20 años de The Matrix, ¿ya o recién? La calidad de la película de las hermanas Wachowski será discutible, pero no su impacto: se trata del último o de uno de los últimos fenómenos verdaderamente globales del cine (esa tradición de series de un solo capítulo), no por lo numeroso de su audiencia, sino por las conversaciones que generó. Matrix es, como antes fueron algunas obras literarias, un relato que todavía se puede usar para hablar de otras cosas sin tener que explicar demasiado de qué iba el relato original.

Nos dejó, ante todo, un cúmulo de referencias compartidas por dos o tres generaciones. La elección entre la píldora roja o la píldora azul, el esquive de balas en cámara lenta, la baudrillardiana frase “bienvenido al desierto de lo real” se transformaron en atajos para nombrar la aceptación de una situación desventajosa, las velocidades desparejas en el mundo virtual, la idea de que siempre hay algo más allá. Entre esos fragmentos, Matrix infiltró en nuestra cultura –como en los contrabandos de objetos extraños del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”– uno especialmente poderoso: la idea de que los déjà vu tienen una explicación conspirativa.

Esa sospecha que las Wachowski instalaron en nuestra vida cotidiana –¿y si esta sensación de repetición prueba que todo lo que nos rodea es falso?– rescata el “tema elevado” de la película, que vendría a ser la pregunta sobre qué es la realidad. Así, Matrix reeditó una apasionante discusión de los antiguos, de los renacentistas y de los modernos y se volvió una favorita de miles y miles de profes de filosofía, que encontraron en la película un vehículo entretenidísimo para empezar a hablar de la cueva y las sombras de Platón, de las meditaciones de Descartes, del “todo es interpretación” de Nietzsche.

Pero Matrix también funciona como su propia píldora azul. No sólo porque la forma en que contesta sus preguntas es bastante primitiva (la real realidad realísima es que... un montón de máquinas malas nos engañan para quitarnos la energía mental), sino también porque a medida que avanza, la historia se transforma en una de pura acción. Quizás por eso las secuelas de la película original (Matrix Reloaded y Matrix Revolutions se estrenaron en 2003) son consideradas consecuencias menores, dado que se centran en la línea bélica mientras aportan poco y pobremente a la intriga metafísica.

Sin embargo, aunque parecen un largo gameplay de lucha, las secuelas también recalcan, al presentarse como una guerra entre grandes bandos, el hecho de que Matrix no es la historia de un paranoico. Neo, su protagonista, no está solo en su combate contra una realidad engañosa, y en esto se aparta de la pequeña tradición ficcional que podría arrancar Philip K Dick y que tiene su ejemplar más conocido en The Truman Show. Tanto en las historias del primer Dick (especialmente en la novela Time out of Joint) como en la película de Peter Weir (un saludo al compañero Rómulo Martínez Chenlo, su gran fan), el mundo conspira para confundir a un individuo. En Matrix, en cambio, tanto el engaño como la salida son colectivos.

Dicho de otro modo, en Matrix se duda sobre la naturaleza de la realidad, pero la duda es compartida por varios, que emprenden la tarea de cambiarla. No es poco avance pasar de creer que todo es mentira a pensar que, entre todos, se puede llegar a conocer un poco más sobre lo que nos rodea. Sobre todo si recordamos que escribimos y leemos un diario, uno de esos instrumentos fundados sobre la idea de que la verdad, no revelada sino construida trabajosamente, existe.