Nicolás Maduro camina por la cuerda floja. Se ha puesto el uniforme militar; una muestra de debilidad, no de fuerza. Saca pecho castrense y habla de patria, de conjuras y maquinaciones. Exige lealtad y escucha con inquietud el eco de su propia voz. El parte médico habitual cuando el orden establecido se desmorona. Maduro resiste. Sabe que si resiste será Bachar el Assad y no Saddam Hussein. Si aguanta un día más podrá ser Kim Jong-un, no Muammar el Gaddafi. No será Manuel Noriega. Todos los días se levanta pensando si será el último amanecer en el Palacio de Miraflores. No es tonto, fue dirigente estudiantil y conductor de autobús. También fue ministro de Relaciones Exteriores, pero hoy eso es menos importante. Se ha cansado de mirar de reojo a su alrededor. Dice “traidores” y sabe que está rodeado de supervivientes.
Juan Guaidó y Leopoldo López se comieron la luz, dicen en Venezuela. Madrugaron a los gringos. Precipitación, ansiedad, exceso de protagonismo; quién sabe. La del 30 de abril fue una madrugada corta que se hizo interminable. Guaidó, presidente encargado, micrófono en la mano, mira expectante a Leopoldo López. Parece a punto de darle el relevo. Leopoldo fue su jefe y quiere seguir siéndolo. Su legitimidad es dinástica. Las familias de origen patricio están acostumbradas a mandar y a que otros obedezcan. Así lo educaron y ningún gen parece haberse rebelado contra ese destino. Leopoldo López ocupa el primer plano, mira hacia el horizonte, parece flotar sobre la realidad. El sueño se desvanece unas horas después. El aire de la ciudad no lo hace libre. Ya no esconde las cartas. Habla de intervención militar. No está tranquilo del todo. Donald Trump, ese poeta, dice que están haciendo “todo lo que podemos hacer, aparte de, ya sabes, lo último”, y añade, redoble de tambores, más suspenso: “Hay personas a quienes les gustaría que hiciéramos lo último”. La sutileza no es la cortesía del emperador.
El país entero está de maniobras. Exceso de hybris. Cuando los dioses quieren destruirnos, primero nos vuelven locos. Dicen los anti de cada lado que vendrá un tiempo nuevo. Son anti Chávez y anti López, anti Maduro y anti Guaidó. Se congregan en las plazas. Son muchos de cada lado. Unos para defender al régimen. Otros para defender la insurrección. “Régimen” e “insurrección” tienen el mismo origen etimológico. Su esencia es el verbo latino regere, que quiere decir “dirigir”, “enderezar”, “llevar las cosas bien derechas”. Insurgere es “iniciar una acción desde abajo para gobernar”. No hay paradoja: es una discusión sobre el poder. En el medio, atrapados en el laberinto, los venezolanos. El humo de los discursos ha nublado las razones. Las palabras giran en el aire y, entre giro y giro, van perdiendo todo significado. Puro confeti. Todos se empujan diligentemente y con brío hasta el abismo.
Venezuela, un paisaje en ruinas y dos presidentes con prisa, ninguno soberano. “Es soberano quien puede hacer una excepción” (Carl Schmidt). Hoy el poder está en otra parte. No estaría mal que se tomaran un café. Sentados en el diván, podrían contarse sus sueños. Un presidente sueña que todo es un mal sueño y que el pajarito que hablaba con el comandante Hugo Chávez obrará un milagro y vendrá a salvarlo. Otro presidente sueña que la política es matemática y que los cálculos que hicieron los brillantes estrategas John Bolton y Elliott Abrams no estaban equivocados. Sueños enternecedores, si no fuera porque tienen secuestrados a millones de venezolanos que se han cansado de retórica inflamada y quieren volver a vivir. Deben pensar, como el subcomandante Galeano sobre el nuevo presidente de México: “Podrán cambiar el capataz, los mayordomos y caporales, pero el finquero sigue siendo el mismo”.
Vivir, ya saben, los afanes cotidianos, sin épica, sin heroísmo. Derechos y libertades fundamentales garantizadas. Techo, salud y alimento. Pasear por la calle con tranquilidad, llevar a tus hijos a la escuela. Ser mujer y que no te maten por el camino. Reír, bailar, tener tus propias ideas y poder decirlas en alto sin que ninguna autoridad pueda encarcelarte por ello. Soñar con un futuro mejor mientras disfrutas del presente. Construir espacios de esperanza. Esperanza, ese poderoso psicotrópico que mueve montañas.
Un hombre solo parado delante de un tanque es un hombre solo delante de un tanque. Respeto para el hombre que se para delante de un tanque. Setenta kilos de carne, hueso y esperanza, del tipo que sea, frente a diez toneladas de acero. Un acto de insumisión contra el poder. La pequeña sombra que proyecta sobre el acero es un territorio de rebeldía. Hay que desconfiar de los tanques. Andan todos disfrazados de imperio de la ley, pero los mueve la nafta del más fuerte. Dice Theodor Adorno: “La fantasía exacta de un disidente puede ver más que mil ojos a los que se les han calado las gafas rosadas de la unidad y que, en consecuencia, confunden todo lo que perciben con la verdad universal”.
Suena el despertador. Vuelan aviones por los cielos del planeta, y diplomáticos con traje de diplomáticos se toman unos whiskies, tiran unos dados, sacan las biromes. Maravillas de la geopolítica, el Grupo de Lima pide ayuda a Cuba para resolver la crisis venezolana. Y a Turquía, y a Rusia. Vuelven a reunirse Mike Pompeo y Serguéi Lavrov. Hablarán de Crimea, de Donetsk, de Lugansk, de Siria. Hablarán de sus cosas y harán negocios. ¿Venezuela? Una pieza intercambiable en el ajedrez global. El futuro de Venezuela se está discutiendo en Helsinki, no en Caracas. El canciller venezolano, Jorge Arreaza, está en Moscú desde hace unas horas. Todos los escenarios están abiertos. Vuelve Westfalia.
Joxean Fernández es consultor internacional en temas de integración regional. Ha sido coordinador de Cooperación Española en Uruguay y codirector europeo del proyecto de apoyo a la Secretaría del Mercosur.