Después de encontrar un lugar privilegiado en todas las constituciones que emergieron a lo largo de los siglos XIX y XX en lo que podemos llamar Occidente, el ciudadano, columna vertebral del nuevo concepto de soberanía, explícito, escrito en ellas, detalla cómo se expresa (con su voto). Luego, se recorrió un camino de incorporaciones que ampliaron el universo (primero, hombres blancos, con características de fortuna, instrucción y cierta edad; después, todos los hombres y luego, las mujeres). Se eliminó la fortuna, la instrucción, se cambió la edad; en fin, se adecuaron los tiempos. Al comienzo del siglo XXI, este protagonista se retira de la acción concreta y única que lo determina y que lo puso en un sitial de relativo poder, como es votar.

Desde finales del siglo XX y comienzos del XXI, los universos de ciudadanos con habilitación para votar han disminuido en muchas regiones del mundo. En Estados Unidos, en Colombia, en Reino Unido, en Francia, en España, en Alemania, en Italia... La participación ciudadana se restringe por propia voluntad, y muchos intentan explicar su accionar de distintas maneras. Algunos sostienen que lo que se consigue es siempre lo mismo, por eso no votan. Otros dicen que no importa a quién votar, pues sus promesas y soluciones a los conflictos las obvian una vez llegados al cargo, y sin reclamos, hacen otra cosa distinta. Otros sostienen que ya no importa la independencia del elector, que no existe, pues está condicionada por distintas variables –económicas, sociales, culturales...– que coartan su libertad. En fin, muchas explicaciones para el acto constitucional en el que se expresa la ciudadanía y, por lo tanto, la soberanía; y tratan de responder esta pregunta: ¿por qué el ciudadano deja de expresar su soberanía con el voto cuando lo llaman a hacerlo?

Pero mi pregunta es otra. Mi pregunta tiene que ver con la razón que justifica que el voto es una expresión de soberanía. Entonces, sería como sigue: ¿es el voto la expresión cabal con la que el ciudadano expresa su soberanía tal como está expresado en las constituciones de Occidente? Para responder a esta pregunta debemos tener en cuenta, en primer lugar, qué es el voto, y, en segundo lugar, cuáles son las condicionantes para que la acción de votar sea legítima. La respuesta a la primera cuestión es que el voto es la expresión concreta de la transferencia de la soberanía del ciudadano a su representante. Cuando la Razón cuestionó y derrotó a Dios como el que otorgaba la potestad legítima de designar a los administradores de los bienes o gobernantes (a través de otros), hubo que encontrar otra forma de dar validez a los gobernantes o administradores. Y, antes de formularla por escrito (a fines del siglo XVIII), se plasmó la forma en la que el ciudadano expresa su voluntad en un Nuevo Pacto Social por medio de una concreción teórica que es el consentimiento. Consentir es otorgar, transferir la soberanía a un tercero que lo representará. Pero se dejó bien claro que esa transferencia es irrevocable por un período que puede ser largo o corto, pero que siempre tiene un término y está pactado en las constituciones. El soberano nunca tiene la potestad de reclamar por las acciones u omisiones del representante sino hasta el término de los mandatos. Y cuando el soberano reclama, le hacen saber que no es la forma, y lo reprimen para que no lo haga, muchas veces con violencia y también con cárcel, e incluso con la muerte. Por lo tanto, desde que se ejecuta la acción de votar hasta la otra instancia, el soberano no es el soberano, sino que lo es aquel a quien le han transferido la voluntad de gobernar o administrar. Un ejemplo a texto expreso es el artículo 22 de la Constitución argentina: “El pueblo no debate ni gobierna, sino a través de sus representantes”.

En segundo lugar, ¿cuáles son las condicionantes para que el voto sea legítimo? Dos conceptos que también están en las constituciones del siglo XVIII (y siguientes): la libertad y la igualdad. Para poder votar con independencia, el elector debe estar en libertad y tener libertad. Y la igualdad debe ser refrendada por las circunstancias de tal forma que las desigualdades no sean sustantivas frente a los otros, sino que sólo sea por el devenir de los razonamientos y la posibilidad de resolver problemas más rápido que los demás. Estar en libertad es imprescindible, pues es la movilidad la que se cuestiona. Y tener libertad significa la oportunidad de obrar con independencia de otros y no estar sujetos a ninguna traba que condicione la acción. Un elemento a tener en cuenta, para el logro de tener libertad, es la información. Pues, sin ella, no es posible obtener juicios de valor para poder elegir. Pero sabemos los condicionamientos de esos dos conceptos. Sabemos que vivimos en una sociedad donde lo que prima son las desigualdades. No hablaremos del porqué (esto irá en otro lugar), sino que es una constatación empírica. Una parte importante de la humanidad pasa hambre. Se muere de enfermedades curables. No tiene agua, ni casa, ni abrigo, ni educación. Su vida pende de un hilo que no maneja. Y sus circunstancias vitales tampoco dependen de su voluntad o acción (el calentamiento global, la basura en los océanos, la destrucción de la capa de ozono, la desertificación de las áreas de sembrado, la deforestación de los bosques, el uso de los plásticos, la desaparición de especies animales y vegetales por influencias del afán de lucro... para nombrar algunos muy notorios e irrefutables). Y se sabe que una porción pequeña de la población mundial (1%) tiene todas las comodidades, casi 50% de la riqueza que se produce en el mundo, todo el poder posible en los gobiernos.

Por lo tanto, hablar de libertad e igualdad es, en esta estructura de sociedad y formato de gobierno, y más en las circunstancias actuales, una paradoja.

