Un enigma recorre Argentina luego de tres años de gobierno de la coalición Cambiemos: ¿por qué una administración que aplica un ajuste de la magnitud del impulsado por el presidente Mauricio Macri no colapsa o termina cercada por la movilización popular?

La sociedad argentina es una de las más contenciosas del continente. Tiene la impronta de la movilización permanente y sostiene un entramado sindical significativo comparado con el de otros países latinoamericanos; existen en su seno fuertes movimientos sociales que encuadran a trabajadores de la denominada “economía popular” (desocupados, precarios o emprendimientos autogestionados) y conserva una vital sociedad civil que parece siempre dispuesta al conflicto. La tierra que engendró la Reforma Universitaria de 1918 a inicios del siglo pasado, el Cordobazo en 1969 y las jornadas de diciembre que en el temprano 2001 inauguraron el nuevo siglo y provocaron la huida del poder del presidente Fernando de la Rúa parece hoy excesivamente pasiva frente al deterioro cualitativo de todos los indicadores económico-sociales que provoca el duro programa neoliberal. Las causas de este fenómeno, en apariencia extraño, son múltiples: estructurales, históricas y coyunturales. Pese a la estabilidad relativa, el gobierno que encabeza el presidente Macri ingresa en su último año de gestión bajo el signo de la incertidumbre.

En 2019 se eligen (o reeligen) el presidente y la mayoría de los gobernadores, y se renuevan parte de los legisladores del Congreso Nacional y de las legislaturas locales. El oficialismo encara el denso calendario electoral con una pérdida significativa del control de la economía, que combina estancamiento e inflación, números rojos en todas las áreas (inversión, consumo, Producto Interno Bruto –PIB–), una disminución de las bases de apoyo en la sociedad y una fuerte caída en la imagen de sus referentes. Además, es evidente el fracaso de la promesa original y de todas sus representaciones simbólicas. También se produce el distanciamiento de algunos poderes fácticos que le otorgaron un respaldo inicial clave y ahora se alejan sin prisa pero sin pausa: corporaciones empresariales, medios de comunicación y fracciones del Poder Judicial. Cambiemos se transformó en un experimento gubernamental que agravió demasiado a los de abajo y no terminó de conformar a los de arriba; sin embargo, cuando nos despertamos, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, todavía está allí.

Debacle económica

Algunas variables sintetizan el balance económico del gobierno de Macri en sus tres años de gestión: el PIB acumula una caída de 1,3%, la inflación fue del orden de 163%, el dólar se disparó 290% –en relación con la cotización oficial de diciembre de 2015; 160% frente al dólar paralelo en ese momento–, la deuda en dólares creció en 80.000 millones con acreedores privados y en más de 100.000 millones de dólares si se incluyen los primeros desembolsos del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Pero la madre de todas las derrotas habrá sido la batalla contra la inflación, que en toda la era Macri acumulará 211% en el mejor de los casos.

Las consecuencias de estos números macro en la vida cotidiana de las mayorías populares son profundamente disgregadoras. El desempleo alcanzó el 9% durante el tercer trimestre de 2018. Un empalme de series estadísticas entre el índice de precios al consumidor de la ciudad de Buenos Aires y del Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentian sentencia que la inflación fue de 163% en estos 36 meses, mientras que los asalariados registrados del sector privado tuvieron un incremento acumulado en el mismo período de apenas 121%. Esto implica que un trabajador que cobra un salario promedio tendrá una capacidad de compra 16% inferior a la que tenía hace tres años. El Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Pontificia Universidad Católica Argentina informó que la pobreza alcanzó a 33,6% de los habitantes urbanos del país en el tercer trimestre de 2018. La indigencia afecta a 6,1% de las personas. Desmoronamiento económico y profundo retroceso social son el saldo que dejó hasta ahora el gobierno de la nueva derecha argentina. Y lo peor parece estar por venir.

Fracaso discursivo

La consecuencia lógica de esta deriva es el mentís que recibió el conjunto de ideas y promesas enarboladas por Macri en 2015: nueva matriz económica, mayor productividad, libre –o prácticamente anárquico– movimiento de capitales, desregulaciones económicas que traerían una “lluvia de inversiones”, libertad individual y carrera meritocrática como único camino al progreso, y el mercado como Santo Grial del mito laico neoliberal. El quiebre de esa narrativa dejó a Macri y a Cambiemos sin propuesta de futuro, y su apuesta se reduce a administrar el miedo al pasado, a postularse como el mejor agente del “antikirchnerismo” (la contracara del proyecto político que gobernó Argentina hasta 2015, con Néstor Kirchner y Cristina Fernández). Con el agregado de fuertes componentes punitivistas y securitarios a tono con los discursos de las derechas duras que avanzan en el continente y que hoy tienen en Jair Bolsonaro, el flamante presidente de Brasil, su expresión más poderosa y radical.

