Pese a la vecindad y al hecho de que Doña Flor y sus dos maridos (1976) fue uno de los mayores éxitos en el circuito uruguayo, en este país se ve muy poco cine brasileño, aunque este año en los cines montevideanos se estrenó una cantidad razonable de películas brasileñas: fueron 36, nada mal para un país que produce unos 200 títulos anuales. Sin embargo, de esas 36 sólo diez tuvieron exhibición regular (las demás se proyectaron en una o dos funciones en el ámbito de festivales) y, entre ellas, ocho fueron programadas en el circuito “cultural” (Cinemateca y Sala B), lo que implica la asunción de un público selecto. Las únicas dos que se exhibieron en el circuito comercial fueron Chico: artista brasilero y Nada que perder 2 (esta, dedicada al creciente público de cine evangélico, con fuerte promoción de las iglesias correspondientes).
Frente a esos números se puede calcular la importancia del Cine Fest Brasil, que se realiza en Life Cinemas Alfabeta (Miguel Barreiro 3231), con 11 títulos programados, que constituyen 30% de lo que se vio de la filmografía brasileña en las salas de cine montevideanas. La edición anterior fue en 2016, ya que la interrupción coincidió con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, y es posible que responda a la significativa reducción del apoyo estatal al cine (o a la cultura en general) de los gobiernos de Michel Temer y Jair Bolsonaro. En todo caso, ahora se recuperó la iniciativa, si bien distintas incertidumbres terminaron desplazando la muestra de su período habitual (que solía ser en abril) a este inusual momento hacia fin de año (del 5 a 11 de diciembre).
En la función de apertura, el simpatiquísimo, comunicativo y locuaz embajador brasileño, Antonio José Ferreira Simões, mostró conciencia –a diferencia del gobierno que representa– de la importancia que tiene un cine nacional para la identidad e integridad de un país, y también como vía de acercamiento entre países. Destacó la necesidad de intercambios culturales entre países cercanos como Uruguay y Brasil, y en ese sentido, el apoyo de la embajada fue fundamental para la realización del 8º Cine Fest Brasil, que, además, este año se acerca al estatuto de un festival (más que una mera muestra) al incorporar un jurado, integrado por personas vinculadas al cine uruguayo (Soledad Castro Lazaroff, Julián Goyoaga y Juan Ignacio Monteverdi), que mañana a las 20.00 otorgarán el premio Lente de Cristal a siete categorías (por desgracia, al mismo tiempo que la entrega de los premios de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay, que será a las 19.30 en el Centro Cultural de España).
La programación es muy variada: incluye cinemão (cine de ficción de gran producción con estrellas televisivas y lenguaje acorde) y todo lo opuesto (producciones con esquemas alternativos en lenguajes no ortodoxos), ensayos documentales, musicales. Hay títulos de los grandes centros de producción (Río de Janeiro y San Pablo) pero también de algunos de los demás polos (Rio Grande do Sul, Minas Gerais, Bahía y el nordeste). Dos ejemplos opuestos son las dos películas ya exhibidas en Uruguay en el correr de este año: Simonal (Leonardo Domingues), una biopic de Wilson Simonal que fue el cierre del Festival de Punta del Este, y Dile a ella que me vio llorar (Maíra Bühler), excelente documental observacional sobre un edificio residencial para adictos al crack, premiado en el Festival de Cinemateca.
