Son bellas y fuertes. Eso es lo más notorio de las hamacas Swing, un proyecto que la curadora brasileña Veronica Cordeiro, radicada hace diez años en Uruguay, logró concretar con un fondo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). Son objetos utilitarios y decorativos, habitables o vestibles, que se completan en la interacción. Su técnica se remonta a los tapices egipcios y su factura involucra a tejedoras de una industria extinta. “Swing ahora para mí es el nombre de este proyecto artístico-ambiental-comunitario-textil, no una marca, que está en pleno acontecimiento”, recalca su creadora, que en agosto fue invitada a presentarlos en la feria de diseño de autor MADE, en San Pablo.

El trasfondo de esas esculturas en suspensión es un estudio sobre la performance y la corporalidad que acompaña a Cordeiro desde el inicio de su periplo artístico. “Swing retoma hoy, unos 18 años después, mis primeras investigaciones sobre la escultura habitable, llamésmosle, el uso del cuerpo para acceder a otros niveles de conciencia y de campo sensorial, sólo que conjugando 20 años de una experiencia híbrida entre la gestión, la curaduría, el compromiso con lo social y el desarrollo económico, mi necesidad e interés de trabajar con otras personas, de involucrar la realidad”. La primera puntada estuvo en aquella galería de San Pablo donde colocó tres swings/ hamacas con formatos distintos que invitaban al espectador a ingresar. La muestra se llamó Swing & limbus. “Yo quería invertir la lógica del uso del espacio expositivo como algo esencialmente ocular y observacional. Años después, me fui a estudiar antropología, justamente para seguir profundizando en eso. De las muestras que hice más tarde, una fue en Chicago, una travesía por toda la ciudad con un vestido/abrigo, y el último gran proyecto, casi operático, que hice en la galería Virgilio, en San Pablo, que se llama O barco, también tenía mucho cuerpo y mucha integración de la calle”.

De tanto enfocar en el tejido humano asegura que derivó su interés por el telar, y entonces empezó a juntar referencias. “Uruguay tenía una gran industria textil que colapsó. Me fui hasta Paysandú, antes de comenzar con este proyecto, para conocer la gran Paylana. Hay cuatro mujeres ahí que están luchando por mantener algo de eso. Un coreano compró las máquinas y se las vendió a India. ¿Con qué nos quedamos de esa industria? Con una de las mejores lanas del mundo: la merino, que hay acá y en Nueva Zelanda. Me asocié con una empresa familiar que produce más de 300 hilados, que tiñe todo artesanalmente”. Con el fondo de la ANII desarrollaron prototipos de asientos suspendidos hechos en telar de tapiz. “Al mismo tiempo, uno de mis alumnos de un curso de formación en curaduría, Jorge Soto, es uno de los grandes discípulos de Ernesto Aroztegui. El telar de alto lizo es una técnica de tejido en telar que produce una trama muy rígida. Es ancestral pero no es oriunda de Uruguay. La trajo Aroztegui en los años 60, porque se copó: la descubrió en un libro de Ramses Wissa Wassef, un arquitecto que introdujo esa técnica para hacer todo un desarrollo social y económico en las afueras de El Cairo en los años 50. Yo fui a visitar esa comunidad en enero”.

Por intermedio de Soto, consiguió entrar en contacto con otra discípula de Aroztegui. “Quería saber si con esa técnica, que produce esa trama tan resistente, podía hacer una escultura habitable. Como referencia partí del primer swing que hice en 2001, como una crisálida que te envuelve, cinco pedazos de canvas [lona] cosidos, dos capas y relleno. Mi desafío ahora era cómo hacer en un telar de tejido plano una forma ovalada en una pieza única que no tuviese costuras ni intervenciones. Volví locas a las tejedoras. El cuerpo está tejido en telar y se va haciendo triangular para llegar a una tira sola en los laterales, pasando de la técnica del tejido al wrap, y el esqueleto es todo de la misma urdimbre de algodón. Los colores que usa Malabrigo, mis proveedores de lana, son la cosa más linda del mundo. Fui eligiendo tres y generando una transición en un mismo objeto”.

En el MADE (mercado de arte y diseño), en el pabellón de la Bienal de San Pablo, expuso los 12 swings, vendió y aprendió: “Me sirvió para saber cómo seguir, porque son objetos muy caros (cuestan 2.000 dólares), porque tardan casi un mes en hacerse, la mano de obra es muy experta y la lana es muy cara. Quedé en un espacio intermedio entre el mercado del arte y el mercado del diseño. De ahora en adelante me interesa ir desarrollando un proyecto con distintas comunidades –me inspiró mucho el trabajo de Paula Dib– para producir algo nuevo en conjunto”. Dice que quiere expandir el concepto de Swing, pero no hacer series, sino ir rescatando tecnologías textiles, en diversos materiales, en distintas partes de América Latina, como propiciadora creativa.

La guía, a la vez, esa investigación sobre el limbo que inició cuando tenía 25 años, quizás impactada por Esperando a Godot, la pieza de Samuel Beckett: “Vengo trabajando en torno a cómo conseguimos generar instancias de suspensión espacio-temporal para volver a integrarnos con nosotros mismos sin tener que irnos a una isla en medio de la nada. Es una pausa sin connotaciones religiosas, pero que también asusta porque no tiene entretenimiento externo”.

Hablando de coincidencias inquietantes: Cordeiro va a empezar a tomar clases de telar con una alumna de Aroztegui, Magalí Sánchez, y hablando con ella se enteró de que la última obra del tapicista, inconclusa, era una hamaca que iba a ser su mortaja, “el primer objeto utilitario que estaba haciendo, que no fuese representativo ni para poner en la pared”.