Pasó por Montevideo Francisco Jarauta, catedrático español de Filosofía de la Universidad de Murcia, estudioso de estética, teoría del arte y antropología y atento observador de las relaciones del arte con la sociedad y de los cambios que en ella se producen.

Empecemos con lo específico de su presencia en Uruguay. Vino a dictar una conferencia, por un lado, sobre la crítica de arte y, por otro, sobre Pablo Picasso, en ocasión de la muestra en el Museo Nacional de Artes Visuales. En relación con Picasso, se centra en uno de sus cuadros más famosos, Las señoritas de Avignon, que usted considera el más importante de la modernidad. ¿Por qué?

La primera década del siglo XX conlleva el final de un paradigma estético que es representado, mejor que todos, por Paul Cézanne, que muere en 1906. Curiosamente, Picasso, que no era un hombre culto pero tenía una mirada excepcional, intuyó que Cézanne representaba ese final. Él sigue pintando lo que había aprendido a pintar en Barcelona –están estas dos épocas, la azul y la rosa–, pero está viendo cosas. Está viendo Las bañistas, de Cézanne, conoce a André Derain, a Henri Matisse, conoce los trabajos tahitianos de Paul Gauguin. Se encuentra con la obra de Matisse, que le parece una obra terrible, insoportablemente feliz, y comienza así un período extraño. Pasa el verano en un pueblito de los Pirineos catalanes, regresa en setiembre y hasta mayo emprende un trabajo silencioso, de búsqueda, llenando siete famosos cuadernos en los que va dibujando este cuadro que tiene en la cabeza. Yo creo que Las señoritas... está pintado contra Matisse. Mirando los tres bocetos de la obra se ve cómo se atreve y no se atreve. Uno de los secretos mejor guardados de Picasso fue su pasión por [Dominique] Ingres: tenía en su escritorio un cajón cerrado con llave y, dentro de él, a su vez, una caja cerrada que contenía todas las postales de obras de Ingres que encontraba. Cuando Picasso ve El gran baño turco, de Ingres, dice: “Ya tengo la idea”, pero hay que decidir muchas cosas previas. Por ejemplo, el formato: demora tres meses en elegirlo y opta por un tamaño muy grande, 244 cm × 234 cm; nunca había pintado nada así. Elige una ambientación, un lugar de Barcelona donde iba con sus amigos, el burdel de la calle Avignon, y es ahí que aparecen los cortinones de las odaliscas de Ingres, abriendo la “escena” como diciendo voilà: este es el arte moderno. El salto de ruptura con el final del naturalismo que había dominado toda la puntura, incluso la posthistórica, y que había llegado a eso que llamaban la complacencia naturalista del impresionismo; todo eso queda suspendido de un hachazo. Esta crisis de la representación es la base epistemológica de lo que Las señoritas... significa para la historia de la pintura. Concuerdo con el aval que le da André Breton cuando dice que es el cuadro fundador del arte contemporáneo.

Hablando de influencia, hay muchos críticos e historiadores que piensan que el autor que más influyó en el campo artístico del siglo XX, y quizá también del XXI, es Marcel Duchamp, no Picasso. ¿Qué opina?

Entiendo que la duchampización del arte es indiscutible. A partir de 1914-1916, años de la guerra, Duchamp introduce como nadie una ruptura que superará al Picasso de los años 20 y 30 en todo lo que fue el quiebre de los modelos convencionales del arte. En estos años, Picasso es un innovador proteico dentro de sus propias posibilidades, cambiando de estilo permanentemente: controla todos los géneros, pinta, hace escultura, cerámica, hace parade para los ballets rusos. Pero conceptualmente comparto contigo que Duchamp tiene una trascendencia muchísimo mayor.

En su conferencia sobre la crítica ofreció un panorama de cómo esta se ha desarrollado en los últimos tres siglos. ¿En qué estado se encuentra hoy?

Estos no son buenos tiempos para la crítica. El planteo que hacía en mi conferencia, casi idealizado, de intelectualización de la crítica como supo ser, por ejemplo, la revista October, ya no existe. Los famosos cuadernos del Centre Pompidou se han clausurado, los museos alemanes ya no sacan sus revistas y se apoyan, por razones de prestigio, en sus catálogos, que en general son irrelevantes. Tampoco ayuda que hoy grandes museos, históricamente hablando, como el mencionado Pompidou o el MoMa [Museum of Modern Art de Nueva York], no tengan un discurso. El Metropolitan de Nueva York está funcionando más, pero reconvirtiendo al nuevo espectador que tiene, servido como ticket; un nuevo cosmopolitismo ecléctico, arbitrario, pagando 25 dólares la entrada. Business.

 Francisco Jarauta.

Francisco Jarauta.

Foto: Ricardo Antúnez

En este panorama un poco desolador, ¿qué función tiene la crítica?

