Ahora que el rimbombo mediático se ha apaciguado, que la euforia está un poco menguando, que la exaltación colectiva ya no está en su ápice, ahora que la carrera para conseguir las entradas se desaceleró, que la escena cultural ciudadana no coincide con la llegada de una cuarentena de obras del malagueño más célebre de la historia y que faltan sólo un par de semanas para el cierre, no está nada mal recorrer la exposición Picasso en Uruguay como exposición y no como megaevento (y aquí la disyuntiva: ¿tenemos que alegrarnos desaforadamente por haber asistido a una muestra blockbuster también en Montevideo, probablemente la primera de muchas por venir, o ya empezar a preocuparnos, como lloran en los grandes centros, porque el arte se va a volver nada más que una cita mundana, explorada superficialmente, o una trending topic?).

Sin duda hay que encomiar, como por otro lado se ha hecho de forma unánime, la gestión de Enrique Aguerre (director del Museo Nacional de Artes Visuales, MNAV) y Jorge Helft (coleccionista) por haber traído –desafiando la movida engorrosa y lenta que significa mudar piezas millonarias cruzando un océano– una exhibición importante, rompiendo esta especie de hechizo (uno que tiene, por supuesto, motivaciones políticas y económicas) que parece tercamente impedir la importación de obras capitales de figuras hiperconsagradas del mundo del arte a esta tierra.

Al ser la primera exposición “de envergadura” de Picasso en el país, como se repitió decenas de veces, la tarea de selección de obras, más bien la curaduría, hubiera tomado para cualquiera los contornos de una pesadilla: ¿qué elegir de un artista que, según algunos estimativos, produjo –contando todo, desde los sencillos bocetos hasta el Guernica– unas 70.000 piezas? Y aun acotando la astronómica cifra a lo que posee el Museo Picasso de París –que es la fuente de proveniencia principal de las obras presentes en el MNAV–, estamos hablando de más de 4.000 ítems, entre dibujos, óleos, esculturas y cerámicas.

La impronta que le dio Emmanuel Guigon, especialista y director del Museo Picasso de Barcelona, es estrictamente didáctica: no sólo no facilitó la labor de armar el florilegio, sino que quizá lo complejizó. La introducción de los uruguayos al “genio” (término, a esta altura del partido, escalofriante y que sin embargo se sigue usando) no podía pasar, justamente, por cortes temporales, temáticos o estilísticos acotados: había, en definitiva, que recorrer todas las ocho décadas de producción y las decenas de mutaciones picassianas. Así, Guigon optó, a la postre con sabiduría, por una división básicamente cronológica, por etapas, que empieza en la Cataluña finisecular y llega a la vivaracha senectud del pintor.

Mismos aires

El itinerario, pese a cierta rigidez inevitable –inevitable con la disposición, digamos, de un promedio de siete obras por estación–, funciona bien y está condimentada con lo local: una vitrina con documentos, entre los que se encuentra el proyecto de la tapa de un libro que nunca llegó a publicarse, que cuenta su relación con Joaquín Torres García, que –se intuye y el catálogo lo confirma– es de respeto recíproco pero de cierta distancia personal (interesante y curioso, además, el contrapunto de la muestra Pedro Figari, nostalgias africanas, curada por Mariana Leme y Pablo Thiago Rocca que se hallaba hasta hace poco en el primer piso del museo: el célebre pintor-abogado está en las antípodas de Picasso en cuanto a poética, técnicas, ideología).

Como se omitieron, creo que con razón, sus trabajos infantiles, divididos entre empujes vitalistas (el primer óleo, pintado a los nueve años, tiene como tema la corrida, que volverá mil veces a lo largo de su carrera) y trabajos académicos, académicamente perfectos, la primera parada del espectador, “Barcelona modernista”, es frente a un joven Picasso, c. 1900, que mueve sus iniciales pasos profesionales en la ciudad condal junto a la debida compañía bohemia. Entre tantos amigos, acá se encuentra a Jaime Sabartés, que será su secretario y que, como se ha repetido varias veces en estos tiempos, ya había planeado una muestra picassiana en Montevideo en 1928, cuando él mismo estaba viviendo acá, pero no cuajó. Así, tenemos unos deliciosos dibujos, acuarelados y no, que retratan a personas de su entorno y unas viñetas muy gustosas, y casi presurrealistas en cierto sentido, un conjunto de caras garabateadas, y una escena grotesca con un personaje que “toca” un violín-niño, además de un autorretrato y retratos a lápiz con color. Se propone un lindo paralelo con un autorretrato de Torres, que es la única obra no picassiana de las colgadas –salvo una brillante foto de Lee Miller que retrata al malagueño y Sabartés con máscaras–, que demuestra cómo en aquel momento los dos respiraban el mismo aire creativo.

