Desplazada en algún momento por la tecnología digital, que, entre otras cosas, eliminó la rayadura sobre el error escrito por el más aséptico backspace, la máquina de escribir, como herramienta de producción material de textos, desapareció de las mesas de trabajo de los escritores, sin perder el aura mítica de fantasma, a medio camino entre lo industrial y lo etéreo. Así, en el imaginario persiste como una figura icónica de la escritura literaria, aunque su presente sea casi inexistente y sobreviva en oficinas de juzgados, casas de remates y unas pocas vidrieras de librerías. La máquina de escribir es, así, objeto arqueológico, símbolo y ausencia. La máquina de escribir es el título de la novela que el escritor argentino Juan Martini, fallecido el domingo a los 75 años, publicó en 1996, casi tres décadas después de la edición de su primer libro.

Veinte años atrás, compré un ejemplar de segunda mano de La máquina de escribir por el detalle de Los pilares de la sociedad (1926), de George Grosz, que ilustra la portada (en primer plano aparece un caballero ultranacionalista con monóculo y una corbata con una esvástica, con un sable en una mano y una jarra de cerveza en la otra, y una escultura de alambre brotándole de la cabeza cercenada) y porque muchas veces había hallado el nombre del autor en los breves y precisos prólogos de la colección de novela policial de la editorial Bruguera: Eleven mi horca, de Geoffrey Homes; El arrecife del escorpión, de Charles Williams; Luces de Hollywood, de Horace McCoy, y un larguísimo etcétera que incluía la primera edición en español de 1.280 almas, de Jim Thompson, gesto por el cual, según un amigo, Martini ya se había ganado varios cientos de hectáreas en el cielo.

En la primera página de su primer libro, El último de los onas, publicado por la editorial Galerna en 1969, Martini inicia así el cuento homónimo: “Persiguiendo las flechas (lanzadas tal vez por el último de los onas, indio marrón que sobrevive en el desierto, su morada indefensa ante los vientos, su mirada vencida por el miedo, por la vida entera: los ojos puestos en la raya del cielo y de la tierra para que los hombres no avancen de sorpresa ante la choza y sobre su cuerpo único, final, condenado, para no someterse a la curiosidad, a la humillación, a la violencia, a la muerte, prisionero), persiguiendo las flechas, buscando la nieve, los Andes, el descenso, su cuerpo en contraluz, como una imagen, y su piel, para rasgarla, partir la piel, meter las manos en ella y la sangre por las manos, aquella sangre que sabíamos morada y burbujeante, caliente y burbujeante, inútil y burbujeante”. Hay algo en el párrafo inicial de este cuento inicial, de un autor de 25 años, que reduce a la nada toda acción para centrar el foco de atención en las palabras, en el torrente que comprime el largo paréntesis y en todo lo que fluye después, como si las comas no pudieran con el avance certero de los adjetivos y todo acabara, antes del punto, en un final burbujeante.

Cuando ojeé el ejemplar de La máquina de escribir, antes de sumirlo en algún andurrial de libros no leídos de la biblioteca, me llamó la atención la disposición torrencial de la prosa, sin diálogos, sin las desparejas islas de blanco que se establecen entre el flujo de la tinta, pautadas por el punto y aparte. Cada capítulo era un párrafo único, una acumulación interlineada de palabras que adensaba el objeto, volviéndolo más pesado. Algún tiempo después inicié la lectura y no logré avanzar más allá de las primeras páginas: aparecían los personajes, quedaba pintado el lugar y pasaban cosas, pero el ritmo del relato parecía desfasado, y la mano que subrayaba algún pasaje terminaba presa de un cansancio extra, como si la punta del lápiz no trazara líneas sobre el papel sino encima de una superficie porosa e inestable. Volví a dejar el libro con sus pares no leídos, con la certeza de que en algún momento regresaría.

Cerca del final de El enigma de la realidad, la novela que Martini publicó en 1992, la amante del protagonista, un álter ego del autor llamado Juan Minelli, que antes de ese libro ya había aparecido en Composición de lugar (1984), El fantasma imperfecto (1986) y La construcción del héroe (1989), lee en su cuaderno de apuntes: “¿Una novela es un recorte en un texto imaginario y sin fin, un fragmento construido con ideas flotantes, con palabras sueltas, con residuos y jirones, con artificios expresivos y con vacilaciones conceptuales, una apariencia que interroga el sentido de las apariencias, que investiga las resacas y los remansos de lo real, las encrucijadas que la lengua organiza como historias, un texto desgajado, en fin, que sabe sin saber, que se pierde y que se materializa en intuiciones y silencios, el texto que acumula y que omite guiado por el capricho por una convicción infundada y donde cristaliza la siempre improbable revelación de un enigma, es decir, en otras palabras, una novela es un fragmento de un estudio sobre la simulación escrito en la forma narrativa de un relato, con las señas mortales de un estilo y con las máscaras casuales de la ficción?”. La larga pregunta conjuga en su estructura un hipotético índice de un tratado sobre la novela, y, encajada así, en medio de una trama, se erige en piedra angular del proyecto novelístico del autor. Porque hay escritores que escriben novelas a secas y hay otros, como Martini, que al escribir novelas reflexionan permanentemente sobre el objeto.

Cuando, algunos años después de la compra y el avance frustrado por el ejemplar de La máquina de escribir, abrí de nuevo el libro y me sumí en su lectura, Juan Martini desplegó a pleno, ante este lector ignoto y perseverante, el conjuro irrefrenable de las palabras. Porque más allá de la acción y de los personajes, nucleados alrededor del bar de Strauss, un enclave cochambroso al que un día llega un escritor apellidado Onetti, rotan y rondan los 33 capítulos, los 33 párrafos que le dan forma al verdadero protagonista de la novela: el lenguaje.

Como ese dispositivo que es imagen, símbolo y título de la novela, desplazado en algún momento por la tecnología digital, la obra de Juan Martini es en sí misma la máquina de escribir, que alberga entre los implementos mecánicos que la estructuran –palancas, carros, tipos, varillas y teclas–, la arrasadora fuerza del lenguaje. Mientras tanto, otros escribieron, escriben, escribimos novelas a secas.