Se pueden ver todavía
Relatos de una guerra urbana (hoy a las 18.00). Sólo quedan dos días de festival, y la oportunidad de ver cinco de las 11 películas programadas. Una de ellas es el contundente documental Relatos de una guerra urbana (traducción inadecuada del original Relatos do front, de Renato Martins), que lidia con distintas facetas de la violencia en Río de Janeiro y con reflexiones que se extienden a todo el país. El panorama es deprimente y alarmante: los 61.000 asesinatos perpetrados cada año en Brasil son 10% de las muertes violentas del mundo. En acción, al año en Río mueren más de 100 policías, lo que es terrible, pero esa cifra palidece frente a las más de mil personas muertas por la Policía, muchas de ellas inocentes. Distintos especialistas argumentan que esa violencia, vinculada a una fuerte idea de Estado policial, tiene raíces profundas en la historia del país, que se remontan hasta la esclavitud. En las favelas, los operativos policiales sensacionalistas que siembran muerte y retroalimentan el odio no surten efecto alguno en la disminución de la criminalidad. Para colmo, hay intereses electorales (el asunto de la inseguridad rinde votos a quienes prometen mano dura) y de la poderosa industria armamentista brasileña, presionando para postergar soluciones efectivas. Es un documental de alto presupuesto, producido por el grupo Globo, e incluye tomas impresionantes realizadas en el meollo de los conflictos armados, y efectos de animación complejos aplicados a algunas de las ilustraciones fijas. Hay entrevistas con policías, bandidos, ex bandidos, militantes por los derechos de los habitantes de las favelas, juristas, sociólogos, criminalistas y parientes de víctimas, la mayoría de ellos personas muy articuladas e inteligentes. Si bien es un documental de formato convencional moderno, como muchos que uno puede apreciar en Netflix, pone el dedo en muchas llagas y dista de ser conformista. A algunos les sorprenderá ver al grupo Globo, que supo, durante mucho tiempo, estar asociado al poder político brasileño y aquí se involucra con un proyecto que parece más bien opositor (y culmina, casi al final, con una manifestación por justicia en el asesinato de Marielle Franco). Ocurre que el gobierno de Bolsonaro está fuertemente asociado con los grupos evangélicos, que a su vez coparon casi todos los medios de comunicación brasileños, recomendando con vehemencia a sus fieles que no vean la Globo por ser profana y, por ende, estar asociada al pecado. Este determinó que a la potencia comunicativa brasileña no le quedara otra que plantarse en la vereda opuesta. Este documental es una ilustración de esa postura.
Maria do Caritó (hoy a las 20.00), de João Paulo Jabur, tiene un tono farsesco. El microcosmos de un pueblito ficticio de Minas Gerais de hace más de medio siglo condensa observaciones –claramente referibles al presente de Brasil, pero sin una especificidad limitadora– sobre el autoritarismo, los vínculos entre el poder estatal y la iglesia, y la opresión de la mujer. El “coronel” (caudillo) del pueblo, candidato a alcalde con el apoyo del obispo, pretende extinguir la Secretaría de Cultura. Esos apuntes tienen mucha vigencia y son bienvenidos, pero el formato está desgastado. Es el esquema popularizado por O bem amado, la famosa telenovela de Dias Gomes, de 1973: nos regocijamos de captar los apuntes satírico-alegóricos (inevitables durante la dictadura, y un poco ociosos en un momento en que no hay censura oficial), nos reímos (con ternura) de la ingenuidad de esas personas del interior, de su hablar pintoresco y “errado”, y de las expresiones “licenciosas” de la protagonista (una cuarentona virgen que arde de deseo sexual). La película está claramente dirigida a un público urbano que mira el interior como una otredad, y para propiciar identificación (y taquilla); los actores principales son todos caras reconocibles de telenovelas que, en su blancura, contrastan alevosamente con el perfil fenotípico del “pueblo” (las multitudes de extras que aparecen en los actos políticos o como público del circo del pueblo), integrado, como suele ser en el interior de Minas Gerais, por buena cantidad de negros, mayoría de mulatos y unos pocos blancos.
Orlamundo (mañana a las 18.00), de Alexandre Bouchet, es un documental musical sobre un proyecto desarrollado por el cantante y compositor Orlando Morais. En la maravillosa zona de los Lençóis Maranhenses, captada por la cámara –con imágenes muy vistosas– desde un dron que se zarandea de aquí para allá, el cantante interactúa con músicos de distintas partes del mundo. El concepto es una especie de world music trasnochada con aliento new age sobre esa idea superficial de que la música tiende lazos sin la necesidad de más entendimiento (claro que todos están chochos de estar ahí, porque está divino viajar, conocer gente y cantar con los gastos costeados por la producción). Morais puntúa la película con unas frases increíblemente cursis, de cuya pretenciosidad ingenua él parece no percatarse (“La música del río me parece muy linda. Yo logro escuchar a la naturaleza que sonríe a través del río. Quizá los ríos sean los labios de Dios”). La cosa mejora mucho cuando, en vez de buscar el entendimiento con asiáticos o africanos, Orlando hace música con veteranos de la Portela y con Caetano Veloso.