Las señoritas

Aquí hay un primer gran hueco, bastante inexplicable. No hay rastros de las obras que se definen pertenecientes a los períodos azul y rosa de Picasso: llama la atención porque es una fase del pintor especialmente popular y que cubre los años cruciales que van de 1901 a 1906 (vive entre Barcelona y París hasta que se muda, definitivamente, en 1904): toda una galería de miserables, solitarios, desesperados y luego saltimbanquis, arlequines y madres e hijos tristísimos, en la que predominan al principio el color azul –el tono de la congoja, poro también de lo paradisíaco– e influencias varias (desde Francisco de Goya y Gustave Courbet hasta Mijaíl Bakunin y Friedrich Nietzsche) en composiciones complejísimas, aunque aparentemente sencillas, para luego pasar a la supremacía de un tono rosado, apenitas más esperanzado, pero con resultados igualmente extraordinarios en el tratamiento de la estructura de los cuadros, de la resolución de las figuras.

En sala encontramos, entonces, directamente, como si el artista hubiera pasado llanamente de los años juveniles de formación (aunque ya técnicamente perfecta) a la invención del siglo, la etapa “El cubismo en escena”. Lo abre un cuadro extraordinario, un “preparatorio” de una de las dos o tres piezas artísticas más importantes del siglo pasado, Las señoritas de Avignon, titulado Busto y fechado 1907: acá ya tenemos –posiblemente aplicado a uno de los personajes masculinos que en principio debían aparecer en el célebre cuadro, pero que fueron finalmente eliminados– varios componentes nodales del gran cambio: reducción de las formas a líneas, disgregación absoluta de cualquier pretensión naturalista, aunque ningún influjo, como se creyó durante mucho tiempo, del arte africano u oceánico (que Picasso conoció posteriormente a la creación del célebre cuadro) pero sí de ascendientes ibéricos.

Ese Busto, parte de una elaboración de Las señoritas ciclópeamente extensa –nueve meses y 800 entre bocetos, acuarelas y óleos–, es intensísimo incluso en su casi monocromatismo y, por ende, choca un poco con el resto de obras que deberían representar el momento más fértil de aquel cambio de paradigma que representó el cubismo (que básicamente no sólo dinamitó la perspectiva renacentista, luego de siglos, sino que introdujo conceptualmente el tiempo como elemento pictórico). Los febriles años que van de 1907 a 1916, de idas y vueltas, de intercambios con el coinventor del cubismo Georges Braque, de las fases analítica y sintética, se reducen a siete cuadros: todos, menos el citado Busto, de pequeña y muy pequeña dimensión, que difícilmente logran brindar al espectador la magnitud de la transformación que significó el sacudón cubista.

Por supuesto, tanto Desnudo de pie (1908) como Diario, caja de fósforos, pipa y vaso (1911) y Granada, vaso y pipa (1911) son buenos ejemplos de la búsqueda picassiana, pero algo de mayor aliento, de primera línea, hubiera sido más eficaz y grato. Es otro momento pictórico del recorrido, luego de la deserción azul, decepcionante. La escultura cubista del período está en cambio muy bien representada: una sola pieza, la Botella de anís (1915), pero una pieza importante en las incursiones escultóricas del Picasso de los 10, magnífico “collage” que lleva las ideas de la época sintética al plano tridimensional.

Hay otro vacío sustancial en la muestra, quizá menos grave que los citados, pero llamativo: lo que para muchos es un “retorno al orden” del español luego de la guerra, representado por una veta “clasicista” (aunque paralelamente el malagueño seguía con piezas cubistas), de formas reconocibles, dictadas, entre otras cosas, por los viajes a Italia para sus trabajos teatrales, tal vez por el clima general de reacción negativa a las vanguardias que se respiraba en Francia, más probablemente por la inquietud del artista que vuelve a una figuración clara, reconocible, pero donde siempre está al acecho la monstruosidad (madres e hijos, bañistas, parejas con extremidades enormes, torpemente monumentales).

