Sin ninguna explicación, los militares filmaron una conferencia de un científico de la Sociedad Brasileña para el Progreso de la Ciencia. La conferencia fue sobre las acciones del gobierno de Jair Bolsonaro en el área de ciencia y tecnología.

También sin ninguna explicación, una reunión del sindicato de maestros de Manaos fue invadida por agentes de la Policía Federal de Carreteras, que se sentaron a la mesa con ametralladoras y comenzaron un interrogatorio. La orden provino del Ejército brasileño, dijo la Policía. La reunión abordó los preparativos para las manifestaciones contra Bolsonaro durante su visita a la ciudad.

El jueves pasado, el ministro de Justicia emitió un decreto autorizando la deportación sumaria de personas “peligrosas para la seguridad de Brasil”, violando la presunción de inocencia para los extranjeros, lo cual es abiertamente inconstitucional.

El viernes, un diputado federal del Partido Social Liberal (PSL) presentó ante la Procuraduría General de la República una solicitud de arresto temporal contra el periodista Glenn Greenwald. El sábado, sin ninguna justificación legal, el presidente hizo una amenaza velada al insinuar que el periodista podría ser arrestado.

Los episodios de esta última semana se han vuelto cada vez más frecuentes. Poco a poco, el Estado policíaco se está consolidando en el país, convirtiéndose en la nueva normalidad. Es la consecuencia natural de un gobierno autocrático que rechaza las mediaciones democráticas y cuyo supervisor de justicia viola las leyes en defensa propia. Y, al parecer, esto es sólo el principio.

El ex juez, que fue sorprendido corrompiendo el sistema judicial, es hoy el jefe de la Policía Federal. Y, como es de esperar de acuerdo a su historia, no le da miedo usar el sistema para intentar volver a colocar sus esqueletos en el armario. Continúa violando las leyes y arrojando arena a los ojos del público, siempre buscando consolidar la narrativa del buen tipo perseguido por los bandidos. La transparencia es la kryptonita de nuestro superhéroe.

La forma en que Sérgio Moro actuó en los días posteriores al arresto de los hackers no fue diferente de cómo actuó como juez. Esta vez, las ilegalidades no se tramaron en la oscuridad de Telegram, sino que se cometieron a la luz del día. Es natural que cuando se establece el Estado policial, la preocupación de las autoridades por cumplir la ley disminuye. En la operación Spoofing, Moro ha actuado como ministro de Justicia, jefe de la operación, acusador, investigador y, fíjense ustedes, víctima. El hombre se escapó por la punta, corrió hacia el área para rematar, anotó un gol y confirmó la legalidad en el VAR. Sérgio Moro es realmente un héroe cuántico.

Curiosamente, decidió tomarse unas vacaciones en los días previos al arresto de los hackers. Se fue a descansar a Estados Unidos. Y cuando regresó, no ocultó que sabía más sobre la operación Spoofing de lo que la ley permite:

“Felicito a la Policía Federal por investigar al grupo de hackers, así como al Ministerio Público Federal y al Tribunal Federal. Personas con antecedentes penales, involucradas en varios tipos de delitos; ellos, la fuente de confianza de quienes difunden los presuntos mensajes obtenidos por el crimen”.

El ministro declaró con todas las letras que los hackers arrestados eran la fuente del archivo obtenido por The Intercept. Resulta que ni la Policía Federal ni el juez del caso habían hecho esta relación hasta entonces. O Moro estaba fanfarroneando o fue informado sobre un hecho que debería haber permanecido en secreto. Ambas posibilidades son serias. Esta no es la primera vez que el ministro viola el secreto judicial. Según el propio presidente, Moro le envió una copia de la investigación de las “candidaturas naranjas” del PSL, que se encuentra bajo secreto. Nada pasó.

Al día siguiente, la prensa informó que uno de los hackers confesó haber pasado la información a Glenn Greenwald. Gradualmente se construyó una narrativa perfecta para aquellos que quieren desacreditar a Vaza Jato: un grupo de San Pablo hackeó a las autoridades, movilizó dinero negro sin justificación y le pasó el fruto de su crimen a The Intercept. Listo. Todos los ingredientes prontos para aquellos que, como el ministro Sérgio Moro, están tratando de etiquetarnos como un “sitio aliado con hackers delincuentes”.

Las invasiones virtuales son delitos y, por supuesto, deben investigarse. El hecho es que el pirateo ocurre en todo el mundo, es casi común. El descubrimiento de la colusión de un juez con los fiscales para influir en el juego político es raro y mucho más perjudicial para una democracia. Sérgio Moro revirtió esta lógica obvia y desvió la atención hacia los hackers, y de este modo eclipsó el caso del escándalo de corrupción judicial del que es protagonista.

“No es tarea del ministro decidir el destino de las pruebas incautadas en los procesos penales bajo las órdenes de un juez. Pero ¿qué es la aplicación de la ley para Sérgio Moro si no una mera alegoría de su falso heroísmo?”

Cuando Moro dio explicaciones en la Cámara sobre los diálogos filtrados, retó a los periodistas a entregar el archivo a las autoridades para su inspección. “Los que tienen los mensajes, los hackers delincuentes o los medios de comunicación que los presentan, presenten el mensaje a una autoridad independiente. Preséntenlo allí, por ejemplo, si no confían en la Policía Federal, en el Supremo Tribunal Federal. Entonces todo se puede examinar y se puede verificar la autenticidad. Ahora, no puedo demostrar ni reconocer la autenticidad de un material que no tengo”.

