable de un “autogolpe”. Nunca el cinismo quedó tan expuesto.

La región enfrenta grandes peligros en la actualidad, cuando la declinación relativa de Estados Unidos deviene paradójicamente en una mayor agresividad imperial, con algunos elementos novedosos. Por medio de grupos paramilitares, guerra psicológica, corporaciones mediáticas, procesos judiciales, presiones diplomáticas, penetrando en las fuerzas de seguridad y de defensa, manipulando organizaciones y movimientos sociales mediante una aceitada red de ONG bien financiadas, con golpes de mercado o manipulando los procesos electorales, Estados Unidos sigue persiguiendo los objetivos del siglo XX: controlar los territorios y sus poblaciones para apropiarse de sus recursos y sus mercados.

Leandro Morgenfeld es doctor en Historia.

Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en la revista Anfibia.