La disputa política trascurre como apropiación, modulación y uso del lenguaje. No es simplemente un “problema semántico”, sino más profundo, porque cada término se inscribe en un contexto más amplio que es el del “discurso”. Ya Ferdinand de Saussure, precursor de la lingüística moderna, señalaba que un término como “padre” sólo adquiere sentido en relación con una cadena de relaciones parentales: “hijo”, “madre”, “hermano”, etcétera. Ernesto Laclau –fiel al “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea– desarrolla el tema realizando significativos aportes a la teoría política: según el argentino es el discurso (y no la intencionalidad, la clase u otra “esencialidad” no discursiva) lo que define a los sujetos políticos. Más allá de lo discutible de una afirmación tan general, aquí me interesa afirmar que el significado de una palabra como “seguridad” (o cualquier otra que emerja en el debate público) se inscribe en unidades de sentido más amplias que refieren a concepciones del mundo, prácticas políticas e intencionalidades de dominio (de mantenimiento de las actuales relaciones de poder) o de emancipación (para alterarlas en beneficio de los más vulnerados).

Claro que lo dicho nos haría reflexionar sobre alguna propiedad autonómica o de “flotación” (para emplear un término del propio Laclau) de las palabras para poder ser inscriptas en uno u otro discurso. Pero eso nos llevaría hacia los márgenes de lo que quiero decir y que atiende a lo que está en juego cuando, livianamente, hablamos de seguridad y velamos el discurso donde el término “funciona” y muy bien. A fin de cuentas, esa intencionalidad política no es tan difícil de develar.

¿En qué discurso se inscribe la palabra “seguridad” que tanto ha dado que hablar a los medios hegemónicos (y no tanto) y al “sistema político” uruguayo (incluyendo primero de forma fuerte a la derecha y finalmente a la izquierda de manera un poco más débil)? Este término alerta sobre ciertas condiciones sociales –hoy aparentemente perdidas– que prevendrían a los ciudadanos de bien, honestos, que viven de su trabajo y esfuerzo a no ser víctimas del proceder de otros (¿ciudadanos también?), numéricamente cada vez más numerosos, que han optado por “el camino fácil” del delito. Las razones que se esgrimen para que esto suceda –además, claro está, de la supuesta “facilidad”– refieren a que se han “aflojado” los roles de autoridad y control social perdiéndose los “valores” sustanciales atinentes al rol de la familia (sobre todo del “padre”) y la educación. De una forma bastante más general se esgrime un deterioro moral que se ha extendido como un virus que nos amenazaría a todos.

Creo que el párrafo anterior describe la unidad discursiva primaria que obviamente se encamina a fortalecer la represión y desestimar todo tipo de “comprensión” para con los otros situados en los márgenes de la ciudadanía, ya que hacerlo significaría cierto desvío inoperante, “ingenuidad” o “ideologización” que tiende a inmovilizar (más si se trata de un gobierno de izquierda) a quienes –por fin– deben asumir el control y “hacerse cargo”, tal como reiteradamente reclama el futuro presidente.

El discurso dominante de “seguridad” es igual en todo el mundo; en primer lugar evita hablar de algo bastante más de fondo: la violencia social, de los mecanismos opresivos de búsqueda incesante del lucro.

El primer recurso ideológico de un discurso, la mayor falacia, es el de no mostrarse como tal y presentar al mundo como lo que es “objetivamente”, es decir, antes o incluso lejos, de hacer algo en él. Naturaliza lo social como si fuera posible hablar y pensar sin que eso significara una intervención. Pero ese mundo no existe; es imposible separar un objeto-mundo de nuestras prácticas sociales, de nuestras formas de vida, de comprensión, de trabajo y de opinión (que también es una práctica), es decir, de lo que hacemos y hablamos todos los días, algo que siempre es ideológico en primer lugar, porque somos seres simbólicos. Por el contrario, la objetividad de las estadísticas sobre el delito se teje con la obsesión por hacerse cargo, con la apuesta al rol patriarcal dominante en la familia, con llamar a otros “pichis”, con el creciente ejercicio de la represión y con la objetivación del otro (de eso patológico que no somos nosotros). Los indicadores al alza del delito se incrementan en la misma medida en que tal discurso se vuelve hegemónico y alcanza, por fin, al reducto que debería oponerle mayor resistencia, es decir, a la propia izquierda política ahora en declive y resignación ideológica.

El discurso dominante de “seguridad” es igual en todo el mundo; en primer lugar evita hablar de algo bastante más de fondo: de la violencia social, de los mecanismos opresivos de búsqueda incesante del lucro y de éxito personal que deja en el pozo de su incumplimiento a un creciente número de ciudadanos, cada vez más frustrados. Y frustrados porque ellos están también convencidos de que “así es el mundo” y se vuelven dispuestos a generar mayor segregación de buena parte de sus semejantes, en muchos casos expulsándolos a protegerse tras nuevas formas de socialización e identidad. Acaso sea este el aspecto más dramático de la intensa y extensa trama violenta del neoliberalismo. Que alguien se haga mara o narcotraficante supone siempre una cabal aceptación del discurso dominante (hacerse rico, obtener alguna forma de prestigio individual, ser alguien) y un plus de rechazo de los que se esfuerzan por demostrar que ser ciudadano cuesta “demasiado”: 12 o más horas por día de trabajo sin “éxito”. Los odios más intensos, suelen gestarse –cuando no media la reflexión– entre los más semejantes.

En lugar de seguridad entonces, y si no queremos seguir haciéndole el juego a la derecha, debemos hablar de violencia, de explotación, de capitalismo. Claro que eso no basta porque todos queremos construir una vida mejor y no debemos incurrir en la falacia de los dominantes: el mundo tampoco es aquello que nuestros términos diagnostican (y que nos “salvan” retóricamente), sino las prácticas políticas coordinadas que lo hagan cada vez mejor. Esas prácticas las tuvo la izquierda en otras épocas cuando se nutría del pueblo y a la vez lo nutría para construir con él los movimientos sociales, la canción y los teatros populares, las organizaciones barriales, la vida colectiva de espacios reflexivos y esperanzados.

Ser de izquierda es construir otro discurso y otra práctica política porque las dos cosas van juntas. Pero no cualquier discurso ni cualquier práctica. No es el “moderado” que esperará las próximas elecciones y pacta con la derecha en seguridad dispuesto también a esconder la violencia social (acaso dejándola para más adelante –habría que preguntarles para cuándo–). Tampoco el de la academia o la doctrina (aunque lo necesitamos), sino el que se construye con y desde el diálogo y la acción con las grandes mayorías.

Una pintada en Montevideo hace poco nos gritaba con razón: “Los milicos matan, seguridad es otra cosa”. Pues bien, ¿qué sería? El título de este artículo pide no hablar más de “seguridad” de acuerdo al discurso dominante. Lógicamente implicaría oponer otro discurso lo suficientemente fuerte que logre incluir ese término y otros como “gestión”, “éxito”, “emprendedurismo”, dándoles otro sentido. Sin embargo, podría ocurrir que, en la misma medida en que se dispute hegemonía cultural, algunas palabras tan caras a los empresarios, militares y políticos de derecha terminarían aburriéndose con ellos de igual manera que “honor” o “castidad” con los antiguos nobles.

¿Existirá izquierda para retomar una tarea tan grande y necesaria? Espero que sí.

José Stagnaro es Magister en Ciencias Humanas (Udelar).