Por cierto, la exposición empieza a despegar a partir del capítulo “Metamorfosis de entreguerras” que restituye el clima de intercambio picassiano con los surrealistas, ya que si bien Picasso nunca formó parte del movimiento, tuvo con él un evidente affaire: así, la verdadera joya El beso (1925) es una hipnotizadora amalgama de formas humanas reducidas, a través de gruesas líneas negras y planos de colores, a elementos esenciales mezclados humoral y quizá humorísticamente para explicitar un encuentro erótico oniroide. Un ojo por acá, una vagina por ahí, el mismo fondo que se funde con los órganos: la fuerza del conjunto es disruptiva. En óleos como La durmiente (1927) o en bronces como Metamorfosis (1928) sigue este juego incesante entre entidades amorfas y restos antropomórficos, con una libertad formal sorpresiva, incluso dentro de los muy liberados parámetros picassianos.

La sección más jugosa

Guigon se focaliza, en la cuarta etapa que cubre los años 30, en “El triunfo del erotismo”: por supuesto que lo erótico es una constante de toda la producción del artista – también de manera mucho más cruda que la que se muestra acá–, pero la intención de revelar cómo el español moldeó su atracción por la joven modelo y pareja “clandestina” Marie-Thérèse Walter es logradísima, y esta sección resulta ser la más jugosa, con algunas piezas deslumbrantes: Mujer sentada con los brazos cruzados (1937), casi un manifiesto de las varias tensiones formales que habían marcado el camino de Picasso en las dos décadas anteriores; Desnudo en un jardín (1937), que por un lado anticipa futuras pinceladas (por ejemplo de los Co.Br.A) y por el otro parece mirar al amado/odiado Henri Matisse. Luego, frente al excepcional y enorme bronce Cabeza de mujer, esculpido en Boisgeloup entre 1931 y 1932, es imposible no pensar nuevamente en Matisse y en sus raras pruebas escultóricas, las cabezas de Jeannette de los primeros años 10, que la crítica ya ha asociado a Picasso desde hace tiempo. También aparece el amor paterno: descuella el retrato lunar de su hija Maya con la muñeca (1938), con típica cara simultáneamente perfilada y frontal, y ojos que miran ligeramente para el costado, pero en definitiva al espectador (o al padre que la pinta), diferenciándose de los ojos fijos y fríos de la muñeca, perdida en un embriagante juego de planos geométricos.

La etapa crucial

Lo que sigue es la única sección armada por “técnica”, “Cerámicas”. Responde a la justa voluntad de exhibir, aun sucintamente, una faceta crucial en la trayectoria picassiana con ejemplos que van de los años 40 a los 60: dos platos, un jarrón y una figura. Al lado izquierdo tenemos el tema de la lechuza (en un plato de colores terrosos, los más utilizados en sus cerámicas por el artista, y en una adorable esculturita esférica); al derecho está el jarrón que es en realidad una poderosa cabeza de mujer, a cuya espalda se halla un plato cuadrado con el rostro esencial y pícaro de un fauno (fijarse en el revés de los platos, por favor: el de la lechuza es más entretenido que su parte delantera).

Picasso en Uruguay cierra con “El último Picasso”, que generosamente incluye obras todavía de los 40, pero que llega justamente a 1972, apenas un año antes de su muerte. Se trata de un conjunto excelente, que reitera una vez más cómo con los años el pintor no había perdido en vitalismo y ganas de experimentar: se ve, en su máxima conjugación, en la “reescritura” de Velázquez. Acá tenemos a una de Las Meninas, parte de una serie de decenas de cuadros con este sujeto, pintados en la segunda mitad de 1957, en una suerte de tauromaquia con la vaca sagrada de la pintura española. Picasso hace lo que ya había hecho con Manet poco antes y que parecería ser un ante litteram del citadísimo “deconstruccionismo”: desensamblaje y reducción extrema de los elementos originales, que a veces desliza hacia una esquematización pueril que aliena la fuente pero también la dota de posibilidades formales pasmosas; eso sí, es una deconstrucción más cercana a Ferran Adrià que a Jacques Derrida.

El último cuadro, El músico (1972), es sin duda una de las piezas top de las presentes en el MNAV y un final redondo para una exposición con carencias, pero igualmente imperdible: el picassismo, incluso el de Picasso, ya es maniera; el sujeto, las soluciones formales, el hieratismo de la figura son previsibles. Pero el resultado huye de la suma de sus partes: en última instancia es una inquietante, inolvidable figura que pulsa.

Picasso en Uruguay. Curaduría de Emmanuel Guigon. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 30 de junio.