El campeón del mundo, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro. Con El campeón del mundo, Borgia y Madeiro hicieron un infrecuente spin off de un personaje de su comedia Clever, virando hacia el formato documental y ahondando en la personalidad de Antonio Osta, un físicoculturista que está nariz con nariz con el declive de su carrera, pero también con el de su propia vida. Lejos de ser meramente una película de redención deportiva, sorprende por la amplitud de temáticas que toca, ya sea la muerte, la familia o la búsqueda de hasta dónde puede llegar un cuerpo. Si Clever era una comedia cifrada en la crisis de la masculinidad, El campeón del mundo se compone como su auténtica tragedia.
El irlandés, de Martin Scorsese. Siempre se había especulado con la posibilidad de juntar en un mismo film a Robert De Niro, Joe Pesci y Al Pacino, una especie de dream team de actores que durante toda su carrera encarnaron a decenas de personajes mafiosos. Sin embargo, en El irlandés Scorsese logra algo inusual: limar a los tres de muchos de los manierismos que en el último tiempo los habían convertido en una suerte de cliché de sí mismos, un proceso de sustracción que conservó el núcleo ígneo de lo que habían sido y que, de alguna manera, termina por no sólo hacer un repaso de 50 años de historia estadounidense, sino un ajuste de cuentas con el pasado de la filmografía del director.
Marriage Story, de Noah Baumbach. Si la primera década del milenio fue, en materia de comedias, la década de Judd Appatow, el último decenio fue de Baumbach, quien ya tenía en su cinturón las geniales Kicking and Screaming, Mr. Jealousy y Margot at the Wedding. Sin embargo, a partir de Frances Ha comenzó una nueva era de pulir su estilo, combinando dramas existenciales y familiares con un particularísimo craft de los diálogos, que lo convirtió en todo lo que debería haber sido Woody Allen en los últimos 20 años. Quizá no llegue a los puntos más altos de Frances Ha o de Los Meyerovitz, pero todo parece indicar que Marriage Story constituye uno de los principales saltos de popularidad, en el que se nota más la depuración de su estilo.
Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino. Siguiendo con los ejercicios autorreflexivos de directores consagrados, Érase una vez en Hollywood es una película que no parece ir para ningún lado (algo similar a Inherent Vice, de Paul Thomas Anderson), pero que en el último tramo pega uno de esos volantazos de reescritura histórica tarantinescos que termina por configurarla como un gran canto de amor hacia el cine, los 60 y el proyecto de lo que significaba ser estadounidense hasta que esa suerte de inocencia hippie mostró su hilacha más oscura.
Somos una familia, de Kore-eda Hirokazu. La crónica de una familia pobre de Tokio que recurre a pequeños robos como forma de lograr una vida menos carenciada, amén de estar descrita en forma particularmente sensible y amorosa, deviene, luego de un cambio crucial, un complejísimo cuestionamiento moral.
La flor, de Mariano Llinás. Esta obra desmesurada consiste en seis episodios desconectados (unificados por la presencia de las mismas cuatro actrices), con una duración total de casi 14 horas. Cada episodio integra (o remite a) géneros distintos, cada uno con sus propias premisas formales y de estilo. Es, por sobre todas las cosas, una orgía del placer de la fabulación, planteada en cierto sentido arcaico, en el que el goce de contar termina conduciendo a la ramificación devaneante por montones de subtramas. No es sólo el metraje, el tono y el estilo, que son amplios: las historias transcurren en distintos puntos de América Latina, Europa y Asia en los siglos XIX, XX y XXI, y casi siempre tienen un gran alcance, revisan la vida entera de alguien que, de por sí, se dedica a hacer cosas extraordinarias. Es tal la densidad conceptual y formal que la película se imprime, poderosa, en el alma de quienes la vieron completa, y hay al menos una decena de momentos antológicos, inolvidables.
Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar. Es un autorretrato y, parcialmente, una autobiografía de Almodóvar, ficcionalizada con enormes licencias poéticas a través de un álter ego interpretado con rara profundidad por Antonio Banderas. Lidia con su infancia, su vínculo con la madre, su posición estelar, el envejecimiento y las inseguridades, alternando dos etapas temporales. La intensa emotividad confesional está alcanzada con una discreción apartada del melodrama camp con el que el director le encanta jugar.
Piazzolla, los años del tiburón, de Daniel Rosenfeld. Este documental rescata una serie impresionante de archivos inéditos, y con un ágil y zigzagueante relato desafía la definición de su propio género y da cuenta de la sensibilidad de una época, revelando aspectos profundos y personales de la figura de Astor a partir de una mirada que elude la valoración y el lugar común, y propone una conmovedora y sincera semblanza, casi en primera persona.
Divino amor, de Gabriel Mascaro. Mientras Brasil se derrumbaba en el abismo del absurdo y la televisión filmaba a Jair Bolsonaro celebrando su victoria como presidente con una ceremonia de oración, Mascaro estrenaba esta coproducción uruguayo-brasileña, una historia futurista sobre una notaria que se dedica a salvar parejas que llegan a su oficina para divorciarse e intenta seducirlas para que se unan al grupo terapéutico Divino Amor.
Game of Thrones, octava y última temporada. La masiva inversión de HBO le rindió con creces, y tanto el público –multitudinario e internacional– como el impacto social de Game of Thrones crecieron en cada temporada, pero desde el final de la quinta se notó que algo había dejado de funcionar.
Los creadores de la serie, David Benioff y DB Weiss, se quedaron sin material que adaptar en 2015, porque George RR Martin no había publicado (y nadie sabe todavía cuándo va a publicar) las dos últimas novelas de su saga. El esfuerzo por resolver ese problema dio resultados a menudo incoherentes o ridículos, y varias líneas de la trama tuvieron desenlaces indefendibles o quedaron truncas.
Quizá lo más grave fue que se desdibujó cuál podía ser –más allá de quién ganaba y quién moría– el sentido de esta producción espectacular, entretenida y llena de logros técnicos (pese a ciertas cuestiones de iluminación que desconcertaron, en el tercer episodio, a los televidentes de todo el mundo).
Hubo, como en temporadas previas, intentos desembozados de complacer al público, pero eso no evitó que muchos quedaran indignados. Quizá el caso más llamativo fue el de quienes hinchaban por Daenerys Targaryen (la rubia de los dragones), viendo en ella un emblema de empoderamiento femenino y nobles intenciones. Lo que pasó con ella se presentó, como muchas otras cosas en la temporada, de forma chapucera, pero los lectores sagaces de Martin lo esperaban desde hace años.
Fue lo que fue, y es irreversible. Sólo queda esperar que Martin termine lo suyo y lo haga bien.
Watchmen. No era fácil hacer una miniserie ubicada 34 años después del cómic y mantener, combinando respeto e imaginación, sus cautivantes niveles de complejidad, sutileza y significado político. Damon Lindelof lo logró con nueve episodios, un elenco estupendo y una gran banda de sonido. Es muy probable que su obra se convierta, al igual que la que tomó como punto de partida, en una referencia duradera.
Legion. En 1967, la serie The Prisoner tomó el género de espías en auge y le sumó psicodelia, cuestiones filosóficas y humor inteligente. Legion hizo lo mismo con los superhéroes, agregando innovación visual, sonora y de edición. La temporada final apeló a los viajes en el tiempo sin usarlos –como ya es habitual– para que las decisiones de los personajes o de los guionistas no tuvieran consecuencias definitivas.