Hasta aquí hablamos del elector. Pero en cuanto al elegible, que no es lo mismo, pueden coincidir, pero el universo de los elegibles es inverso al de los electores, y por supuesto, más restringido. En este sistema, además, el que posee el voto y tiene la posibilidad de accionarlo es el objeto a conquistar. Digo “conquistar” porque en las últimas décadas de lo que se trata es de eso. Los elegibles le ofrecen al elector todas las soluciones a sus problemas. Y, como describíamos antes, la capacidad del elector de contar con toda la información para resolver por su cuenta, para expresar su voluntad de soberano es restringida, pues no depende de su voluntad, sino de las oportunidades que la organización de su sociedad le brinde para desarrollar sus potencialidades.

Además, en las últimas décadas el desarrollo de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) y su combinación con las redes sociales (Facebook, Youtube, Whatsapp, Twitter, Instagram, etcétera) han logrado penetrar en la cotidianidad del ciudadano y su entorno que, por lo menos, confunde realidades virtuales con la realidad de su vida y sus circunstancias. Se puede manipular la información que recibe el usuario de tal forma que si este, como ciudadano, está de acuerdo con 50% de una sola idea de un candidato –que ha expresado 100 ideas o menos o más, no importa–, se lo puede convencer de que esa coincidencia es fundamental y que debe votar por él. Aunque no comparta las restantes 99 ideas y media. Además de las llamadas “noticias falsas”. En este contexto, ese ciudadano tiene una información, por lo menos, sesgada.

Puede usted mismo probar esto. Ponga en un sitio cualquiera que quiere comprar algo, lo que se le ocurra. Por ejemplo, una heladera, un celular, una olla. Luego de mirar las ofertas que buscó, resuelve que no comprará nada. Cuando vuelva a entrar en cualquier sitio de internet le mostrarán, sin que usted lo pida, varias ofertas de lo que buscó antes y similares por varios días. Su privacidad ha sido inundada, por decir algo. O, mejor, se han infiltrado en sus perfiles de deseos y decisiones. Por lo tanto, podemos afirmar que esta relación entre elector y elegible que existe desde las revoluciones del siglo XVIII no ha logrado que el ciudadano, el supremo soberano, sea realmente lo que debiera, sino que es una tergiversación a favor de los elegibles, que son los que pretenden asegurar que las cosas no cambien.

Pero de lo que se trata en estas líneas es de afirmar que, tal como dicen las constituciones de la mayoría de los países de Occidente, es necesario dar poder al ciudadano. Con estos formatos, el ciudadano no tiene la soberanía que se pretende. Por lo tanto, plantearé dos elementos que deberían incorporarse a los formatos institucionales para darle real poder al soberano, expresado en el ciudadano.1

En primer lugar, control sobre los administradores, sobre los gobernantes, pero no cada cuatro o cinco años o cuando el gobernante decida, sino en forma permanente, con la llamada revocación de mandatos. El ciudadano (el soberano) debe poder revocar en cualquier momento los mandatos de sus súbditos. Porque, entendamos, el gobernante es un súbdito del soberano expresado en el ciudadano. Y no al revés.

Otra cuestión que es fundamental, y en estos tiempos se ha tornado peligrosa, es la acción de expresar la voluntad del ciudadano con el voto. Bernad Manin ha expresado en su libro Los principios del gobierno representativo que muchos teóricos de las revoluciones del siglo XVIII sostenían que el voto creaba gobiernos aristocráticos (Jean-Jacques Rousseau, Montesquieu, James Harrington...), que lo que daba democracia –y que también lo sabían los griegos antiguos– era el sorteo. Y esto se afirma pues los que pensaron en ese proceso tenían claro que ese formato de expresar la soberanía con el voto siempre trae como resultado una conformación de gobierno de la que se pueda tener control. Esto es, que ese formato iba a representar a algunos y no a todos, ni siquiera a todos los grupos de la sociedad, sino a un grupo en particular. Aquellos que quieren mantener todo igual.

El acto de designar un representante o un gobierno no debería estar a disposición de la voluntad de señores o agrupaciones. Que la cuestión de “convencer al elector” no tenga en el elegible la necesidad de transformarse en un actor histriónico, pues sabemos, a priori, que es una actitud falsa. Se puede postular cualquier ciudadano, y que el azar determine cuál será el elegido.

Una aclaración: los griegos, que eran sabios en esto, tenían controles sobre los postulantes. Aquellos que se postulaban y tenían cuentas pendientes con la Justicia y eran denunciados, no eran llevados al sitio del sorteo. Pero los que denunciaban a los primeros, si no tenían las pruebas de sus denuncias, eran penados. Así debería ser. Para dejar clara la cuestión de la igualdad –pues de eso se trata–, los candidatos que en forma oral o por escrito no respeten los derechos humanos no serán habilitados para el sorteo. Pero hay que denunciarlos. Y quien lo haga, si no puede probarlo, también será penado.

Octavio Correa es maestro.


  1. Todas estas ideas son miradas distintas sobre ideas de otros: “La guerra civil en Francia”, de Karl Marx y Friedrich Engels; “La sociedad de iguales”, de Pierre Rosanvallon; “La metamorfosis del salario”, de Robert Castel; “El Calibán y la bruja”, de Silvia Federici; “Los principios de los gobiernos representativos”, de Bernard Manin; “Sobre la revolución”, de Hannah Arendt; “The Clinic Online”, de Martin Hilbert. Yo sólo las ordené de alguna manera.