La que sigue es una preocupación más que una respuesta. Sería difícil recorrer la agenda de los grandes problemas de las sociedades contemporáneas sin dedicar una atención especial a lo que el arte ha planteado. Sintomáticamente, el arte ha sido registro del pulso de la sociedad. Piénsese en los 80, cuando el Whitney Museum hace la famosa bienal y pone un cartel que avisa que las obras expuestas pueden lesionar la conciencia de algunos espectadores. Se planteaban problemas relacionados con la guerra, la violencia institucionalizada, el sida, etcétera, y en términos documentales, y con un documentalismo feroz. En mi exposición mencioné a la Documenta X, curada por Catherine David, dedicada a Politics/Poetics: yo concuerdo con esta posición. Hay que reconducir el papel hodierno de la crítica a un gran vacío ideológico en el que no hay discursos que se puedan reconocer como críticos respecto del mundo contemporáneo. Han desaparecido en muy poco tiempo los famosos maîtres à penser, los Foucault, los Lévi-Strauss, los Deleuze, los Derrida, y sólo han quedado epígonos, ecos de aquellos discursos, pero los contextos se han modificado totalmente. Es patético convertirse en epígono; lo que queda es construir una nueva mirada, un nuevo relato, aunque sea fragmentario, come decía [Gilles] Deleuze; no es fácil volver a construir la red de los conceptos. La filosofía, el pensamiento, se debe plantear contra la realidad, como dijo Theodor Adorno en su Minima Moralia, against, no debe ser un trabajo de interpretaciones, sino de transformaciones; de nuevo, Marx. Pero esto se hace en un mundo colapsado por la comunicación. El mundo del arte se ha licuado, en términos maxweberianos, se ha “secularizado”. La institución arte se ha hipertrofiado, nunca ha habido tantos museos, pero las revistas desaparecen porque no hay pensamiento. Hay que reivindicar también elementos éticos y activos del situacionismo: ya no tenemos la capacidad de construir una teoría general, soy partidario de las microutopías, de las microsituaciones, de los microprocesos.

¿Le parece que tenemos una cultura cada vez más rehén de la comunicación?

Salieron cinco informes –financiados por grandes corporaciones, pero que terminan siendo trabajos calificados– sobre cómo será la sociedad de 2030, 2040. Todas, algunas más conservadoras, otras menos, dicen que en el futuro a corto y mediano plazo el elemento más determinante y más activo será la comunicación. O, como dicen ellos, communication, communication, communication. Viviremos en una cúpula de flujos comunicativos impresionantes, y la neurociencia ya se ocupa de los procedimientos para la adaptación a ese cambio. Seremos lo que recibamos en estos flujos abiertos de comunicación. La distancia entre la realidad y el lenguaje será enorme, la realidad casi desaparecerá. El tema hoy tan debatido de las fake news no tendrá ninguna relevancia: todo será fake news, todo serán simulaciones. Los mecanismos de control de los que hablaba [Michel] Foucault se volverán mucho más abstractos, y eso es lo que más me preocupa. Daremos un segundo paso, pero ¿el primero cuál ha sido? En el proceso de globalización se han multiplicado los conflictos, las confrontaciones, incluso bélicas, y carecemos de las instituciones que garantizan la gobernabilidad del planeta. La Carta de San Francisco, la Declaración de los Derechos Humanos, la fundación de las Naciones Unidas y sus agencias; todo eso es papel mojado. Estas todavía garantizaban que pudiera haber cierto control del riesgo, pero en este momento se produce un enorme déficit político y, en su lugar, tras las transformaciones financieras, sale un nuevo consejo de administración del planeta. Más de 40% del capital del mundo es especulativo, no tiene nada que ver con la producción; son burbujas espectaculares. Yo leo mucho la revista The Nation, cuyo director, Richard Falk, sostiene que las condiciones del modelo económico, político y social actual se pueden definir como tecnofascismo.

¿Es el mismo concepto de democracia que vacila?

Desde que entra el modelo chino en la economía y es legitimado internacionalmente, o existe un modelo como el de Rusia o una política como la de Trump, ya no sabemos qué significa “democracia”. La democracia se construye de una manera que objetivamente da cuenta de las relaciones sociales, de las relaciones de poder y del proyecto político. Si no se habla de otras cosas. Y en ese nuevo modelo tecnofascista hay un elemento añadido, que es que la filosofía moral imperante es el neopragmatismo. Es como si al final de cada proceso la única pregunta fuera “¿Funciona? Sí, funciona”. Es la llamada legitimación after the facts [luego de los hechos] –¿Las cosas funcionan? Entonces, ¿por qué las vamos a discutir?–, con implicaciones terribles. Se ve en el debate sobre el clima: estamos con el desastre en la cara. El día en que se enciendan todas las luces rojas haremos algo, pero antes seguiremos así.