El relato oficialista con que Cambiemos dio impulso a su proyecto político, propio de un manual de autoayuda a lo Ravi Shankar, mutó hacia la polarización con la reconstrucción de un enemigo a medida (la candidatura de Cristina Fernández) y la restauración frenética de la llamada “grieta” como último recurso para el desafío electoral. Tiene gusto a demasiado poco, pero la elección está abierta.

La crisis que no fue

“No sólo de ‘política’ vive el hombre”, sentenció el marxista ruso León Trotski en su libro Problemas de la vida cotidiana. Parafraseándolo, podemos decir que no sólo por la política, entendida en el sentido estrecho, sobrevivió el proyecto macrista. También fueron determinantes las relaciones de fuerzas sociales que significaron un sostén y a la vez un límite para las ambiciones de Cambiemos.

Una paradoja de origen que limitó las posibilidades del proyecto de Macri fue la inexistencia de una crisis catastrófica sin salida en el fin del ciclo kirchnerista. El antecedente argentino más próximo a un proyecto neoliberal como el que, en términos de programa económico, encabeza Macri fue el que llevó adelante Carlos Menem en la década de 1990. Una de las condiciones de posibilidad de su éxito –no la única, pero sí una de las más importantes– fue el estallido hiperinflacionario que definió la suerte de su antecesor, Raúl Alfonsín, en 1988-1989. Aquella crisis traumática para la memoria colectiva de los argentinos operó como disciplinadora, junto con derrotas en el terreno de la lucha social y un ciclo internacional favorable para la imposición de las contrarreformas neoliberales. El “terror económico” operó también en la crisis que culminó con el estallido de 2001 y, esta vez a través de la hiperdesocupación, preparó el terreno para la brusca devaluación y consecuente desvalorización del salario impulsadas por el presidente interino Eduardo Duhalde, quien comandó la transición.

Con esa carencia de origen, el gobierno de Cambiemos transitó estos tres años entre los límites que imponía una resistencia social disgregada, pero presente, y la presión del mundo empresarial y los factores reales de poder en pos de acelerar las contrarreformas.

El derrotero incluyó un comienzo con lo que se denominó “gradualismo”, cuyo sentido era transitar el ajuste, pero administrando los tiempos para evitar chocar de frente contra un bloque social hostil. El “gradualismo” era a la vez financiado con el endeudamiento que el gobierno creyó infinito e ilimitado. Luego de triunfar en las elecciones de medio término de octubre de 2017 –con una combinación de antikirchnerismo y lo que algunos calificaron de “populismo financiero o fiscal”–, Macri lanzó el tridente del “reformismo permanente” (ajuste previsional, flexibilización laboral y reforma impositiva), con el que pretendió aligerar el plan.

Pero a octubre lo devoró diciembre. Las movilizaciones contra la reforma previsional del 14 y el 18 de diciembre de 2017, con enfrentamientos violentos frente al Congreso Nacional y múltiples cacerolazos en los barrios porteños, protagonizados por sectores de clase media, fueron el punto más alto de la movilización social en la era Macri, y pese a que la ley que modificaba el cálculo de las jubilaciones y pensiones se aprobó, Cambiemos sufrió una derrota política que nunca pudo remontar.

Luego de aquellos acontecimientos, el gobierno se vio obligado a postergar sin fecha la reforma laboral e intentó retomar el camino del “gradualismo”. Pero en abril se desató la furia de los “mercados”, con una corrida cambiaria provocada por el fin de las posibilidades de seguir aumentando la deuda. La rebelión financiera duró varios meses y obligó al pedido de rescate al FMI. Los “mercados” comenzaron a desconfiar de las capacidades de Macri para aplicar las contrarreformas neoliberales. De hecho, un conjunto de economistas “libertarios”, que ahora buscan conformar un partido en línea con las ideas ultraliberales, suele acusar a Macri de ser un “populista con buenos modales”.

La vuelta al FMI, pergeñada por el gobierno para poner fin a la corrida especulativa contra el peso, trajo consigo un nuevo programa de ajuste con el “déficit cero” como bandera y ya sin lugar para gradualistas. El resultado fue una disminución permanente del volumen político de Cambiemos, que nunca detuvo su marcha descendente. Pero su resiliencia no se explica sin el concurso de lo que el controvertido escritor argentino Jorge Asís –devenido estridente analista y operador político– calificó de “dadores voluntarios de gobernabilidad”. Entre ellos, se encuentra no sólo gran parte del peronismo político que habilitó la aprobación de más de 100 leyes que facilitaron la tarea de Cambiemos (fuerza minoritaria en el Parlamento), sino también la acción o inacción de las conducciones de los sindicatos y la Confederación General del Trabajo (CGT) y los llamados “movimientos sociales”, herederos sobre todo del mundo piquetero de los años 2000.

