En la esquina de Canelones y Gutiérrez Ruiz hay un kiosco que se llama “Escencial”. Cada vez que leo la cartelería del local sé que dentro de mi ojo se está formando un pequeño glaucoma que a mis 50 años se precipitará con toda su fiereza. Pienso en esa “sc” y en cómo detrás de esas dos letras no sólo hay un señor dueño del establecimiento al que se le ocurrió ponerle ese nombre, sino también una señora a la que le pareció bien el título, un hijo que tampoco se dio cuenta y que se lo mandó a un diseñador gráfico, y este, a su vez, a un encargado de cartelería que, cuando en el sublimado de plástico juntaba esas dos letras, no se daba cuenta (o no le importaba) de que había un gigantesco error ortográfico. Y así también habría amigos que cuando fueron al local por primera vez no se dieron cuenta, o que, aunque lo notaron, no lo comentaron, por pudor o por simple cordialidad. Cats, de Tom Hooper, es ese cartel multiplicado por 95 millones de dólares.

En serio: hubo alguien que pensó que era buena idea llevar al cine la famosa obra de Broadway (casi sin trama alguna) de Andrew Lloyd Webber; hubo un agente que lo contactó con un productor, un productor que comenzó a hacer alianzas y juntar capitales, una compañía major que se interesó, una crew de centenares de personas trabajando en coordinación, agentes de marketing, directores y supervisores de efectos especiales, una planilla destacadísima de actores, estrellas de la música pop, coreógrafos y agentes de distribución, y casi ninguno de ellos pensó que todo esto era la peor idea del mundo.

Fui a ver Cats como quien se acerca a un accidente automovilístico. Ya sabía que iba a ser horrible, pero no podía dejar de mirar.

Antes que cualquier reflexión cinematográfica, lo primero que se precipita sobre uno al ver Cats es un efecto de aversión más básico y primario, llamado el uncanny valley. Este “valle inquietante” es el que se dibuja en la gráfica que separa lo humano de lo robótico. En los progresivos avances de la robótica se fue descubriendo que aquel intersticio en que algo artificial se parece demasiado a lo humano (y viceversa) genera una extraña sensación de aversión en el espectador. De alguna manera, un concepto muy ligado a la dimensión clásica de lo ominoso: lo muerto en lo vivo, lo vivo en lo muerto. De manera muy similar, lo perturbadoramente animal en lo humano y lo perturbadoramente humano en lo animal generan efectos similares. Basta ver, por ejemplo, una muestra de danza contemporánea en la que una bailarina imita demasiado bien el trote de un caballo, o los dientes humanos en la boca del pez Paku, y se arremolina en nuestro interior una sensación de honda repulsión.

Es en ese extraño y molesto intersticio donde levanta sus tiendas la película de Tom Hooper. Los gatos no son del todo gatos ni del todo humanos. La mayor parte del tiempo los personajes caminan erguidos y conservan casi todos los rasgos faciales de los humanos que los interpretan (y, para mayor desconcierto, no tienen garras, sino dedos delineados, casi sin atisbo de pelo). Lo que los diferencia de un mero humano es la profusión de pelaje, la evidente cola, las orejas, y una serie de movimientos estereotipados que hacen alusión a lo felino.

Cruces absurdos

En primer lugar, podría cargarse este fracaso a la cuenta de un asunto técnico, que tiene una correlación antropológica/estética/ética: el cine de animación está en una guerra armamentista en que la recreación del pelo es el elemento diferencial que distingue a un buen departamento de CGI (o “imágenes generadas por computadora”) de uno malo. Así, sobre todo desde La era de hielo y Brave, el cabello o pelaje es uno de los elementos observados con mayor detenimiento a la hora de cuantificar la calidad de la animación. Esto provoca esfuerzos absurdos para animar o detallar cosas que no deberían ser animadas ni detalladas, como en el caso reciente del film de Sonic (Sonic, la película, de Jeff Fowler; estrena en febrero), en el que se dotó de pelaje, de una anatomía antropomorfa y de dientes (¡dientes!) a un personaje cuyo leitmotiv era su velocidad cromada y fantástica. Lo mismo pasa en Cats: todo ese pelo, más que potenciar el realismo, produce exactamente lo contrario.

