Había gran expectativa con las nuevas entregas del mexicano Carlos Reygadas y del brasileño Gabriel Mascaro. Sus films inmediatamente anteriores (respectivamente Post tenebras lux, 2012, y Boi neon, 2015) son obras maestras del cine latinoamericano reciente. Ambos decidieron salirse de su zona segura y probar nuevos terrenos, una actitud que condice con su condición de artistas arriesgados, pero que los llevó lejos de la plenitud de sus obras cumbre.

Nuestro tiempo (México), de Reygadas, es bastante más lineal que Post tenebras lux. Parece ser más personal también, porque la pareja protagónica está actuada por el propio Reygadas y su esposa –la montajista Natalia López–. El asunto del triángulo amoroso (la mujer se mete con otro, celos, crisis de pareja) está complicada por la pretensión de relación abierta en que la premisa de “libertad con sinceridad” resulta en un pretexto para una actitud controladora teñida de voyeurismo masoquista. Hay una complejidad adicional en el hecho de que Juan lleva una doble vida de intelectual cosmopolita y de estanciero que disfruta y se enorgullece de hablar con los peones asumiendo sus códigos de “macheza”. En todo eso, las distintas escenas con los toros funcionan como metáforas de disputas entre machos alfa y agresividad viril. Esa incursión de Reygadas en un cine más psicológico hubiera demandado actores de mayor peso, y las forzadas expresiones de sufrimiento de los agonistas terminan resultando en involuntarios aires de telenovela. El tratamiento formal sigue siendo formidable: un inicio que aborda los personajes desde un aspecto muy colateral (una extensa escena con los niños), el estilo visual peculiar con el lente casi ojo-de-pez, los tiempos muertos, la subnarración extrañada por una voz infantil, algunos diálogos que transcurren totalmente en off mientras la cámara enfoca otra cosa. A quién más se le ocurre, entre distintos planos de montaje analítico durante un viaje en auto, cortar al interior del motor del vehículo (no por nada en especial, simplemente como un aspecto más del viaje).

Divino amor (Brasil, en coproducción con Uruguay, Dinamarca y Noruega). Mascaro imagina un futuro cercano con un Brasil radicalizado en el poder evangélico. La religión ahora invade las estructuras burocráticas y, moldeable como buen negocio capitalista, termina por asumir el control de las fiestas bailables e incluso de las orgías sexuales, que ahora se realizan en ese marco regulado. La película es muy extraña, entre otras cosas porque es difícil ubicar dónde está parada. El realizador cuidó que su retrato no quedara como una mera caricatura del fenómeno religioso, pero quizá exageró tanto en eso que su supuesta distopía terminó siendo benévola. Desde el punto de vista ilustrado, no es bueno que todo el mundo crea en Dios, se someta a la autoridad de los pastores y entre en éxtasis al ser bautizado, pero si, como en esta anticipación futurista, eso conduce a una sociedad en que no hay criminalidad, ni pobreza, ni graves injusticias, donde la gente disfruta de la vida (incluidas fiestas bailables y orgías), la verdad es que no es un precio tan alto. La cosa es aun más ambigua porque Mascaro quiso introducir una línea mesiánica y de inmaculada concepción, como vehículo para otro tipo de críticas a la iglesia evangélica, que termina siendo, en cierta manera, cristiana. Si el componente crítico de la película pudo resultar timorato desde la perspectiva ilustrada, en la proyección que se hizo el sábado 13 en el Bafici (Argentina) se levantó un teólogo evangélico a despotricar contra lo que consideró una obra blasfema y culpable de pecado mortal. Es todo una cuestión de perspectiva.

Los tiburones (Lucía Garibaldi, Uruguay en coproducción con Argentina y España). Pocas películas uruguayas cosecharon tantos triunfos internacionales como esta (premios a mejor película en Toulouse y mejor dirección en Sundance). Es un film coming of age centrado en una chica de 14 años en un balneario, comparable con Tanta agua (Ana Guevara y Leticia Jorge, 2013), pero con las siguientes diferencias importantes, todas las cuales agregan una dosis de aspereza a la obra: el ámbito aquí es de clase trabajadora y no de clase media, de trabajo en vez de ocio, y en la protagonista aparece, junto a las inseguridades características de la edad, un filo de maldad, una reacción calladamente agresiva frente a un entorno con el que no armoniza. La sensación de enajenación con respecto a la familia es más profunda, y el pibe del que se enamora es particularmente descuidado. La interpretación de Romina Bentancur es bastante opaca: por un lado, en su mirada y forma de hablar transmite, en forma general, esa combinación de ensimismamiento y dureza; por otro lado, tiene el efecto de que rara vez explicita las intenciones y sentimientos del personaje, y estos sólo pueden inferirse, en forma imperfecta, a partir de sus acciones. A esa opacidad interpretativa se suma otra, en la propia estructura narrativa, que deja algunos hechos sin una explicación cabal (¿cómo fue exactamente la situación del inicio que resultó en la hermana lastimada?, ¿cómo se escapó la perra?). La película está un poco estirada: los elementos clave del guion podrían ser los de un cortometraje. Pero el enfoque es sin duda particular e interesante.

So Long, my Son (Dì jiǔ tiān cháng, Wang Xiaoshuai, China). Wang integra la llamada Sexta Generación del cine chino. Se puede reconocer en su película características comunes con el exponente más famoso de ese grupo, Jia Zhangke: el relato extendido en el tiempo, el gusto por los paisajes contaminados por las fealdades del desarrollo, la cámara en mano acentuando esa textura visual sucia, el abordaje narrativo pausado, el componente de crítica política. Lo de “extendido en el tiempo” vale para la duración de tres horas que tiene la película, y para el tiempo cubierto por la anécdota, que va desde los años 80 hasta la actualidad. En comparación con el cine de Jia, no hay humor, lo que libera un costado melodramático apenas refrenado por ciertas opciones de discreción formal (algunos de los momentos más punzantes están mostrados con una cámara alejada, pudorosa) y por la necesidad de cierto esfuerzo del espectador para ir armando la cronología barajada. También en contraste con Jia, el peso de la crítica política está puesto en el pasado, enfocando errores y penurias que, de alguna manera, tienden a solucionarse. Hay mucho para llorar: un hijo muerto, remordimientos, un amor que pudo ser, un reencuentro luego de décadas, la devoción sin fisuras de la esposa. La emoción se acentúa con un trabajo actoral espectacular, sobre todo de la pareja protagónica (Wang Jingchun y Yong Mei), así como la construcción sensible e inteligente (por ejemplo, la rima visual, cargada de significación, entre las dos primeras escenas en el hospital: la de la muerte de Xingxing y la del aborto forzado).