Luego de 2001, y en parte como conclusión estratégica de aquellos acontecimientos, se produjo un proceso de institucionalización relativa de una amplia gama de organizaciones que agrupan a desocupados, trabajadores precarizados y los sectores más pobres de la sociedad argentina. La emergencia de estas organizaciones es una manifestación de su peso gravitante y eventualmente explosivo, a la vez que un instrumento de contención para evitar su emergencia disruptiva. Junto con la desprestigiada dirección de la CGT, que convocó cuatro paros generales sin movilización y con la suficiente distancia uno de otro como para que sólo cumplieran la función de descomprimir la tensión social, las conducciones de los movimientos sociales adoptaron la lógica “sindical” y actuaron para evitar que se configurara un escenario del tipo del de diciembre de 2017. Con diferentes responsabilidades, operaron como un factor conservador para una respuesta masiva y coordinada al ataque del gobierno a las condiciones de vida de las mayorías. Además, el grueso de los dirigentes de estas organizaciones (sindicales o sociales) está fuertemente comprometido con la reorganización del peronismo con vistas a las elecciones: su apuesta estratégica no es por la derrota del plan de Macri en las calles, sino por el desgaste para facilitar su salida del poder en las elecciones. Por último, gran parte de estas estructuras reciben una fuerte influencia del papa Francisco, para quien evitar un estallido en su país de origen es de una importancia vital, además de estar a tono con su ideología histórica. Efectivamente, la “teología del pueblo” a la que adhiere Francisco (desde los tiempos en que era el cardenal Jorge Bergoglio) postula una alianza con las organizaciones sociales sobre la base de considerar a los pobres como víctimas y proponer una política de rescate, de contención y tutelaje, siempre con el objetivo de evitar la acción directa.

En síntesis, los frenos de mano que el gobierno se vio obligado a aplicar por imposición de las circunstancias y la “ética de la responsabilidad” de la oposición, combinada con una estrategia que prioriza el eje electoral y con el “respaldo divino”, otorgaron una sobrevida a un proyecto político estancado.

El futuro llegó

Gran parte de la fortaleza que aún mantiene el macrismo cuando comienza el decisivo último año de gobierno es concedida por otros. Economistas afines a Cambiemos se aferran a dos factores, a la espera de algo parecido a una recuperación: la cosecha récord que auguran para 2019 y la apuesta a algunas inversiones en el yacimiento de hidrocarburos no convencionales de Vaca Muerta, en el sur argentino. Parece difícil que esos nichos, incluso si son exitosos, remonten la cuesta abajo de la economía.

La disminución del volumen político de Cambiemos se ve reflejada en la distancia que toman algunos factores de poder con respecto al futuro de ese proyecto político: el Grupo Clarín, principal oligopolio mediático del país, ya juega –de mínima– a dos puntas: sólo en última instancia mantiene el apoyo a Macri contra el kirchnerismo, pero cada vez se notan más los hilos de su trabajo por el llamado “peronismo racional”. El Grupo América (segunda corporación mediática del país) manifestó por boca de uno de sus accionistas mayoritarios, Daniel Vila, el respaldo a esa fracción del peronismo no kirchnerista. Una mayoría de la Corte Suprema votó hacia fin de año contra el gobierno en un fallo simbólicamente importante sobre el cálculo de deuda que el Estado tiene con unos 150.000 jubilados que litigaron contra él. Y una fracción considerable del empresariado comienza a explorar otras opciones, sin descartar incluso al kirchnerismo conducido por Cristina Fernández, una de cuyas estrategias disponibles, y a la que al parecer podría apostar, es la de adoptar un perfil de “leona herbívora”, si retomamos la expresión con que se calificó a sí mismo el Juan Domingo Perón consensual y conciliador que volvió al país en la década de 1970, tras 18 años de exilio.

La definición es similar a lo que en términos del marxista italiano Antonio Gramsci puede calificarse de ausencia de hegemonía. Pero quizá lo más relevante para el presente y el futuro argentino es que la “tragedia” a la que está condenado Cambiemos, más allá de si logra el milagro de un resultado electoral favorable, condiciona al conjunto de las fuerzas políticas tradicionales cuyos programas se enmarcan dentro del respeto a los intereses estratégicos de los dueños del país y a la hoja de ruta del FMI. Bajo esas condiciones, en cualquier circunstancia, no se avizora una luz al final del túnel. Y la posibilidad de un nuevo colapso está en el menú de posibilidades.

Fernando Rosso es periodista, editor y columnista político de La Izquierda Diario. Esta columna fue publicada originalmente en la revista Nueva Sociedad.