Más allá del pelaje hay otros aspectos técnicos que muestran problemas más profundos. El mal renderizado de ciertas imágenes causa, en particular, que el movimiento de los gatos, a veces, no guarde relación alguna con el entorno, desproveyéndolos en su desplazamiento de cualquier noción de gravedad. Es decir, sabemos que parte de la elegancia de los gatos radica en esa forma de sortear los obstáculos de la física, pero en Cats los saltos, la manera en que parecen aterrizar a centímetros del suelo, y la casi nula posproducción de sonido dan la sensación de que gran parte de lo que vemos no es una extraña licencia poética sobre la agilidad felina, sino el mero glitch de un videojuego. Y para un musical, en que el baile es una de las principales atracciones (por no decir, la principal), ese es un error capital.

Nuevamente, esto no es culpa exclusiva de Cats; más bien, parecería hacer de Cats un síntoma, el grado paroxístico de un problema que se viene viendo mucho en el cine marcado por el CGI: los cuerpos de computadora pierden peso, y todo lo que no tiene peso parece inmortal, no enfrenta ningún riesgo y, por lo tanto, no importa. Fijémonos, por ejemplo, en la decepcionante pelea final de Black Panther (Ryan Coogler, 2018): nos venían preparando para un gran encuentro, y lo que tenemos termina siendo una pelea de dos seres de CGI a los que ninguna ley gravitatoria parece hacerles mella. En el cine de acción, gran parte de la adrenalina circula alrededor de la identificación con el protagonista, en la consustanciación con el peligro que corre. Cuando el personaje es ingrávido, cuando puede caer de mil pisos sin lastimarse, ese contrato se rompe. Creo que lo mismo juega para un musical con escenas de baile.

Es esta la primera razón por la que Cats funciona sobre las tablas y fracasa en el cine: es muy diferente la tensión y el disfrute del espectáculo de cuerpos que ponen en juego su materialidad física bajo las reglas del mundo felino, comparados con el espectáculo regulado e hiperpasteurizado por miles de pantallas verdes y arneses.

La segunda razón tiene que ver con que en un musical de Broadway el mero placer de ver el espectáculo en vivo puede soslayar la ausencia de trama, pero en el cine esa suspensión del descreimiento no circula por las mismas vías.

Historia glosario

En lo fundamental, lo más terrible de Cats es que realmente no trata de nada. En cuanto a lo narrativo, es más un glosario de distintos tipos de gatos que una historia en sí. Tenemos a Victoria, una gata abandonada (con peso nulo en la historia) que confraterniza con una serie de gatos que están aguardando un gran evento en que se decide qué gato va a ser sacrificado para ir al cielo y reencarnar en una nueva vida. Es realmente eso, no hay mucho más. La película trata de dar un poco de sentido a esta vaguísima trama, pero cuanto más lo intenta, más fracasa (para peor, el encargado del subtitulado en español de la copia en cines comerciales le erra tanto en pos de mantener la rima que uno bien puede imaginar que el tipo tradujo la película tirando dardos sobre un diccionario clavado a una pared).

Todo es un gran experimento que fracasa una y otra vez y que no tiene otro responsable que Tom Hooper, posiblemente el peor director que haya dado la última década, el Joel Schumacher de los 2010. Ya en El discurso del rey (2010) se veían decisiones de dirección absurdas (grandes angulares y planos desviados en situaciones que no tenían nada que ver), y Los miserables (2012) era el experimento insoportable de agarrar un musical y filmarlo en base a close ups, la idea más antimusical que se le haya ocurrido a alguien. Y en Cats todo está mal elegido: es un caso extraño en que cada decisión tomada está mal, sin redención. Para películas como Cats, esa sobrevida semejante a la que buscan los gatos podría estar en reencarnar como un film camp o bizarro, como The Room (Tommy Wiseau, 2008). Sin embargo, en el fracaso de Cats no hay suficiente arrojo, extravagancia ni espíritu irreverente como para permitir que se convierta en otra cosa. Es, simplemente, la peor película de una década que ya terminó o que recién empieza, pero, volviendo al símil del accidente de auto, deja de ser fascinante y se vuelve triste ni bien uno posa la vista en la chatarra apelmazada.

Cats. Dirigida por Tom Hooper. Adaptación cinematográfica del musical de Andrew Lloyd Webber. Reino Unido-Estados Unidos, 2019. En Movie Montevideo.