Cuando hace 50 años la Policía irrumpió en el pub Stonewall Inn, en Nueva York, se dice que fue una drag queen afroamericana, Marsha P Johnson, la que tiró la primera piedra para resistir la razia, uno de los tantos allanamientos injustificados a bares gays que se hicieron en esos años. A fines de los 60, ser drag, además de una afrenta a las rígidas convenciones de género, era una forma de combate, de desafío a los sistemas de poder y a la violencia estatal.

En la época, la frase más célebre de Simone de Beauvoir (“No se nace mujer: llega una a serlo”) ya estaba escrita hacía más de 20 años, Lou Reed escribía canciones a la actriz trans Candy Darling y resumía el espíritu del momento en una pieza, “Walk on the Wild Side”, en la que dejaba constancia de un mundo (que en parte fue el mundo de Andy Warhol, de los primeros en retratar el ambiente del underground neoyorquino) que se condensa en un pasaje memorable: “Shaved her legs and then he was a she”, verso que refiere al viaje de Holly Woodlawn de Miami a Nueva York, pero también a su transformación: se sacó las cejas, se afeitó la piernas y él fue ella.

En los 80, mientras la administración de Ronald Reagan hacía como que el sida no era nada y cientos (sobre todo de afroamericanos e hispanos) morían, ser drag en Estados Unidos era, a la vez, una reacción a la cultura gay hipermasculina que imperaba y un gesto disruptivo en medio de un ambiente que aún renegaba de la homosexualidad y buscaba asociarla a lo peligroso y a lo ilegal, esfera a la que la redujo precisamente la condena social. Como hoy, en ese momento, actuar como mujer, con todos los riesgos que eso acarreaba, era hacerse cargo de algo propio que, provisoriamente, podría llamarse feminidad, sabiendo que es tan contingente como cualquier categoría cultural.

“La proporción [del cuerpo] de una drag queen es agresiva”, dice Charlene Incarnate en Wig, un reciente documental de Chris Moukarbel producido por HBO; “es una feminidad exacerbada”, continúa, “porque la feminidad es una agresión”. Así, mientras las formas de lo femenino y las maneras de ser mujer se salen de los carriles, de lo que tradicionalmente se consideró lo normal (como, por otra parte, pasa cada tanto en la historia), por momentos, las drag queens tienden a una androginia fuera de este mundo, a la vez que otras transforman sus cuerpos y se vuelven la hipertrofia de la mujer soñada: caderas amplísimas, cinturas minúsculas, voluptuosidad de pechos, labios, pelo. Son, por poner dos casos extremos, Sasha Velour y Amanda Lepore, y, entre ellas, está el infinito.

Desde comediantes a modelos, desde cantantes o actrices a performers más ligadas al arte, desde conductoras de televisión a columnistas de prensa, el drag funciona como una forma de veneración de lo femenino, pero también de subversión, que tuvo uno de sus puntos de clímax en Wigstock, festival fundacional creado por The Lady Bunny y otros compañeros del mítico Pyramid Club en el barrio East Village de Manhattan, en 1985, luego de un improvisado show en la primavera del año anterior, en el que llevaron el drag (confinado a los límites de los bares y de la noche) al aire libre y al día.

Nociones de género

Si bien, tras una vuelta al orden en la posguerra, ya en los 60 los límites entre los géneros se venían borrando –sobre todo por medio de las imágenes de estrellas de rock como Jim Morrison y de modelos como Twiggy– y el drag había alcanzado otros niveles con el trabajo de artistas como Leigh Bowery (o antes, con las famosas fotografías de Man Ray con Marcel Duchamp como Rrose Selavy), en Estados Unidos ser drag era todavía básicamente imitar a celebridades, y el estilo se regía por los estándares de los concursos de belleza tradicionales, basados en una idea muy limitada y estereotipada de mujer, que parece provenir de una nostalgia por ese momento en el que había “verdaderos hombres” y “verdaderas mujeres”.

Lo que sucedió en esta época fue, entonces, que el artista drag comenzó a crear una persona más allá de la imitación, y que, de algún modo, nos recuerda que la vida en sociedad no es otra cosa que vestirse, jugar un papel y vivir en consecuencia.

Así, por ejemplo, como documenta notablemente la película Paris Is Burning (Jennie Livingston, 1990), recientemente restaurada, para muchos el drag fue una forma de ser (y la dicotomía ser/parecer entra en cortocircuito) aquello a lo que no podían alcanzar, como se ve en algunas categorías de los concursos conocidos como balls, en los que los modelos (en su mayoría, de origen afroestadounidense) se visten, por ejemplo, como directores ejecutivos de compañías, puestos que les eran inaccesibles. También a partir de la irrupción del cine de John Waters (cuya actriz fetiche, Divine, se convirtió en un ícono de la contracultura), sobre todo en los 70, el límite de lo esperable se fue superando, conforme también se ampliaban las nociones acerca de los géneros, también siguiendo la influencia de hombres y mujeres que cultivaron la androginia y la indefinición, como David Bowie o, en plena cultura disco, Grace Jones.

Si algo hace Wig, estrenado oportunamente en el Mes del Orgullo, es recuperar esa tradición (sobre todo con imágenes de archivo, muchas de ellas tomadas de las infinitas horas que filmó Nelson Sullivan) y dar contexto a la irrupción del drag en el mainstream, principalmente mediante el reality RuPaul’s Drag Race, creado y conducido por RuPaul, que desde los 90 es probablemente la drag queen más famosa del mundo. En este sentido, es interesante escuchar el discurso de los participantes, quienes, a la vez que valoran el trabajo del show para convertir el drag en algo masivo y normalizar sus prácticas y lenguaje, lo cuestionan en su poder para normalizar una práctica que siempre fue revulsiva.

Los entrevistados, entre los que están, por citar algunos, la inteligente Lady Bunny, el mítico Kevin Aviance, el controvertido Willam Belli y Neil Patrick Harris (que se presenta bajo el personaje de Hedwig, de la película de culto de John Cameron Mitchell), reflexionan entonces sobre el regreso de Wigstock (en 2001 fue su última edición, pero volvió en el verano del año pasado) en el contexto político actual como un intento (¿final?) de escapar de la estandarización y la mercantilización a las que parece condenado todo proyecto emancipador, rasgo especialmente visible en los comentarios de Flotilla Debarge y en la performance de Charlene Incarnate, en su doble condición de drag queen y mujer trans. No obstante, aunque por momentos hay algo en esos cuerpos que parece ir más allá de las posibilidades del consumo, la pregunta sobre si es posible sortear los aparatos de cooptación del capitalismo, al final, queda una vez más sin respuesta.

Wig, dirigido por Chris Moukarbel. Estados Unidos, 2019. Disponible en HBO.