Ahora, en posesión del archivo, el ministro no hizo comentarios sobre la autenticidad de los diálogos publicados por Vaza Jato. Ni una palabra sobre investigar. Nada. Peor aun, llamó a las autoridades que fueron víctimas de la divulgación para alertarlas y tranquilizarlas. Y dijo que los archivos serán destruidos.

Una vez más, el ministro atropelló la ley. No pudo tener acceso a la lista de las personas hackeadas porque la acción judicial está en secreto. No es tarea del ministro decidir el destino de las pruebas incautadas en los procesos penales bajo las órdenes de un juez. Pero ¿qué es la aplicación de la ley para Sérgio Moro si no una mera alegoría de su falso heroísmo?

Como es natural en un Estado policial, el perfil institucional del Supremo Tribunal en Twitter ha tratado la ilegalidad con la mayor naturalidad del mundo, como si fuera normal que un ministro de Justicia sin una orden judicial destruya la evidencia de un delito del que es una de las víctimas.

El ministro Moro dijo que el material obtenido será descartado para no socavar la privacidad de nadie. Las investigaciones son responsabilidad de la Policía Federal, que debe responder sobre este caso.

En un Estado de derecho, la acción de Moro debe clasificarse como obstrucción de la justicia, malversación o destrucción de archivos. En este Brasil de 2019, el derecho freestyle de Sérgio Moro está respaldado incluso por un tribunal superior.

La cosa se volvió ridícula después de que la propia Policía Federal desafió al ministro de Justicia. La institución emitió una nota diciendo que la evidencia no será destruida, en contra de lo que dijo su jefe. “Dependerá de la corte, a su debido tiempo, definir el destino del material”, trató de arreglar la Policía. Hemos llegado a este extraño punto en el que tenemos que decidir si optamos por creer en la Policía Federal o en el jefe de la Policía Federal. La fiesta de Sérgio Moro con la ley brasileña parece no tener fin.

Conociendo todas estas violaciones, ¿quién puede garantizar que una copia de estos archivos incautados no estará en manos de Sérgio Moro ni de nadie involucrado en la operación? Esta es la duda de un ex miembro del tribunal superior que escuchó el periodista Kennedy Alencar: “Esto es complicado. Si alguien dice que destruirá oficialmente un archivo sobre gran parte de la República pero mantendrá una copia secreta, Brasil podría enfrentarse a un nuevo John Edgar Hoover”. Hoover fue uno de los fundadores del FBI y dirigió la institución durante 48 años. Utilizó el poder para espiar, hostigar y chantajear a los opositores políticos, siempre atropellando la Constitución estadounidense.

Este esfuerzo por descubrir cómo ocurrieron las filtraciones no tiene precedentes en la carrera de Sérgio Moro. Durante la operación Lava Jato, lo que no faltaban eran las fugas ilegales, pero prefirió evitar la fatiga. Simplemente no se investigaron fugas, y esto nunca pareció ser una preocupación. En 2017, mientras estaba en Harvard, explicó el desinterés: “En realidad ha habido filtraciones y a menudo se intenta investigarlo, pero es casi como si fuera una caza de fantasmas, porque normalmente la forma más efectiva de investigarlo sería, por ejemplo, quebrar el secreto del periodista que publicó la información. Y eso no lo haríamos, porque sería contrario a la protección de la fuente, a la libertad de prensa. Y no me estoy quejando de estas protecciones legales, creo que son importantes”.

Está claro que esta repentina obsesión por investigar las filtraciones es un asunto personal. Y es curioso recordar lo importante que se sintió al proteger las fuentes y la libertad de prensa. Ahora, como víctima de una fuga, trabaja en la dirección opuesta.

El viernes, uno de los detenidos confesó haber solicitado el contacto de Glenn Greenwald con Manuela D’Ávila (Partido Comunista de Brasil). La ex diputada admitió haber negociado, lo cual es absolutamente legal. Hasta ese momento, muchas personas sospechaban que esta historia podría haber sido plantada por la Policía Federal. Todo indica que no fue así, pero, seamos sinceros, después de lo que se ha visto hasta ahora, es natural tratar con escepticismo cualquier investigación que comande Sérgio Moro.

Si todo lo que la Policía Federal descubrió y se filtró ilegalmente a la prensa hasta ahora es cierto, entonces nadie más puede tener dudas sobre la legalidad de la publicación de las filtraciones. Los procedimientos periodísticos que siguió The Intercept cumplen con la ley. Los informes se seguirán publicando, con el apoyo de la Constitución. Esperamos que el ministro de Justicia haga lo mismo y también trabaje dentro de la ley.

Los últimos signos del gobierno de Bolsonaro indican que el país se dirige hacia el totalitarismo: reuniones sindicales vigiladas por la Policía armada, una conferencia de un científico filmada por un soldado del Ejército, un presidente que amenaza con arrestar a un periodista y un ministro de Justicia que no duda en violar la ley para defender sus intereses y desacreditar a la prensa. En una democracia, Sérgio Moro ya habría sido removido de su cargo por no cumplir con sus deberes y por las sucesivas ilegalidades que cometió. En un Estado policial, Moro hace lo que quiere.

João Filho es cientista social y periodista

Esta columna se publicó en portugués en The Intercept. Traducción y publicación autorizada para la diaria.