A tener en cuenta
Por sí sola, Isla, de Ary Rosa y Glenda Nicácio, ya justifica una muestra como esta: una película de una riqueza extraordinaria y con la que difícilmente nos hubiéramos encontrado, que cuenta la historia casi absurda de un cineasta bahiano secuestrado por un narcotraficante. El bandido quiere hacer una película sobre su propia vida y quiere que el cineasta la dirija. Pero, curiosamente, el bandido termina teniendo mucha más injerencia en la filmación, y resulta que sus ideas sobre cine son más refinadas que las del profesional. El cineasta se va percatando de que su propio cine perdió la vitalidad que le había dado prestigio en sus inicios (y que domesticó bajo el pretexto de “madurez”). Aunque todo eso va a tener una explicación causal razonable hacia el final, vemos a Isla en un limbo entre una historia compleja (la de los dos protagonistas haciendo la película, y la biografía filmada del bandido) y un ejercicio metacinematográfico que funciona como una reflexión, en especial, sobre el cine de los países tercermundistas.
El nombre de Glauber Rocha no se pronuncia, pero es imposible no pensar en ese maestro bahiano en una película que tiene como asunto la osadía formal, la creatividad desenfrenada pero anclada en la cultura popular y en una clara alianza con los sectores populares, en esa textura visual de cuerpos negros, palmeras, playas y ruinas coloniales. Vemos la película y vemos/escuchamos discusiones sobre lo que estamos viendo, y a veces vemos la versión replanteada, mejorada, de lo que vimos antes. A veces la imagen que vemos procede, como en la mayoría de las películas, del dispositivo narrador, pero muchas veces la imagen coincide con la de las cámaras diegéticas que filman la película dentro de la película.
Estilísticamente entra un poco de todo: una cámara en mano frenética acompaña de cerca una especie de catarsis, largas escenas con encuadre fijo, una serie de cortes veloces ilustran un comentario sobre plano y contraplano. Qué placer ver una película que no le teme a la imagen y osa perpetuarla por largos minutos en un plano cercanísimo, fijo, de un rostro que canta emocionado un tema de Lô Borges. Hay una escena de sexo gay tomada con la cámara en el piso, en la que sólo visualizamos los pies de los personajes, una escena de violencia doméstica tomada con una cámara que asume el punto de vista de la víctima, y por ahí está el personaje (una alegoría muy glauberiana) de una negra vieja y ciega llamada Brasil. Esta película única y riquísima hace una reflexión social, se involucra profunda y emotivamente con sus personajes, habla sobre estética y se manifiesta por un cine bahiano, brasileño y latinoamericano creativo, original, atrevido, sensual y osado.
Boca de oro, de Daniel Filho, es la tercera de las adaptaciones cinematográficas de la célebre pieza de Nelson Rodrigues (1959), y el veterano director Daniel Filho había participado como actor en la primera de ellas (1963), dirigida por Nelson Pereira dos Santos. La historia se ambienta en un barrio de la Zona Norte de Río de Janeiro e involucra a un poderoso gángster que domina una de las facciones del juego ilegal en la ciudad hacia 1960. La pieza original, que esta adaptación respeta puntillosamente, tenía notorias influencias de la película Rashomon (de Akira Kurosawa, 1950), porque la mayor parte del metraje transcurre en tres flashbacks, cada uno de los cuales relata una versión, totalmente discrepante con las demás, de un mismo asesinato. También está influenciada por El ciudadano (Orson Welles, 1941), sobre todo cuando los flashbacks derivan de la investigación de un periodista que intenta asir un rasgo esencial de una celebridad que acaba de morir. De las distintas versiones cinematográficas, esta es la más “industrial” (la más cara y la que más se parece a una película estadounidense), con iluminación y finalización de color muy cuidados, complejos movimientos de cámara, efectos especiales, puntillosa reconstitución de época, e incluso elementos de música de film noir, combinados con samba y candomblé en la muy sugerente música de Berna Ceppas. Daniel Filho logra ese aire internacional sin sacrificar en absoluto la autenticidad del retrato del lugar y época, y preservando, además, el estilo peculiar de Rodrigues, con sus exageraciones enfermizas y sus paradojas recargadas de melodrama, que se conjugan con la capacidad de contar historias fuertemente sorpresivas y que aportan muchas observaciones finas sobre la sociedad brasileña de su tiempo. La actuación de Marcos Palmeira en el rol protagónico es de antología.